domingo, 3 de mayo de 2015

#8. No hubo nunca vida sin amor



No me digan que no es un derroche poético la frase con la que se descuelga Punset en una de sus entrevistas. Tan escueta como romántica, en mi opinión. Pero además, y esto es lo mejor, completamente cierta. El amor, como impulso de fusión, es una constante de la existencia.



Partimos de la base de que todo comienza el día en que una célula pregunta alrededor suyo: ¿Hay alguien ahí fuera? El fin de la soledad y la autosuficiencia obligada. El principio de la cooperación, de la simbiosis y del vínculo emocional. Y digo vínculo emocional, así, tan concisamente, porque me temo que no puedo concretar mucho más al hablar de la noción de amor.


Algunos estudiosos datan ahí su inicio, en el momento en que la primera célula tuvo la necesidad de relacionarse con otras. El instinto de fusión es el que guía este comportamiento (todos tenemos referencias sobre el impulsivo deseo de los enamorados, en el momento álgido de la relación, de dejar de ser dos para fundirse en un solo ser) y el instinto sexual el que promueve esa unión. Se origina el intercambio que enriquece y genera diversidad, aparte de ser la base del concepto de en sí. Evolutivamente tiene su fin en (no podía ser de otra manera) la supervivencia de la especie. Desde el momento en que la reproducción sexual muestra más ventajas evolutivas que la simple mitosis celular (clonación básicamente) es adoptada por los organismos vivos que prosperan. Fue así como dejamos de ser inmortales, es decir, dejamos de ser organismos que se replicaban idénticamente, para convertirnos en seres mortales. Los organismos unicelulares se reproducen subdividiéndose de sí mismos, generando otro organismo igual ellos. Un clon es idéntico a su precedente, y este al próximo, y este al siguiente... de manera indefinida. Pero los organismos multicelulares estamos sujetos a mutaciones aleatorias al crear un nuevo ser de la mezcla de otros dos. Un ser complejo, con sus propias peculiaridades; cada organismo presenta su propia idiosincrasia. Esto comporta que sea imposible de duplicar exactamente. Es lo que nos hace únicos, irremplazables, y también lo que nos hace mortales. Pero tampoco dramaticemos. No podemos obviar la otra cara de la monera: es gracias a nuestra finitud, a la brevedad de la vida, que somos capaces de sentir con intensidad, de vivir el momento con plenitud. Revisen, si desean emocionarse, el discurso final de "Blade Runner" (No se porqué me salvó la vida, quizá en esos últimos momentos amaba la vida mas de lo que la había amado nunca. No solo su vida, la vida de todos, mí vida). Si la vida fuera eterna resultaría muy difícil concentrarse en algo, por no mencionar que la procrastinación sería uno de los principales enemigos de la vida (“Ya, si eso, mañana lo hago”), al menos en mi caso. Cuando nació el amor, nació la muerte. 


Al amor, como concepto, le sucede como a esas otras ideas abstractas, grandiosas y superlativas, que en ocasiones se usan de manera demasiado rimbombante, y a veces ocultando otro propósito más espurio. Tanto que, de hecho, más que ideas se les suele denominar ideales: Amor, libertad, felicidad, humanidad,...

“¡¡¡A las armas!!! Vamos a luchar por la libertad”, arenga el cabecilla de la revolución desde la balconada. La masa, enardecida, lo vitorea y jalea mientras se movilizan,  dispuestos a arremeter contra lo que sea menester... Pero no hay nadie que, antes de ese decisivo instante, se detenga a pensar, pida la palabra, y le pregunte al gerifalte: “Perdone que le interrumpa, jefe, ¿pero libertad para quién?” o “Libertad en qué condiciones” ó “¿Qué ganamos o qué perdemos con esa libertad?”. Con mucha probabilidad la respuesta del líder suene a algo así como: “Pero, ¡Serás desgraciado! ¿Vas a dudar de nuestra la lucha por la independencia?”. Pero la desconfianza del librepensador es más que pertinente: “De acuerdo, maestro, luchamos por la libertad y la independencia. Pero, una vez conseguida, ¿mi familia va a vivir mejor que ahora? Porque, verá usted, eso es lo que a mí más me interesa”. La respuesta del jefecillo no será demasiado complaciente; algo así como: “Tú ni eres patriota ni eres hombre de fiar”. De ahí a etiquetarlo de traidor solo hay un paso, que lamentablemente lo dará de forma automatica la plebe enardecida. Se pueden imaginar el resto. El pobre hombre terminará apaleado y vilipendiado, linchado o, en el mejor de los casos, directamente pisoteado por la masa embravecida, mientras van en busca de su “libertad”. Pero el pobre tipo tiene toda la razón.


Con el amor pasa algo así. Es una palabra tan grandilocuente y poderosa, tan estentórea y sublime, pero a su vez, tan manida (dudo que haya un concepto más usado, desgastado y enredado a lo largo de la historia) e indefinida, que cada uno la puede entender de una manera distinta. Y, para colmo, no estar ninguno equivocado. Su definición ha terminado por desbordarse y desparramarse como el café recién hecho sobre una servilleta. Sus límites quedan tan difuminados que el concepto termina por confundirse con nociones cercanas. O peor, denominando algo que no es. 


Volviendo al ejemplo anterior, para el cabecilla, la libertad del pueblo significa el fin supremo deseable para su comunidad (eso si entendemos que no hay intereses personales del susodicho de por medio), pero para el vecino vapuleado, la libertad es poder dar unas condiciones de vida mínimas a los suyos. Para cualquier otro hijo de vecino inmerso en la revuelta callejera, podría significar disponer de las garantías necesarias para poder pensar y expresar sus ideas, por ejemplo. Y para el tipo que va junto a él, empuñando una estaca y antorcha en mano, podría significar tener la posibilidad de hacer lo que le dé la real gana. Y a todas estas expectativas se las etiqueta con la misma palabra: libertad.


Pues con el amor sucede algo similar. El amor se puede referir a distintos objetos, hacer alusión a distintas emociones o sentimientos, justificar distintos comportamientos, pero si disponemos solo de una palabra para hablar de todo eso, indefectiblemente, terminaremos confundidos. 




Intentemos aclararnos un poco.-

El amor romántico, de pareja, pasional o como quieran llamarlo, es el amor por antonomasia, entre personas. No obstante, los antiguos griegos, gente cultivada y reflexiva, distinguían entre eros y filias, el sexual y la amistad. Todos conocemos el amor paternal, el filial, el fraternal,... Se pueden amar otros objetos que no son humanos, motivo por el que hemos oído hablar del amor al dinero, el amor a la guerra y personas que actúan por amor al arte. La vanidad o el narcisismo serían otro tipo de amor, más egocéntrico, eso es cierto, en que el objeto es el sujeto mismo. Podemos mostrar amor incluso a sujetos imposible, por inalcanzables (amor platónico) o por abstractos (patriotismo). 


Si es su interés, pueden aburrirse buscando taxonomías referidas al amor. Por citar alguna, Steinger distinguía tres elementos fundamentales: pasión, intimidad y compromiso. En función del grado en que se combinen resultarían los distintos tipos de amor (romántico, compañero y fatuo). Si observamos los estilos de amor (Lee, 1973, 1988;Velasco, 2006), existen tres básicos: Eros o erótico, Pragma o pragmático y Storge o amistoso, y creo que no es muy difícil intuir de que objeto amoroso trata cada uno. Posteriormente se les añadieron otros tres: el obsesivo, el lúdico y el altruista.


Personalmente, estas clasificaciones aumentan mi confusión, más que aclararme nada. Me da la impresión de que amplían significados, cuando lo que yo quiero es disminuirlos, reducir la noción a su mínima expresión. Por tanto, e intentando ir a la esencia, partiré de la base de que el mundo afectivo de los seres humanos se divide en dos grandes ámbitos: el de los sentimientos y el de los deseos (necesidades o grandes motivaciones). Afirma José Antonio Marina, que el amor es un gran deseo acompañado de sentimientos. Me parece más que estimulante e inspiradora esta definición. La motivación amorosa genera distintas emociones o sentimientos en función de cómo se van cumpliendo las expectativas que hemos creado respecto a nuestro objeto amoroso.


Quizá suene a explicación formulada por un tipo con una bata blanca que se pasa los días encerrado en un laboratorio, pero deténganse un momento a pensarlo. Cuando una persona va a visitar a su adorada madre, o se esfuerza por ganar dinero en una operación inmobiliaria, o tiene la expectativa de disfrutar de su amado/a esa misma tarde, se generarán sentimientos diferentes en función de que se cumplan o no tales previsiones. En el primer caso, cuando veo a mi madre, me lucro o abrazo a mi amada/o, se cumplen mis deseos, y por tanto se disparará en mi interior un sentimiento de alegría, satisfacción, excitación, confort, etc. Pero en caso contrario, igualmente nos veremos afectados por las emociones que generará mi aspiración frustrada: tristeza, abatimiento, impotencia, resignación, o alguna otra del estilo, según cada persona y circunstancia. La importancia de esto reside en que las emociones nos informan de nuestro nivel de bienestar, pero además son las promotoras de la acción. Una vez instaurado un sentimiento, este nos mueve a actuar en uno u otro sentido.


A partir de aquí se complica bastante la tarea de intentar extraer factor común de todos los tipos de amor conocidos. Igual no podemos aprehender la raíz de la que parte todo, pero sí características generales. Gratificante, sugerente, expansivo, vivificante, luminoso, inspirador,… son algunas. No les aclara mucho ¿verdad? A mí tampoco.



Probemos a seguir por otro derrotero. Todos los tipos de amor mencionados son factibles, posibles, pero no necesariamente compatibles en una misma persona y en un momento dado. Somos seres limitados y nuestro espacio mental (y por extensión, sentimental) es no es infinito. Podrá usted compatibilizar tipos de amor (el maternal casa con casi todos, pero, por ejemplo, el pasional suele ser excluyente), pero considere que cuanto más tiempo y espacio le dedique a uno de ellos, más tendencia de este a crecer en su interior, a abarcar más territorio mental, por tanto, a dejar menos hueco para los otros (cuánto más amor por el dinero, menos queda para la amistad o amor al arte). Insisto en el punto de que el sentimiento resultante, le asignemos el epíteto que le asignemos, tiene la función de “movernos a”, de movilizar nuestra energía, en definitiva, de hacernos actuar. Todos el esfuerzo y tiempo que dediquemos a satisfacer uno decrementa el que le podamos a dedicarle a otro. Una lástima que el autor de la letra del bolero “Corazón loco”, no tuviera una explicación similar a mano. “Una es el amor sagrado, compañera de mi vida, esposa y madre a la vez. La otra es el amor prohibido, complemento de mi alma y a la que no renunciaré”, pregona el cantante. La respuesta al dilema me parece obvia: La incompatibilidad sería palpable si quisiera a ambas mujeres para cubrir la misma necesidad, que en este caso podríamos etiquetar como familiar (compañera, esposa y madre). Pero no es así, cada una de las mujeres aludidas satisface una necesidad emocional distinta del muchacho. Por eso no son excluyentes de por sí, salvo por los prejuicios morales del protagonista; y tales prejuicios quedan ya fuera del ámbito del amor. Veo que termino en el amor romántico más de lo que pretendía. Habrá que dedicarle un post. 
  

Resumiendo: No solo se trata de que sea un término megahiperpolisémico, si no que presenta serias dificultades la tarea de asignar a cada tipo de deseo o motivación amorosa que experimentamos un significado definido, labor que se agrava con las creencias y normas sociales sobre el amor que hayamos interiorizado durante nuestra crianza (potenciaran algunas cualidades del amor y/o reprimirán otras). Aun consiguiendo esto, logrando etiquetar bien mi deseo amoroso (y por tanto, saber qué necesito), nada me asegura que la persona/s objeto de este (compañero/a, amigo/a, esposo/a, etc…) haya conseguido lo mismo, de manera que su proceder sea el más ajustado a su realidad. Y aun habiéndolo hecho, está por ver que para él tenga la misma intensidad o sea igual de prioritario en su vida como lo es para mí. Por no mencionar que, a medida que vamos avanzando en la vida, evolucionamos (o involucionamos, según se mire), e igualmente lo hacen nuestras motivaciones. De manera que lo que me satisfacía a los 25  puede perfectamente no hacerlos a los 45 años, y a la inversa.
  

Absolutamente desconcertante, oiga. Desde luego que si un extraterrestre aparece en nuestro planeta y le llama la atención nuestra arquitectura motivacional o sentimental, a poco que observe, empezará a alucinar. 




¿Qué demonios hacemos entonces?    

Dado que no puedo hablar por otra persona que no sea yo mismo, solo puedo contarles cómo trato de manejar el concepto. Y esto requiere una labor introspectiva, de buscar y rebuscar en su interior. Por mucho objeto amoroso que haya, se trata esencialmente de usted, no del objeto. Conozca qué tipo de amor es el que brota de dentro, al que está usted más predispuesto. O lo que creo que es lo mismo, que tipo de necesidades sentimentales tiene. No es tarea fácil, entre otras cosas, porque la educación emocional que recibimos en nuestra infancia brilla por su ausencia. Pero al menos, traten de acotar, de concretar cada tipo de necesidad que detecten. A partir de aquí, intenten ingeniárselas para satisfacerla. Igual no disponen de recursos suficientes para conseguirlo, pero no se agobien. En realidad, no es nada grave; solo humano. ¿Qué otra cosa pueden hacer acaso? Somos seres con tiempo limitado, recursos limitados, energía limitada y capacidad de comprensión igualmente limitada. No pueden exigirse nada más que intentarlo, y no crean que es poca cosa. Pero es lo único que está en nuestra mano.


Si son capaces de reconocer en su interior lo que para mí (ya les digo no puedo hablar de la experiencia que tengan los demás) es la esencia del amor, y me refiero a esa predisposición abrirse al exterior, a expandirse hacia a los demás, (llámele tomar contacto, empatizar, compartir, conversar, apoyar, besar, acariciar, copular, o cualquier otra manera humana, abstracta o aplicada, teórica o experiencial, de relacionarse), exprésenla. Si además son capaces de comprender que los demás se encuentran en situación de partida similar a la suya, que todos somos seres finitos devanándonos los sesos por establecernos en mitad de la confusión que reina a nuestro alrededor y tratando de hacer algo constructivo, su capacidad de comprensión se incrementará y con ella también la de perdonar. Si esto es así tienen una alta probabilidad de sentirse agradecido con la vida, simplemente por el hecho de estar vivo, por los momentos disfrutados, por todo lo aprendido, por mil cosas más. Podríamos llamar a este estado homeostático quizá bienestar emocional, satisfacción con la vida o como mejor les plazca. Pero no lo pierdan de vista. Este es la causa por la que uno briega, lucha y se esfuerza en la vida. El amor, quizá, no sea más que una forma de alcanzar tal objetivo.


Me despido citando las últimas palabras del protagonista de la película “Si la cosa funciona”, que me parecen muy atinadas para la ocasión:

“Aprovecha todo el amor que puedas dar o recibir. Toda la felicidad que puedas birlar o brindar. Cualquier medida de gracia pasajera. Si la cosa funciona. Y no te hagas ilusiones, no depende de tu ingenuidad humana. Más de lo que te gustaría admitir, es suerte de tu existencia”.


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