lunes, 17 de diciembre de 2018

42#. Esos spots televisivos que nos llegan al alma

El marketing comercial, ese hermano despabilado de la psicología, intensifica y redobla esfuerzos estos días para tratar de encandilar nuestra motivación, y lograr así inocularnos su mensaje. Antes de haber entrado de lleno en la vorágine consumista navideña, me llamaron la atención una serie de spots televisivos que han tomado decididamente la vía el pellizco emocional para llegar hasta nuestra fibra sensible.

Uno de ellos apela a los días que nos quedan para disfrutar de las personas a las que queremos. Hace un recuento de las horas semanales que se ven dos personas y multiplican por la longevidad que estiman de los protagonista. El resultado, el tiempo que les queda por compartir (no podía ser de otra manera), es bastante inferior al esperado por ellos.

¿Qué anuncia? Una bebida alcohólica.



Otro incide en el desapego familiar, poniendo de relieve que sabemos más de nuestro entorno social media que de nuestra propia familia. Imitando un concurso televisivo al uso, varios grupos familiares responden las preguntas que les hace una voz (de presentador) en off. Cuando las preguntas empiezan a referirse a datos biográficos de sus familiares, empiezan a fallar las respuestas, motivo por el cual deben abandonar la reunión navideña en que están.

¿Qué anuncia? Muebles. Piensen en la primera multinacional del ramo y acertarán.


Desde unos años atrás, una empresa de elaborados cárnicos española sorprendió con una estrategia publicitaria basada en luchar contra los estereotipos femeninos (presiones sociales), el elogio y reconocimiento del sentido del humor, en cómo algunas señas de identidad pueden ser odias y amadas a la vez o nuestra capacidad para superar prejuicios e ideologías. En todos ellos, la propuesta nos insta a repensarnos, a evaluar nuestros esquemas mentales, a profundizar en nuestro autoconocimiento. Me parecieron ideas necesarias y atractivamente plasmadas, que no dejaban indiferente a ningún televidente.

Concienciar sobre los valores personales creo que es lo mejor que podemos extraer de estos spots. Hacer reflexionar sobre sobre aquello que es importante en la vida (desde las amistades o familia hasta ampliar nuestra capacidad de comprensión) nunca está de más, menos una época en que la desmesurada cantidad de distractores a nuestro alrededor tiende a confundirnos, o directamente, a equivocarnos. Propuestas más que loables, que son propugnadas... por empresas privadas.


Vaya por delante mi admiración por el ingenio de los publicistas, y por el mencionado beneficio que pueden proporcionar a los televidentes. Lo único que me parece lamentable es que quienes promueven estas campañas de ¿higiene mental? ¿promoción de fortalezas o valores personales? ¿calidad de vida emocional?... no sea un ente público, no sea una administración del estado. Los impulsores no son instituciones que velen por nuestra salud o higiene (física o mental), sino empresas comerciales, que por muy ético que sea su mensaje, no dejan de estar guiadas por un interés mercantil.

El estrés, sin ir más lejos, "es más dañino para la salud que el tabaco y el alcohol juntos". Revela este dato el Doctor Vidal (médico de salud laboral e inspector de la Seguridad Social) quien tras 25 años de estudio va a publicar un libro con sus investigaciones, y lo considera el mayor problema de salud pública que nos amenaza. Paises como Japón lo aceptan abiertamente; Alemania y Reino Unido han empezado a tomar medidas.

Espero equivocarme, pero me temo que pasará tiempo, bastante tiempo, antes de que veamos alguna campaña de publicidad de la administración pública contra esta epidemia, como se hizo contra el tabaco (Ministerio de Salud) o contra la siniestralidad en las carreteras (Dirección General de Tráfico).

Es más, antes de que algo así suceda, les apostaría lo que fuera a que veremos un anuncio televisivo al respecto, realizado por alguna marca de detergentes, una entidad bancaria o de automóviles. Eso, si no lo han hecho ya.

sábado, 1 de diciembre de 2018

CITA: Pepe Mújica, el último hombre honesto

Yo no soy pobre. Pobres son los que precisan mucho para vivir; esos son los verdaderos pobres. Yo tengo lo suficiente. Vivo muy sencillo para no tener ataduras materiales. No soy pobre porque tengo tiempo para hacer lo que me gusta. Mi definición de pobreza es: pobre es aquel que por tener mucho no le alcanza para nada.


Soy austero, sobrio, ando liviano de equipaje porque para vivir no preciso más equipaje que eso. Yo quiero tiempo para vivir, y no le quiero imponer a nadie mi forma de vivir; la sencillez y la sobriedad es mi comodidad. Tengo 80 años y no me voy a llevar plata en el cajón. Quiero compartir con la gente amiga, que me parece una cosa maravillosa y me hace feliz.

Triunfar en la vida es aprender a levantarse cada vez que uno cae. Me toca vivir una civilización que está difundiendo, de hecho, que triunfar en la vida es ser rico, y que el que no es rico fracasó. Discrepo de punta a punta. Triunfar es sentirse feliz, y eso muy poco tiene que ver con la plata.


Hay ciertos límites materiales que los seres humanos tenemos que cubrir, pero confundir riqueza con felicidad es un cuento chino, porque lo que nos hace felices está muy ligado a las emociones, a lo sentir, y muy particularmente a los afectos. Y para cultivar los afectos hay que tener tiempo libre. Hay que tener tiempo para los hijos, para las amistades, para las relaciones personales. Usted va a caer en la idea de "yo no quiero que a mi hijo le falte nada", y le falta usted porque no tiene tiempo para él. Eso no lo arregla con ningún juguete, porque no se cambian los afectos por juguetes.

No se puede cambiar el mundo, hay que aprender en este mundo a no dejarse entrampar por esta sociedad. Usted no puede evitar que la calle esté llena de autos pero tiene que aprender a cruzar la calle sin que los autos la pisen. Este es el desafío. Y va a ver que se puede.
            
  Pepe Mújica, ex presidente de Uruguay


jueves, 15 de noviembre de 2018

41#. La honestidad, un valor en horas bajas.

Supongo que somos la última generación a la que nos educaron tratando de guiarnos por el "buen camino". Digo esto por que, además de memorizara los ríos y cordilleras del país, saber identificar el complemento directo del predicado en una frase y aprender recursos tan prácticos para la vida moderna como hacer raíces cuadradas o conocer la función de las bisectrices, se suponía que la educación también debía dirigirse a insuflar una actitud en los alumnos, de infundir una predisposición ante la vida, de inspirar unas virtudes o valores personales. 

 
El valor del esfuerzo, la importancia de la cooperación y la amistad, la necesidad de dialogar, la relevancia de la bondad, la práctica del perdón, el respeto al prójimo... Recuerdo estas, entre otras, como las más relevantes y necesarias cualidades de una persona digna. Hago un repaso de ellas, y se me antoja que la honestidad es la que más injustamente está siendo tratada. Es posible que no le hayan cascado o haya sido tan vapuleada públicamente como a los buenos modales o a la humildad, pero sigo viéndola postrada en un rincón, languideciendo, en riesgo de morir por inanición.

No se lo creerán, pero hubo un tiempo en que una persona podía empezar de aprendiz en una empresa local y tras una vida trabajando, jubilarse en la misma. Alguien podía encontrarse una cartera y devolverla, íntegra, en el primer cuartel de la policía o guardia civil. Una persona podía comprarse una casa y ser capaz de haberla pagado antes de jubilarse. También era posible, incluso frecuente, que las personas se dedicaran sencillamente a vivir la vida, sin más aspiraciones, pero disfrutándola. En esos tiempos, la honestidad era una virtud capital y ejercerla, el ser honesto, era gratificante de por sí. La gente se afanaba por serlo por el simple hecho de que se entendía que era lo correcto, era lo que nos ayudaba a convivir y hacía la vida más segura.

De facto, históricamente, la honestidad tenía sentido como factor clave en la cohesión social, como cualidad que permitía la confianza en el otro, y por extensión, generaba la materia prima para que la convivencia armoniosa fuera posible y existiera un orden social. Las normas, que con el paso de las generaciones se convirtieron en leyes, arrancaron de ese principio. Esas mismas normas, escritas o no, que hoy día, vemos ninguneadas y vulneradas de manera frecuente. 

 
La mentira, la ambición desmedida, el egoísmo (ahora sí, en su más pura faceta ególatra),... están a la orden del día. Pongan su televisor a la hora del telediario, cojan un periódico generalista cualquiera y miren la portada, abran internet en su sección de noticias,... "Deseamos lo que vemos, Clarice", decía Hannibal Lecter a su discípula ("El silencio de los corderos"), y de ahí arranca mi temor. Si no existen muestras explícitas de honestidad en las atalayas públicas, ni en los mass media, ni en las omnipresentes redes sociales... Si no se dignifica este valor ni se muestra el mérito de esta cualidad en ningún foro público, ¿cómo va a llamar la atención de las mentes en crecimiento?

Sigmund Freud tiene una frase que me viene como anillo al dedo: «Durante toda mi vida me he empeñado en ser honrado y en cumplir con mis obligaciones. No sé por qué lo he hecho». Si se me permite la irreverencia, podría contestarle a esa pregunta: Por que es útil, aunque quizá no tenga la utilidad pragmática que se estila.


Ser honesto sirve para no perder el norte y conseguir centrarnos en la realidad. Para afianzar nuestra fialutía, sembrando la confianza necesaria para promover relaciones sociales competentes que permitan el brote de relaciones humanas gratificantes. Ser honesto sirve, como siempre ha dicho mi padre, para poder dormir con la conciencia tranquila. Aún a riesgo de ponerme intenso, les diría que, en última instancia, la honestidad nos ofrece ese margen que necesitamos no perder la esperanza en la especie humana.

jueves, 1 de noviembre de 2018

CITA: El PIB lo mide todo, excepto lo que hace que merezca la pena vivir (Robert Kennedy)


"Nuestro PIB tiene en cuenta, en sus cálculos, la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que logran irrumpir en ellos.

Conlleva la destrucción de nuestros bosques de secuoyas y sus sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Incluye la producción de napalm, armas nucleares y vehículos blindados que utiliza nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano. Recoge los programas de televisión que ensalzan la violencia con el fin de vender juguetes a los niños.


En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios.No se preocupa de evaluar la calidad de nuestros debates políticos ni la integridad de nuestros representantes. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra compasión ni de la dedicación a nuestro país.

En una palabra, el PIB lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida".

Robert Kennedy, 18 Marzo 1968
Discurso campaña presidencial,

jueves, 18 de octubre de 2018

40#. El malestar en nuestra cultura, o la sigilosa perversión de los valores sociales.

Leía, hace varios días, un artículo en prensa redactado por un médico de atención primaria. En una carta dirigida al director, comentaba que cada día ve a más de 40 pacientes, y sin embargo, usa el fonendoscopio en solo tres o cuatro ocasiones cada jornada. La atención individual se inicia como una consulta médica, pero no tardan en aparecer indicadores como dolor de cabeza, pérdida apetito, irritabilidad, cansancio, dolor de espalda,... Son síntomas o síndromes relacionados con la ansiedad, con la tristeza, con el aislamiento, con la baja autoestima, con la insatisfacción en la vida. "No dispongo de pastillas para esas dolencias", concluye el facultativo. En su opinión, deberían de existir más profesionales que ayuden a aceptar la realidad, la sociedad en que vivimos, para tratar de encajar mejor en ella, para evitar que genere tantos desmanes psicológicos en los ciudadanos.


Esta insidiosa epidemia es real. La incidencia de los trastornos mentales se ha disparado en las sociedades del llamado primer mundo. En cincuenta años, los casos de depresión se ha multiplicado por diez, y los ansiedad le siguen de cerca. La cuestión es que, observando el tipo de sociedad en que vivimos, ¿a alguien le extraña esta progresión patológica?

El flamante premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales de este año nos ofrece una pista acertada. Michael J. Sandel tiene claro que hemos pasado de una economía de mercado a una sociedad de mercado. Hemos permitido que las normas que rigen la actividad productiva de los mercados empezaran a impregnar la dinámicas sociales, permitiendo así que, paulatinamente, los valores mercantiles colonizaran todos los aspectos de la actividad humana. Este hecho, lejos de ser inocuo, supone un elevado coste social, comunitario e individual. Y cuando digo individual, me refiero al individuo como persona y ser humano.

Que los principios de los mercados hayan penetrado en el ADN de la convivencia social explica en gran medida el proceso de erosión social. Consumismo e individualismo han ido deshilachando la frágil materia que nos permite sentirnos parte de un grupo o una comunidad. Muchos de los valores personales en los que se criaron, sin ir más lejos, la generación de nuestros padres, actualmente son ninguneados, incluso desacreditados, por ese ente inaprensible que denominan mercado. Sus tentáculos mercantilistas han ido infiltrándose hasta alcanzar los cimientos sociales, deteriorando el sentido de ciudadanía y el compromiso con el bien común. 


Para colmo, la linea de defensa que supuestamente debería estar emplazada en el Estado se muestra inoperante. Los gobiernos, las administraciones e instituciones que deberían velar por nosotros, tampoco responden ni defienden los derechos de la colectividad que les da sentido. Me resulta difícil determinar en que momento de este proceso colonizador, silencioso e insidioso, fuimos abandonados.

Los que deberían ser nuestros principales valedores, la clase política, se dedica al menudeo de ideales rastreros, al trapicheo de baratijas legislativas, reduciendo su actividad a criticar al opuesto y hacer reproches, como críos en una pelea de recreo. Parecen haber despreciado aspectos esenciales como legislar las cuestiones relevantes, ni siquiera en debatir sobre temas trascendentales para la ciudadanía. Con todo y con eso, lo más imperdonable es que se hayan convertido en uno de los máximos exponentes de la deshonestidad y la corrupción.

La iglesia, por mencionar otra arraigada institución, destapa decenas, centenares, miles de casos de pederastia en su seno. La entidad que más debería velar por la integridad (la física y la moral) de la sociedad, permite que muchos de sus miembros hayan destrozado las vidas de los más vulnerables, los niños. Cuando se descubren los casos, su reacción es ¿expulsar a algún párroco o cambiar de diócesis a algún obispo pederasta?

Una muestra supina de esta desprotección, un ejemplo que me parece miserable, es que empresas de apuestas y juego se publiciten en medios de comunicación masivos, en horario de máxima audiencia, sin cortapisa ninguna. Personajes públicos, algunos de ellos futbolistas y atletas de prestigio, ídolos de críos y jóvenes, se permiten protagonizar spots comerciales incitando al juego en casas de apuestas, desentendiéndose del poder que tienen para enganchar al colectivo más vulnerable, ignorando (o queriendo ignorar) cómo la ludopatía puede arruinar la vida de cualquier persona. ¿Ninguna institución pública se siente concernida por este hecho?

Sin darnos cuenta, cada vez nos acercamos más a la sociedad que dibujaba la película Matrix. Va a resultar premonitoria aquella escena en que aparecían extensiones inmensas de vainas, cada una de las cuales contenían a un ser humano. Allí dentro se criaban (se mantenían sus constantes vitales, quiero decir) conectados a la matriz, en donde vivían una falsa realidad. El beneficio que obtenía la máquina de ellos era su energía, la electricidad basal que generaba cada cuerpo humano.


Salvando las diferencias, igual les suena familiar la sensación que tengo de estar acosado constantemente por el puñetero mercado, en todas sus expresiones comerciales (operadoras telefonía, empresas de energía, bancos, etc.). Todos ellos con el único interés de sacarnos el mayor provecho económico, legal o alegalmente, mientras nos engatusan con la falacia del estado del bienestar, el progreso y el crecimiento. Internet, televisión, redes sociales... nos acomodan, apoltronan, entretienen y abducen para sesgar nuestra conciencia de lo que sucede en realidad, distrayéndonos de lo que en verdad está en juego.

En este estado de cosas, ¿realmente a alguien le extraña esa merma de equilibrio emocional que sufrimos? Las patologías que denunciaba aquel facultativo no solo son innegables, sino que la epidemia de malestar sigue expandiéndose. No se trata de un resultado anómalo; es la consecuencia natural de esta perversión.

Ya nos avisaban aquellos sabios galos: "Están locos estos romanos".

lunes, 1 de octubre de 2018

CITA: Todos sufrimos dolores que tratamos de disimular (Jorge Schubert).


—¿Usted sabe cómo me siento yo?
—Yo lo veo bien.
—Gracias, pero eso habla de usted, no de mí.
—Qué, ¿se siente mal?
—¿Usted sabe que tengo una enfermedad terminal y que me voy a morir?
—No, no me lo dijo.
—Y sabe que mientras estuve hablando con usted sentí dolores que pude disimular.
—¿En serio?
—Sí, en serio. ¿Cómo cree que me siento?
—Discúlpeme, no sabía.
—No importa, no se disculpe, simplemente dígame cómo cree que me siento.
—Supongo que mal. No sé.
—¿Usted cómo se sentiría?
—Supongo que mal.
—Pues yo me siento muy bien.
—¿En serio?
—Sí, en serio. Sin embargo si tuviera que guiarme por lo que usted piensa, debería sentirme mal, aunque si me guiara por lo que usted sintió antes, debería sentirme bien. ¿Cómo me siento entonces?


—Lamento lo que está viviendo, pero es muy interesante su razonamiento.
—No es un razonamiento. Es un sentimiento. Es lo que siento y no lo que pienso quien me dice cómo estoy, ¿comprende?
—Creo que sí.
—Por eso es fundamental reconectar con el ideal, porque ese ideal es el norte. Cuando sabemos a dónde vamos, también sabemos dónde estamos, ¿comprende? Mire, yo pude ver en este tiempo que mis reacciones en general son las mismas, pero la gran diferencia es que ya no las defiendo. No importa que yo actúe así, lo importante es que ya no creo en ciertas formas. Puedo enojarme, por ejemplo, pero ya no creo en el enojo, porque el enojo no me conduce a mi ideal. Entonces no lo alimento. No sigo buscando argumentos que alimenten el enojo, por lo tanto es tan solo eso: una reacción, pero no una forma de vida.


—Y ¿cuál es ese ideal? Porque cada quién tiene su propio ideal.
—Ese es el gran secreto. No confundir el ideal con el deseo. El ideal es un estado, y el deseo es un destino. Uno es interno, y el otro es externo. Ese es el camino que yo confundí.
...
—¿Es verdad que tiene una enfermedad terminal?
—Todos tenemos una enfermedad terminal, y todos nos vamos a morir. También es verdad que todos sufrimos dolores que tratamos de disimular.


"Morir a tiempo" (2012)
Jorge Schubert

viernes, 14 de septiembre de 2018

39#. Valores personales, esas necesarias vitaminas para el ánimo.

Imagina que frente a ti hay un cubo de basura. Está lleno de inmundicias, restos y desperdicios nauseabundos, de esos que no soportas. Si te digo que metas la mano hasta el fondo: ¿Lo harías?
Me aventuraría a anticipar que la respuesta sería un no rotundo.

¿Y si te digo que en el fondo del cubo hay un cofre donde está lo que más ansías en este momento? (Estamos hablando de algo que necesitas realmente, que puede ser amor, trabajo, reconocimiento, familia, autoestima,...). Supongo que en este caso, al menos, te lo pensarías. De hecho, si realmente necesito lo que contiene ese cofre, yo apostaría por que lo haría. Más tarde que temprano, a disgusto, con variadas expresiones de asco y desagrado,... pero metería la mano. 
 

Esta metáfora me parece bastante ilustrativa del papel que juegan los valores personales en la vida, de aquello que para nosotros tiene sentido y dota de significado a nuestra existencia.

Los valores son nuestras guías de vida. Un valor personal es un criterio que nos orienta en nuestro camino, al considerarlo como una cualidad deseable. Un fin hacia el que tender, que quizá nunca alcancemos, pero nos inspira, y sobre todo, nos hace sentirnos bien con nosotros mismos. Entroncan con el concepto aristotélico de la vida buena, una vida significativa, y tienen que ver más con la gratificación (puesta en práctica de nuestras potencialidades) que con el placer (satisfacción de nuestros deseos)
 

Cuando el cubo está vacío, cuando no tenemos conflictos ni dificultades en la vida, meter la mano es una decisión tan simple como pestañear. De hecho, creo que ni siquiera se podría denominar decisión, porque realmente hay poco que valorar para tomar tal elección. Pero todos sabemos que la existencia viene definida por el cambio, está en continua evolución, y además, ese devenir, en más ocasiones de las que quisiéramos, se torna imprevisible. La vida no siempre es fácil, y es en estas situaciones, cuando hemos de enfrentarnos a la adversidad, el momento en que los valores nos ayudan a mantenernos, nos aportan las vitaminas suplementarias para afrontar con la mayor entereza posible dicha situación.

Si algo merece la pena para nosotros, nos esforzaremos, soportaremos (incluso sufriremos) lo necesario para lograrlo. Y para este propósito es para lo que debemos prepararnos en la vida. Hemos de entrenarnos para enfrentar las eventualidades o infortunios, no para tratar de evitarlos. Entre otras cosas, porque en infinidad de ocasiones, serán imposible de eludir.


En este sentido, lo que nos arma, lo que nos permite soportar las contrariedades y fatigas es saber por qué lo hacemos. Ser conscientes de que sufrir y aguantar tiene un sentido, algo que nos merece la pena. Y nos merece la pena a nosotros, no a otros.

Ese es el motivo por el que una madre en el campo de refugiados renuncia a su comida para dársela a sus hijos, por el que las personas aguantan a un jefe intratable o una condiciones laborales infames, o por el que el héroe de cualquier historia afronta penalidades y calamidades. Ya sea Frodo y el anillo de poder, ya sea el Quijote a lo largo de todas sus tribulaciones, ya sea Marco aventurándose desde los Apeninos a los Andes. Todos ellos afrontan padecimientos y sinsabores para lograr algo que les es valioso: Marco por estar con su madre, Frodo por luchar contra el mal, Quijano por ser un caballero andante. 
 

Al realizar este ejercicio voluntad me estoy autoafirmando, me defino (y a le vez me diferencio de otros), siendo honesto conmigo mismo. El resultado es que, al poner en marcha estos recursos personales, estoy aprendiendo y creciendo como persona; en definitiva, estoy siendo (más) yo mismo.

lunes, 18 de junio de 2018

38#. Saber saborear, o la ciencia del disfrute.


El viaje real de descubrimiento no consiste en visitar paisajes nuevos, sino en mirar con distintos ojos. Marcel Proust nos advertía así de la pertinencia de redescubrir nuestra manera de entender las cosas. Su propuesta no abriga necesariamente un cambio radical en nuestra vida, pero si substancial: Interesarnos en aprovechar y sacarle partido a lo que tenemos para disfrutar de ello en toda su extensión. No se trata de condenar el interés por obtener lo que deseamos, sino exorcizar esa falta de atención que habitualmente dispensamos a aquello de lo que disponemos. Si no somos conscientes de lo que tenemos, no podemos valorarlo, por tanto, tampoco podemos disfrutarlo en toda su amplitud.




Es frecuente que demos por sentado que tener algo es disfrutarlo, pero este proceso no es tan automático. Disponer del sentido del gusto significa poder probar y percibir cosas, pero esto no es sinónimo de que sea capaz de deleitarme con ellas.

Sucede algo parecido a la primera vez que se realiza una inmersión marina. Desde fuera el mar se nos ofrece el mar en toda su vastedad, pero hasta que no nos sumergimos no empezamos a ver otras cosas, otros detalles, sus peculiaridades, desde peces a formaciones rocosas, plantas marinas, organismos minúsculos en suspensión, etc. Lo que me pareció más curioso de esta experiencia es que a medida que iba profundizando iba descubriendo elementos que no podía divisar solo unos metros más arriba: una bandada de peces, una inmensa barrera de coral, una medusa que casi me roza o un neumático semienterrado en la arena del fondo.

Para saborear y paladear las bondades que nos regale la vida requerimos de unos prerrequisitos, simples y básicos, como encontrarnos en la necesaria actitud de tranquilidad o dedicar toda nuestra atención a ese momento. A partir de aquí podemos incrementar ese disfrute ejercitando una serie de actitudes para las que todos estamos capacitados.




-Compártalo.- Coméntelo con otras personas, y hágalo con aquellas que puedan entender el valor de ese momento. Sentirnos escuchados es una señal de reconocimiento que nos valida como seres humanos, pero poder compartir cosas que nos entusiasman es algo que genera una comunicación única y especial. Hacerlo con personas que entienden esto genera una conexión intransferible y exclusiva con ellos.

-Consérvelo.- Almacénelo en su memoria. Guárdelo dentro de su cabeza y, sobre todo, manténgalo disponible para recuperarlo cuando lo necesite. Pueden usarlo para saber por qué hacen lo que hacen (cuál es el sentido de su vida), para compensar los malos momentos, para abrir la espita cuando la olla está a una presión tan alta que amenaza con explotar... No es la panacea ni les resolverá la vida, pero identificar esos momentos de la vida que nos hacen sentir plenos y re-crearlos en nuestra cabeza cuando lo necesitamos son un recurso extraordinario, sustancial, y además, gratuito. ¿Qué más pueden pedir?

-Apercíbase.- Agudice su percepción poniendo en práctica el paradigma de la conciencia plena. La atención comienza por la constatación de que la inconsciencia domina gran parte de la actividad humana. Al focalizar nuestra atención y concentrarnos en la situación que estemos saboreando nos vamos asentando en lo que estamos percibiendo. Al mantenernos en ese estado podemos ir descubriendo más detalles, otros elementos, otras peculiaridades, que logran hacernos profundizar en esa experiencia y ampliar nuestra percepción de ella.

-Ensimísmese. Aislarnos de nuestro entorno puede ser un inconveniente para según que tareas, pero en nuestro caso es más que recomendable, puesto que nos ayuda a concentrarnos. Es importante subrayar que enfrascarnos en la experiencia tiene más que ver con los que sentimos que con lo que pensamos. Se trata más de concentrarnos y sumirnos en nuestras percepciones, en el hecho que estamos experimentando, que en valorar o razonar (no hay que mejorarla, no debemos saber qué hacer ni cómo continuará,...).

Recuerden. Desde la lancha, cuando nos adentrábamos en el agua, solo podíamos contemplar el mar. Desde la superficie no se veía nada de su desmsurada riqueza. Pero estaba ahí. Solo había que descubrirlo y aprender a apreciarlo.


Estimados lectores y visitantes. Con esta refrescante y veraniega estampa les dejo durante los meses de verano. A principios de Septiembre me reincorporaré con fuerzas renovadas y nuevas entradas a este, su blog.

Disfruten y saboreen todo lo que puedan!