jueves, 12 de noviembre de 2020

59#. No todos los sueños pueden alcanzarse, y menos el American Dream

El paradigma del American Dream, en la actualidad, no pasa de ser un lema caducado, un ensueño (si quieren verlo de forma más poética), que hasta al mismísimo presidente Trump se le está acabando.

Aunque siendo precisos, el amigo Donald no ha estado viviendo exactamente el ideal clásico del sueño americano. Si escarbamos un poco en la historia, aquel principio que prometía prosperidad, alcanzar una vida mejor a base de esfuerzo (sin que importara la clase social o riqueza o cualquier otra circunstancia de la que se proviniera), tuvo sentido en la época de los pioneros y padres fundadores del siglo XVI. Sin nociones de marketing ni publicidad, el lema de "La tierra de las oportunidades" se convirtió en un éxito arrollador que atrajo a miles y miles de colonos a un inmenso continente aún por explorar y explotar.

Hoy día, frases almibaradas como "puedes conseguir todo lo que te propongas" o "solo has de esforzarte y perseverar" están vacías de contenido, habiendo quedado solo para adornar las tazas de Mr. Wondeful. No demonizo este este tipo de sentencias motivadoras, siempre que se entiendan así, como estímulos para activarnos y guiarnos; quizá como ese balón de oxígeno que, en ocasiones, necesitamos para seguir avanzando. Pero es importante ser conscientes que el pensamiento positivo no es ni lo uno ni lo otro.

Una cosa es disponer de la capacidad de modelar nuestro futuro y otra hacernos creer que somos omnipotentes; es distinto constituirte como el protagonista central de tu destino que ser el único artífice. Y es que no podemos eliminar de la ecuación del bienestar, y menos tan alegremente como nos hacen creer, factores determinantes tales como el entorno afectivo del individuo o las circunstancias socioeconómicas en que vive inmerso. En consecuencia, cada vez más pensadores e intelectuales señalando que la libertad, la igualdad, los derechos civiles, y si me apuran, hasta el mismo sistema democrático, llevan años agrietándose, y cada vez es mayor la amenaza de rotura.

Aún así, seguimos sometidos al bombardeo cotidiano de este tipo de mensajes buenistas sin que nadie nos avise de su despiadado reverso. Si después de invertir sudor, sangre y lágrimas en pos de nuestro sueño, despertamos un día y descubrimos que solo fue eso, un anhelo, una fantasía, se nos hunde la vida. Y es que, en ese momento crítico, como vulgar oferta de hipermercado, recibimos dos reveses por el precio de uno: A la desalentadora frustración de no lograr nuestra meta hay que añadir el envenenamiento de sentirnos los únicos responsables de nuestra desdicha.

Pero a todos nos ha seducido alguna vez este paradigma, que fue tergiversado, al mostrar la excepción como si fuera la regla. Todos consideramos admirable el ejemplo de la estrella de cine que escapó de la miseria a base de dedicación, del empresario que de la nada fundó su gran empresa, incluso la prostituta a la que su príncipe azul (recuerden la famosa película de Julia Roberts) saca de su denigrante vida. Todos estos (vuelvo a usar la misma palabra) ejemplos, son solo eso, casos singulares; no todos podemos ser Steve Jobs o Hugh Hefner o Jenifer López. Y menos si no partes de una situación de ventaja socioeconómica. 

Este es el error esencial del sueño americano: se presenta como una aspiración colectiva cuando en realidad es un empeño personal. Una competición en la que, como vulgar concurso televisivo, todos los participantes aspiran a ganar, pero solo un candidato será el elegido/a, que además se lo llevará todo. Uno gana, diez fracasan. Con este paradigma se explica la situación actual en que unos pocos privilegiados (apenas el 1% de la población de EE.UU.) acaparan casi toda la riqueza del país, mientras que una inmensa masa social queda confinada por sus limitaciones.

Si el American Dream solo existe para los privilegiados, no nos es válido. La perversión del ideal radica en haberlo llevado a su extremo: aspirar a ser lo más, ganar el máximo de dinero, acumular todo el poder posible... sin reparar que esto va en detrimento del resto de ciudadanos. De manera que ha sido, precisamente, la riqueza extrema la que ha estrangulado al Sueño Americano. Tenemos un culpable y el móvil del asesinato, pero, ¿quién piensa dictar sentencia? 

Si quieren mantener vivo el ideal, o mejor dicho, resucitarlo, se necesita con urgencia una reformulación seria del mismo. Llámenme loco, pero...

¿Y si el sueño no fuera que un concursante lo ganara todo, sino que ninguno perdiera? Esto es, que todos ganaran algo, que todos los ciudadanos pudieran cubrir sus necesidades en vez de anhelar entrar en la lista de las mayores fortunas del país.

¿Y si se tratara, básicamente, de reducir la desigualdad social?

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

58#. La literatura fue la primera de las redes sociales... y la única que no tiene contraindicaciones

Las redes sociales, como cualquier herramienta, basa su utilidad en el uso que hagamos de ella. La cuestión es que, nos demos cuenta o no, estos constructos virtuales hace tiempo que dejaron de ser una herramienta de uso para convertirse en una herramienta de abuso. Desde su nacimiento y durante el progresivo periodo de crianza, pensamos que se comportaban como lo hace un perro fiel al que hemos atendido desde su parto. Pero hace ya tiempo que empezaron a actuar como esa adorable mascota, pero cuando se ha infectado del virus de la rabia. 

 

 

La creación literaria fue la realidad virtual que tuvimos disponible desde siempre. Más rudimentaria, más simple... pero todas esas lecturas de infancia, juventud, adultez y vejez nos han proporcionado (y siguen proporcionando) una capacidad extraordinaria: la de ampliar nuestros horizontes, la de permitirnos salir de nuestra vida mundana para entrar en otras vidas, para vivir otras realidades,... Sus efectos en nuestro desarrollo personal eran instructivos (y constructivos), mientras que las redes sociales están modificando nuestra forma de relacionarnos, por tanto, alterando nuestra forma de ser (personalidad). Y me temo que esto no es una buena noticia.

Las virtudes que posee la lectura han sido demostradas empíricamente: la inmersión en una historia nos obliga a activar procesos mentales como la percepción, la atención, la memoria, el razonamiento,... No solo es una excelente forma de que nuestro cerebro ejercite sus funciones, si no que nos proporciona alicientes adicionales como la sensación de satisfacción, el incremento de nuestra estimulación, ser fuente de inspiración, desarrollar nuestra empatía,....

A este último factor deberíamos dedicarle más atención, puesto que al explorar las vidas de los personajes somos capaces de sentir lo que ellos: sus comportamientos y reacciones, sus sentimientos, sus pensamientos y creencias. La literatura nos ayuda a entender mejor a nuestros semejantes al ponernos en su piel. Además de involucrarnos emocionalmente, al introducimos en este arcaico (pero sustancial) simulador de la vida real podemos realizar inferencias y deducciones, elaborar hipótesis y alcanzar conclusiones. Definitivamente, la literatura promueve la comprensión social y, por extensión, mejora la convivencia en sociedad 

 


Aunque antiguos CEO's de las redes sociales más influyentes afirmen que su intención era ofrecer una herramienta que ayudara y ofreciera ventajas a las personas... pero no hay moneda que no tenga su cara y su cruz. Recuerden el argumentario para convencernos de que la fusión nuclear sería una fuente inagotable de energía para el planeta; pues recuerden también el poco tiempo que necesitaron para inventar la bomba atómica.

Sintomatología ansioso-depresiva aparte, la secuela que me parece más preocupante es la capacidad adictiva que poseen. Digo "poseen" y parece que me estoy refiriendo a algo innato o consustancial a ellas. Pero no es así: este potencial para enganchar al usuario es un efecto buscado. Hay una intencionalidad en el algoritmo que guía cada interacción para lograr que el sujeto pase el mayor tiempo posible enchufado a Matrix. Centenares de macroordenadores conectados, la esencia de la Inteligencia Artificial, solo busca que nuestra atención siga fijada en esa app o página web.

 


La velocidad y brevedad que conlleva la comunicación virtual difícilmente podrá sustituir a la concentración y tranquilidad que requiere un buen libro, relato o artículo para asimilar su contenido. Las conexiones a través de las redes sociales predisponen al contacto instantáneo y puntual, casi que meramente instrumental, permitiendo que la adicción aumente en tiempo real. Y es que, lejos de plantearnos disquisiciones o incongruencias, las redes nos ofrece cada vez más aquello que nos gusta. Con cada clic suministra más droga al consumidor, que se comporta como la cobaya de laboratorio pulsando la palanquita de comida de manera constante, casi compulsivamente. No es de extrañar, pues, que el sujeto experimente una falta de interés por el mundo real y actual en el que vive, en el que vivimos. El resultado es una tendencia al aislamiento (la ratita no quiere que le molesten mientras se droga) y por extensión, una promoción del egocentrismo o egoísmo (a la ratita solo le interesa seguir consumiendo). Un detalle llamativo es que mientras que al consumidor de literatura se le llama lector, sin embargo, solo dos industrias mundiales llaman "user" (consumidor) a sus clientes: la de las redes sociales y las de las droga.

Sobra decir, por si aún no lo han sospechado, que el objetivo del algoritmo es extraer el máximo beneficio de nosotros acaparando nuestra atención, sin importarle que nos volvamos más antisociales y egocéntricos, trayéndole al fresco que nos radicalicemos en nuestros posicionamientos y destruyamos la cohesión social necesaria en toda sociedad que pueda denominarse así.

Si esto les parece inquietante (entiéndase el eufemismo, por que a mí me empieza a parecer ya algo amenazante) no sé si debería decirles que los mismos padres de la criatura, aquellos que la crearon y siguen alimentándola, no saben cómo funciona la tecnología que manejan; como el monstruo de Frankestein, diríase que avanza con 'vida' propia.


Ya ven, escritores y creadores anticipando que la revolución de la inteligencia artificial nos llevaría a luchar contra robots que competían con nosotros (los replicantes de "Blade Runner") o a desencadenar directamente una guerra armada como la que provocó Skynet en "Terminator", y al final, va a tratarse de un dilema más bien cartesiano: ¿Cómo se sale de Matrix si no sabes que estás en Matrix?

miércoles, 9 de septiembre de 2020

57#. ¡Cuidado con creer demasiado a tus pensamientos!

Cuando ustedes hablan con alguien de estructura mental monolítica, que rechaza machaconamente cualquier punto de vista que no sea el suyo, se encuentran frente a alguien que, sencillamente, está fusionado a sus pensamientos, a sus convicciones. Ya sea un amigo nacionalista insistiendo en el origen sagrado de la patria, ya sea un cuñado conspiracionista disertando sobre las mentiras que nos cuentan los gobiernos, o un vulgar Pamiés promocionando su MMS (no se lo pierdan: las siglas de Miracle Mineral Solution, pero cuya composición química es la de la lejía) insistiendo en que cura el autismo y el cáncer. Todos ellos comparten una característica determinante: la rigidez mental. Esa misma que les impide salir de sus pensamientos y lograr la suficiente perspectiva para ser más flexibles y adaptativos. 

 
Solemos tomar nuestros pensamientos al pie de la letra, en particular, aquellos que se relacionan con nuestras creencias. Damos por sentado que describen de manera objetiva nuestro mundo (el exterior y el interior) y captan con precisión la esencia de la realidad. Si los tomamos como axiomas, es lógico que se deriven emociones y comportamientos congruentes con los mismos. Por decirlo sin ambages, nos los creemos del tirón; íntegramente y de manera casi automática, lo que dificulta bastante que observemos un dato capital: solo son pensamientos
 
Nuestros pensamientos no son tan definitivos como creemos. Son una mera reflexión sobre la forma de ser de las cosas. En realidad, no constituyen más que estrategias que pone en marcha ese órgano denominado cerebro para darle sentido al mundo, para resolver problemas, para orientarnos en la vida. Pero solo debemos darle validez (y por tanto, poder) en la medida en que nos sean útiles para esa función.

 
Lamento volver a citarlo, pero es que este espécimen lo merece: Cuando Trump empezó a automedicarse con hidroxicloroquina, explicó que lo hacía por que, él, creía en sus propiedades para prevenir el coronavirus (fármaco desaconsejado por las autoridades médicas). Aunque, claro, esto se queda en poco si recordamos que llegó a recomendar inyectar desinfectantes comunes (lejía, otra vez) a los enfermos de COVID-19. 
 
Salvo que esté llevando a cabo una soberbia actuación (en este caso, merecedora de un Oscar), la fusión cognitiva es este hombre con sus pensamientos es tan fuerte que llegó a afirmar que los médico no recomendaban dicho fármaco para que hubiera más fallecidos por coronavirus en el país y, de esta manera, él perdiera las próximas elecciones.
 
Una rigidez tal no solo es indicativa de lo poco capacitado que está un sujeto para funcionar en sociedad, sino que apunta ya a alguna categoría de problema mental (trastorno de la personalidad, por ejemplo). La fusión absoluta con nuestras creencias, esto es, creernos completamente aquello que pensamos, de manera acrítica y a pesar de no encajar con la realidad, en psicología tiene un nombre: delirio. Y no es un síntoma prometedor en un presidente de una nación, salvo que uno aspire a ser el mayor desquiciado del planeta. 
 
Y en el fondo, si les digo la verdad, puedo entender la causa. Esta reacción me parece del todo comprensible con la naturaleza humana (con la parte más miserable de ella, la verdad), por que obtener seguridad es esencial para nosotros. Constantemente tratamos de disminuir el grado de incertidumbres y dudas que impregnan todos los aspectos de nuestra vida, y empestillarse en una idea es una forma fácil (pueril, opino) de obtener una (falsa) seguridad. Pero igual de ilegítimo me parece que intenten convencernos a los demás de que esa es la verdad por el simple hecho de que ellos así lo crean.
 

Lo peor de todo esto, y es hacia donde iba esta disertación, es que se le otorga una prestancia a la persona convencida que, en mi opinión, no merecen. Tengo la impresión de que cuanto más obcecado y fanático el ponente, más convincente parece su discurso, más caso parece hacerle el público. Sirva la imagen del telepredicador abducido para ilustrar este punto, aunque igual pueden sustituir esta figura por la de más de un político-ideólogo conocido, por un periodista-tertuliano que un vidente echador-de-cartas.
 
Mi madre está tan fusionada a sus ideas religiosas que no lograba encajar que su yerno, a pesar de confesarse ateo convencido, (y según le inculcaron repetidamente en su educación, un individuo, de lo malo, lo peor) sea una persona tan trabajadora y atenta, responsable y leal. Los años y el contacto con la realidad le han ido mostrando que sus creencias no eran tan ciertas. Al menos a defusionarse, esto es, no tomarse tan a rajatabla lo que piensa. 
 
Al amigo Trump, no le deseo suerte ni lo contrario; sencillamente que asuma las consecuencias que se deriven del próximo tratamiento farmacológico contra el COVID-19 que se le antoje tomar. El otro de la lejía ya tiene denuncia y está siendo investigado por delito contra la salud pública y publicidad engañosa.
 
Lo más descorazonador, sin duda, son aquellos casos de fusión cognitiva extremos que, además, provocan daños irreparables. Todavía recuerdo la conmoción que produjo en Italia hace unos años la muerte de un menor, de 7 años de edad; el pequeño sufría de otitis y sus padres decidieron seguir un tratamiento homeopático, negándose a administrarle antibióticos. 

Podemos darle más o menos importancia al grado de congruencia que tienen nuestras creencias con la realidad, pero nunca debemos olvidar que la realidad manda. Antes o después, pero siempre.

lunes, 1 de junio de 2020

56#. La empatía nos hace solidarios. La solidaridad neutraliza al coronavirus.

Decía en una entrevista Luis Gómez-Escolar, nombre que no les sonará de nada pero tengan por seguro que han cantado alguna de las letras que compuso, que todos tenemos pérdidas que nos unen a otros. En este caso se refería canción Amiga, cuya letra compuso tras la muerte de la su esposa, Cecilia (sí, la talentosa cantautora). La realizó para consumo propio, pero se la pidió Miguel Bosé, y, claro... quién le dice no a Miguel.

Según el autor, Bosé la cantó muy emocionado, y de hecho, tuvieron que interrumpir la grabación del vídeo en más de una ocasión por que no podía evitar el llanto. La historia de Cecilia le llegaba muchísimo. "Todos tenemos en el alma una pérdida de ese tipo, a lo mejor no de esa gravedad, pero que nos hace solidarizarnos con las pérdidas irreparables", afirma Gómez-Escolar.

Aprender no implica empatizar.- La pandemia del coronavirus está dejando mucho daño y dolor a su paso, y lo presenciado, día a día. Más información no puede haberse dado respecto a los efectos del virus; más imágenes no podemos tener de hospitales desbordados por contagiados; más noticias no podemos haber recibido de cómo ha ido expandiéndose y afectando a todos los países del orbe. Y a pesar de todo esto, tampoco dejamos de ver individuos que desprecian los riesgos que comporta el virus y las medidas para prevenirlos.

Según la teoría del aprendizaje vicario (aprendemos a través de la observación), hemos recibido información suficiente para haber captado el mensaje, para saber lo que nos jugamos... pero parece que no todos.

Es posible que haga falta algo más. Quizá sea necesario trascender el mero aprendizaje. Me refiero a que, ser capaces de ponernos en el lugar de las víctimas, no es una consecuencia automática del aprendizaje. Debemos realizar un ejercicio, casi de prestidigitación emocional, para lograr meternos dentro de la piel de los damnificados, para desarrollar nuestra empatía hacia los desafortunados.

Los adversarios de la empatía.- Saber que alguien ha perdido a sus dos padres a causa del virus, no necesariamente nos hace conscientes del malestar que debe sentir ante tamaña pérdida. El factor distintivo es la empatía, esa facultad que nos permite experimentar una suerte de vivencia de tales sucesos, originando una enseñanza que cala más hondo, que no se queda en la simple retención cognitiva sino que trasciende hasta tocarnos la fibra sensible. Es la empatía la que nos permite ampliar nuestra consciencia y, por extensión, nuestra sensibilidad, dotándonos de mayor motivación para actuar correctamente.

Igual que todo héroe tiene su antagonista, la empatía tiene a sus enemigos naturales en el egoísmo o el individualismo (en el fondo, quizá el mismo concepto). Nuestros miedos y prejuicios individuales conforman un mecanismo psicológico que filtra la realidad para ajustarla a nuestros propósitos. De ahí derivan los comportamientos insolidarios y/o inconscientes que hemos visto durante la pandemia.

Solución solidaria.- Cuando sufrimos, cuando sentimos dolor, somos más juiciosos con nuestros actos (todos hemos acercado alguna vez la mano al fuego más de lo que debiéramos o sufrido algún revés sentimental). Igual si todo descerebrado que se salta alegremente las normas hubiera sufrido una pérdida irreparable en su vida estaría más concienciado; pero no debería ser necesario llegar a este extremo para emerja y florezca esa conciencia de que nos hablaba Gómez-Escobar.

Hemos de buscar un mecanismo para promover la empatía en los individuos con eficacia, para ser capaces de sacrificar el beneficio personal por el bien común, para actuar de manera solidaria. Tenemos decenas y decenas de ejemplos a lo largo de la historia, y lo hemos visto en miles de películas y novelas. No saldremos de esta sino cooperando entre todos; con las personas que forman nuestra sociedad; con las que, nos agraden más o menos, hemos de contar por que somos comunidad.

Esa ha sido nuestra ventaja evolutiva durante miles de años. Hemos sobrevivido y nos hemos superado como especie trabajando en equipo. Y ese es el factor individual decisivo para superar la pandemia del coronavirus (y lo que pueda venir después). En caso de que aún no les quede claro, echen un vistazo al éxito que han tenido los defensores a ultranza de la postura opuesta (el individualismo, que santifica como derecho el hacer lo que te venga en gana) en su lucha contra el COVID-19: Trump, Bolsonaro o Boris Johnson.

No les digo nada... y se lo digo todo.

viernes, 1 de mayo de 2020

55#. Algo más que una invasión extraterrestre vamos a necesitar contra la crisis del COVID-19

Si la crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus parece encauzada, las dimensiones de la crisis económica que se nos avecina son terroríficas. Hace una década, el Nobel de economía, Paul Krugman, afirmaba que una invasión extraterrestre (real o ficticia) sería la solución para sacar a los EE.UU. de aquella crisis. Por desgracia, la unidad a la que apelaba no se dirigía a lograr la paz mundial, si no la del gasto público. 


En la película La Llegada, unas naves extraterrestres amenazan nuestro planeta. La desconfianza entre los países ha aumentado progresivamente (¿les suena de algo?) y las discrepancias sobre cómo actuar con los visitantes nos dirige a un conflicto catastrófico para nuestra especie. Finalmente, la protagonista consigue comunicarse con uno de los jefes de las potencias mundiales y llegan a un acuerdo internacional. A falta de paz mundial, nos vale.

En la serie Watchmen, uno de los personajes principales lanza un ataque brutal contra Nueva York. De esta manera genera el miedo suficiente como para que los países neutralicen la amenaza del aquel momento histórico (la temida guerra nuclear), y se alíen contra la amenaza exterior. Eso sí, aquí la alianza mundial costó la vida de los 3 millones de neoyorquinos muertos por el ataque de un calamar gigante (sí, tal como lo leen. Mismamente un calamar, de las dimensiones de un estadio olímpico)

En Ultimátum a la tierra, incluso tenemos la oportunidad de sobrevivir. Los extraterrestres vienen para salvar el planeta, y al considerar a la especie humana su principal amenaza (¿quién podría negarlo?), deciden exterminarnos. No obstante, Klaatu, el emisario alienígena, es convencido por la protagonista de que los seres humanos pueden cambiar su forma de ser y que merece la pena salvarnos. Bendita ingenuidad alienígena.


De pequeño solía asomarme por las noches a la ventana de mi dormitorio por si lograba ver algún platillo volante, aunque sin demasiada fe, la verdad. En los últimos tiempos, el fenómeno OVNI está en horas bajas y, de hecho, no creo que ni siquiera ellos pudieran salvarnos. 

Si Klaatu se apareciera hoy en la explanada de la casa blanca, ya saben, uno de los escenarios terrestres favoritos de los alienígenas, tras conocer al inquilino actual, perdería cualquier esperanza en nosotros (por muy buena voluntad que le pusiera). Es más, si hiciera una media de líderes mundiales prominentes, creo que no alcanzaríamos el aprobado raspado. Y dudo que podamos contar con la baza del calamar gigante (¿Un calamar? ¿de verdad? En fin, se me antoja que un animal mitológico, como un kranken, hubiera tenido más empaque. Por qué no uno extinguido, como un pleisosaurio bien gordo. Incluso cualquier otra modalidad de amenaza, como un virus de origen animal en forma de pandemia, daría bastante miedo).

Nosotros somos nuestro propio problema. Con la crisis del coronavirus ha quedado claro que la actividad humana es el principal acelerador de la próxima extinción (y definitiva). ¿Creen que este dato servirá para que los máximos dirigentes busquen una solución al respecto? No se preocupen, era una pregunta retórica. Nuestro planeta se halla al borde del desastre global por la inoperancia de los políticos, o de quienes quiera que sean los que tomen las decisiones. A lo largo de los últimos años hemos asistido al lento inicio de una extinción masiva del planeta (calentamiento global), que además, incluye la nuestra, y no han hecho nada eficiente para detenerla. Ni una sola medida decente para paliarla.


Esperen. Ahora que lo pienso, sí que me viene una última explicación. En la serie Brain Dead, los alienígenas llegan a la Tierra en un meteorito, pero no se dedican a masacrarnos, como en Mars Attack. Su modus operandi es introducirse sutilmente en el cuerpo de los políticos de Washington para poder devorar su cerebro, y de esta manera, suplantarlos.

¡Vaya! Ahora, todo me cuadra. No solo encaja con la propuesta de Krugman, sino que explicaría las estrambóticas e incomprensibles decisiones que toma el presidente de los estadounidenses.

¿Una idea descabellada? Quizá, pero no más que la del calamar.

sábado, 4 de abril de 2020

54#. ¿Cómo no pudimos PREDECIR la pandemia que se nos venía encima?

El jueves previo a la declaración de Estado de Alarma ante el COVID-19 me encontraba reunido con una responsable municipal. Habíamos sobrepasado la hora del desayuno debatiendo (y debatiéndonos) sobre la pertinencia de iniciar un curso breve al que asistirían unas 20 o 25 personas. El dilema no lo centramos tanto en el riesgo de contagio como en la responsabilidad política que conllevaba el evento; incluso, por qué no confesarlo, si estaría mejor o peor visto públicamente, dadas las primeras restricciones oficiales contra la epidemia. Finalmente y con bastante frustración, decidimos postergar la actividad.

Al día siguiente, mientra conducía a casa y dentro de la burbuja musical en que me hallaba inmerso, mi atención continuaba presa de una especie de revelación. “¿Cómo es posible que me planteara, siquiera, iniciar la actividad?”, pensaba y repensaba, sin salir de mi asombro.

El sábado (día en que se declaró el Estado de Alarma), a vueltas con este mismo asunto, me parecía una locura habernos plateado la sola posibilidad de iniciar aquel cursillo. Algo más de 24 horas después, veía con la claridad de una epifanía bíblica que era algo completamente descabellado.


¿Cómo puede cambiar tan radicalmente nuestra percepción de un suceso un día para otro?

El aprendizaje causal es el proceso que nos permite captar las relaciones entre sucesos. Gracias a él podemos predecir acontecimientos futuros basándonos en la información actual; podemos, pues, actuar para provocar consecuencias deseables o evitar las indeseables. El esquema es simple: debe ocurrir un evento A (brote vírico) y luego suceder el evento B (miedo al contagio) para que exista contigencia, o sea, que percibamos relación entre ambos: Si no se da el brote, no se da el contagio (ni el miedo). Pero para ser contingente, las consecuencias deben producirse de manera contigua al evento. Esto es, una explosión nuclear provocaría consecuencias inmediatas (encomendémonos la la diosa Fortuna), pero con el brote inicial de coronavirus en Wuhan, las consecuencias (muerte por contagio) no se produjeron de manera tan contigua, sino que se expandió de manera lenta e insidiosa. Lo suficiente como para que no lo percibiéramos como "tan contingente", y por tanto subestimásemos sus posibles propagación y efectos.
 
Esta sería la explicación técnica, pero opino que el factor más determinante para que la pandemia del COVID-19 nos haya pillado con los pantalones bajados no es teórico, sino la práctico: todas las experiencia previas que hemos tenido con alarmas similares... después quedaron en menos


Relean la experiencia que tuvimos con el SARS en 2003. Aunque China no estuvo muy fina en su reacción inicial, el mayor impacto que tuvo se ciñó al lapso temporal de 3 meses y afectó solo a unos pocos países, de manera que el brote se contuvo en unos 9 meses.

A principios de 2009 se declaró otra oleada mortífera. La llamada gripe porcina, a pesar de las medidas de contención, se extendió por el todo el orbe (la OMS decretó el grado máximo de alerta por pandemia). Los cálculos pronosticaban cientos de miles de ingresos en las UCI's hospitalarias y millones de muertos. El pánico nos estranguló por el cuello y los países occidentales esperábamos su llegada como una versión actualizada y apocalíptica de peste negra. Europa invirtió millones de euros en vencerla y vacunó a un 10% de su población, con la excepción de Polonia (que decidió no hacerlo). Paradójicamente, el indice de mortalidad en este país fue similar a la del resto del mundo. En España fueron destruidas 6.000.000 de vacunas (que nos salieron por unos 40 millones de euros) cuando la gripe A se mostró menos agresiva de lo esperado.

Hay más ejemplos, pero por finalizar, la epidemia del ébola duro dos años (2014-16) y aún siendo un agente más letal (tasa de mortalidad del 70%), segó la vida de algo más de 11.000 personas. 


¿Recordaban estas epidemias antes de tener que permanecer confinados en casa?

Rafael Bengoa fue asesor sanitario del Gobierno de Barack Obama y lo es de la Unión Europea y de la OMS, entre otros cargos. Declara que, desde hace más de 15 años, infectólogos de todo el planeta concluían que estamos teniendo suerte: Las epidemias-pandemias que estamos sufriendo son de baja letalidad. Lo acongojante de la declaración es que lo atribuyan al mero factor suerte.

El dato es inquietante: “Cada tres o cuatro años tenemos algún tipo de pandemia-epidemia; lo que es extraño es que las sigamos viviendo como una sorpresa. Nos sigue sorprendiendo algo que no debería sorprendernos”.

Hace solo unas semanas seguíamos subestimando algo que es una amenaza permanente, pero contra la que solo reaccionamos cada vez que surge. Apunta el experto que si tenemos en cuenta que el 75% de estos agentes infecciosos vienen del mundo animal (zoonosis), es obvio que van a seguir sucediendo (en progresión creciente, dada la esquilmación que están sufriendo los ecosistemas que nos protegían).

 
Ahora tenemos que convencer a nuestros políticos de esto, para que tomen medidas. Por que, aunque le suene a ultimátum de melodrama hollywoodiense, la cuestión no es si ocurrirá. La única incógnita de la ecuación es “cuándo” sucederá.

martes, 3 de marzo de 2020

53# El aburrimiento es suicida: mata el tiempo, nuestra mayor riqueza



El título de este post, robado impunemente a mi admirado Jose Antonio Marina, puede ser algo exagerado, pero no es mentira.

Para llevar una vida feliz es esencial una cierta capacidad de tolerancia al aburrimiento, decía Bertrand Russell. Una generación que no soporta el aburrimiento será una generación de hombres de escasa valía, y nos recordaba que la vida de los grandes hombres sólo ha sido emocionante durante unos pocos minutos trascendentales en su vida. Esa tolerancia a la frustración, de la que parecen dotados naturalmente el resto de los mamíferos superiores, los seres humanos hemos de adquirirla entrenándola; poniéndola en práctica para fortalecerla. No obstante, mejor que simplemente tolerarlo (que ya tiene su mérito), podemos hacer algo más útil: usarlo, invertir ese tiempo. 


El aburrimiento es un estado del ánimo, y como tal, no es ni bueno ni malo; sencillamente, cumple su función. Las emociones sirven para movernos hacia algo. Si se preguntan hacia qué nos mueve una emoción que se define precisamente por la ausencia de emoción (entendida aquí en el sentido coloquial del término), podría sugerirles que hacia su opuesto: hacia lo interesante o motivador. Cuando nos aburrimos nos sentimos molestos, pero nuestro organismo se encuentra en la situación idónea para activarse y buscar algo interesante.

¿por qué no tratar a embridar a la bestia y domarla? Aprender a tolerar el aburrimiento y, después, escucharlo, porque podemos aprovechar ese estado de carencial.

Hasta que hube de arrimar el hombro en los quehaceres familiares bastante joven, recuerdo haber pasado tardes veraniegas de tedio infantil, larguísimas mañanas dominicales de aburrimiento, sin disponibilidad de ningún recurso fácil para distraerme,... Era ahí cuando surgía el aburrimiento, cuando el tiempo interior se estancaba y se descompasaba con el tiempo exterior, que seguía su ritmo inexorable. 


En aquel entonces carecía de capacidad para saber que sentirse aburrido no es sinónimo de ser consciente de estarlo. Y sucedía, como con el resto de emociones, que cuando las sentimos, tendemos a dejarnos llevar por ellas. Aquí es donde debemos ser capaces de realizar una acrobacia imaginativa, un giro circense sobre nosotros mismos, para vernos desde fuera y ser conscientes de que ese es nuestro estado motivacional.

Tardé tiempo en darme cuenta de que mientras fuera capaz de pensar, no había lugar para el aburrimiento. Porque el aburrimiento es la falta de distracción, pero no de creatividad. De hecho sucede a la inversa, como afirma Peter Toohey (profesor de la Universidad de Calgary), quien en un libro al respecto afirma que el aburrimiento es la antesala de la creatividad.

De manera que mi infancia transcurrió ingeniándomelas para superar el tedio sin esta conciencia de que les hablo. Usando un álbum de cromos vacio como agenda, donde en cada casilla inventaba un juego o dedicado a la elaboración artesana de flipper (madera, punta y gomas). Usando la enciclopedia (nunca les estaré lo suficientemente agradecido a mis padres por haber realizado aquella inspiradora inversión en sabiduría) como un improvisado juego de preguntas, al más puro estilo Trivial. Sin aburrimiento nunca hubiera recogido aquellas cajas vacías de comercios cercanos a casa para engarzarlas unas con otras, construir lo que ante mis amigos presenté como "el submarino". Decenas y decenas de ocurrencias más fueron posibles gracias a ese tedio.


El aburrimiento debería servirnos para darnos cuentas de todas las cosas que ignoramos y nos perdemos mientras nos entretenemos. Si me distraen no salgo de mi pasividad, pero si pienso y actuo, me convierto en activo y soy artífice de mi propia motivación. No se conformen con pasar el rato y desperdiciar su tiempo. Escapen del vaticinio de Russell: «Muchas personas preferirían morirse antes que pensar; en realidad, eso es lo que hacen»