lunes, 30 de junio de 2025

98#. El SLS no es una enfermedad psiquiátrica; es una enfermedad social


Uno de los últimos síndromes en emerger dentro del ámbito social, y de la salud, en particular, es el denominado SLS. Un diagnóstico que no encontrarán en el DSM (que sería el manual psicológico de trastornos mentales) ni en la CIE (su homólog en psiquiatría), y podrían pensar que por su novedad, pero no es así. No existe técnicamente por que en realidad es algo más que un trastorno.

En realidad, es una conscuencia que arranca desde el advenimeinto de la industrialización. Los profesionales que trabajamos en el área ya lo conocíamos desde hace tiempo, y la denominación que usábamos es exactamente la misma que en ingles: El síndrome de llevar una vida de mierda (Shit-Life Syndrome).




Encontramos las consultas del area de salud y la intervención social atestadas de pacientes con malestares psicológicos, que en su inmensa mayoría son etiquetados como síndrome ansioso-depresivo, el clásico cajón de sastre del que no es posible extraer mucha información ni explicación sobre su causa. Es la ansiedad, es la depresión, es el insomnio, etc. que en no pocas ocasiones son puerta de entrada a conductas adictivas, trastornos de la conducta alimentaria (las antiguas bulimia y anorexia), trastornos traumático del desarrollo, etc.

Estamos hablando de personas cuyas vidas son tan duras, tan marcadas por el desempleo, por la precariedad, por la violencia, por estigmatización, que estos trastornos son lo mínimo que pueden presentar. Pero estos trastornos no son el problema; solo son los indicadores de un sufrimiento mucho más profundo.

Y sin embargo, lo normal es que se reduzca a una etiqueta psiquiátrica. Se les asigne un epigrafe médico que permite prescribir la medicación correspondiente, y hasta la siguiente cita, que en algunas ocasiones nunca llega por el mero hastío del individuo. El sistema resuelve la papeleta con una receta médica, pero eso no es solucionar el problema: es eludirlo.




No se resuelve por que no estamos hablando de un problema individual sino social. No es una enfermedad psiquiátrica; es una enfermedad social. No necesitan antidepresivos; necesitan una vida mejor.

Unas condiciones de vida adversas, como la pobreza crónica, desempleo, violencia doméstica, abuso infantil, discriminación, aislamiento social,… sostenidas a lo largo del tiempo generan déficits serios, psíquicos y físicos. Si la administración solo responde con parches, con soluciones limitadas y puntuales, ese estado se cronifica. Aparece entonces la desesperanza, auqella indefensión aprendida que ya acuñó Seligman: la percepción de que ningún esfuerzo que haga servirá para cambiar el estado de cosas y que el futuro será una lamentable repetición del presente. No debería extrañarnos, en estas circunstancias, que los individuos traten de escapar de esa demoledora realidad, anéstesiándose, derpimiéndose, evitando pensar en el presente y en el futuro, desconfiando del sistema, y por extensión de los demás. Llegando finalmente a la conclusión de que resignarse duele menos que esperar una vida mejor.

El principal riesgo es que se defina este sindrome como una patología individual, en vez de lo que realmente es, un sufrimiento estructural, que por tanto, solo abordándolo contextualmente podrá paliarse (por que hablar de resolverlo sería de un optimismo pueril). Si no se integran políticas sociales, económicas, terapeúticas,... nada cambiará.




E insisto en este punto, por que se denomine de forma vulgar (shit-life syndrom) o se la etiquete con un eufemismo (población en riesgo social o similares), lo importante es que llegue a nuestras conciencias, y que llegue como lo que es un problema social, no individual. para ello hay que empezar por nombrar lo innombrable, definirlo para poder diseñar posibles soluciones.

sábado, 31 de mayo de 2025

97#. El amor propio no es autoconvencernos de nuestra valía

Pocos temas se prestan tanto a ser pasto de la autoayuda como este, y seguramente lo habrán escuchado en más de una ocasión. La imagen que me viene a la cabeza cada vez que escucho el concepto de amor propio es la de un individuo frente al espejo de su cuarto de baño repitiéndose machaconamente "tú vales mucho", "tú te lo mereces" o frases trilladas  similares.





Pero no. Este ejercicio, como mucho, alimenta el ego, que estaría en las antípodas del amor propio. Por otro lado, tampoco sería exactamente quererse a sí mismo, acto que nunca he entendido muy bien cómo se practica, pero tiene un sospechoso parecido con la adulación (autoadulación en este caso); esto es, decirnos aquello que nos agrada pero sin basarnos en nada más sólido.

El amor propio cobra su sentido más real cuando uno establece una relación profunda consigo mismo, lo que implica aludir a un concepto que no suele destacar cuando hablamos de esta cuestión: la compasión.

Lejos del aserveramiento de un mantra o ejercicios de autoconvencimiento varios, el amor a uno mismo se ha de basar en una mirada bondadosa a nuestro interior, a esa particular y única constitución bio-psico-social que somos cada uno de nosotros. Y es así, por que a diferencia del ego (vanidoso) o la autoestima (cognitiva), convertimos el juicio crítico e inquisitivo que hacemos de nosotros mismos en una valoración templada e indulgente.

Esta compasión es el filtro determinante para explorarnos por dentro con garantías, para poder entender nuestros pensamientos, sentimientos y comportamientos; para comprender cómo nos afectan y cómo afectan a los demás. Pero partiendo de lo que son stricto sensu: los pilares de la arquitectura de nuestra personalidad, que no han de ser perfectos pero de cuya calidad debemos ocuparnos.

A partir de aquí podemos aceptarnos a nosotros mismos, con nuestras virtudes y defectos, rarezas (que todos tenemos) y particularidades, sin darle más importancia de la que tienen. Es esta compasión la que nos habilita para tratarnos con amabilidad, comprensión y paciencia, especialmente cuando cometemos errores o nos enfrentamos a desafíos. Y también es esta compasión la que promueve que prioricemos nuestro bienestar físico, emocional y mental, tomando las medidas pertinentes para mantenerlos, puesto que constituyen la base de nuestra salud mental.




De esta manera llegamos al último escalón de nuestro autoconocimiento, el que nos abre la puerta a la autenticidad. Ser así y aceptarnos como somos nos permite ser fieles a nosotros mismos, sin pretender ser alguien que no somos ni sentirnos presionados por comparaciones externas.

El amor propio no va de inflar tu ego o ni de tener una visión positiva, pero distorsionada, de uno mismo. Va de cultivar una relación saludable y compasiva con la persona más importante de nuestra vida, que por otro lado no deja de ser la base de nuestra salud mental

No evitará el sufrimiento ni nos librará de las dificultades de la vida, pero nos ayudará a afrontarlos de una manera más saludable y constructiva. Y esto, en los tiempos que corren , no es poca cosa. 




miércoles, 30 de abril de 2025

96#. La salud mental empieza por el apego

 

Comentaba en el post anterior que es importante seguir unos hábitos saludables a la hora de acercarnos a las redes sociales, así como que algunos de los usuarios más dependientes de ellas ya vienen con alguna "tara de fábrica". 



En realidad, con esta perífrasis me refería a la vulnerabilidad psicológica que tenemos cada uno de nosotros (y de la que se aprovechan las redes sociales). No se nace necesariamente con un perfil adicto, pero sí que esta predisposición de la persona se empieza a conformar desde muy temprano; prácticamente desde nuestro nacimiento. De hecho, la variable más decisiva en la ecuación de nuestras vidas, y en concreto, en la construcción de una personalidad sana y estable, no es otra que el vínculo de apego.

Si ya hablábamos de este vínculo en un post anterior (https://elanimalconsentido.blogspot.com/2023/03/las-personas-no-somos-unidad-somos.html), me parece interesante profundizar en él; en particular en esa vulnerabilidades que pueden poner en jaque nuestra salud mental, puesto que del estilo de apego que hayamos desarrollado desde la infancia (por que nunca dejamos de desarrollar este vínculo) depende nuestra estabilidad y fortaleza emocional.

Y es que el apego seguro es un superpoder. No es una garantía (no existe ninguna en la vida) pero es un factor protector determinante, puesto que gracias a la atención de sus cuidadores (padres y madres generalmente, aunque no únicamente), los menores que han podido desarrollarlo crecen confiados y seguros. La experiencia de disponibilidad del adulto así como la atención recibida, y con esto me refiero a saber que vamos a tener conexión con él/ella, que nos va a ayudar, que tenemos su reconocimiento y complicidad, genera en el menor el sentimiento de seguridad y confianza. De forma que estas experiencias, repetidas a los largo de los años, enseñarán al infante a confiar, a esperar.

Pero los niños/as que no tienen este tipo de apego (la mayoría, por cierto) por que no han tenido siempre la atención ni disponibilidad que necesitaban de sus cuidadores, o esta ha sido irregular (a veces sí, a veces no), muestran apegos evitativos/distantes, o ansisoso/ambivalentes, o directamente desorganizados. En cualquiera de estos casos, muestran una mayor vulnerabilidad en competencias personales tan significativas como:



-Regulación emocional: Los estilos de apego seguros fomentan una mejor capacidad para manejar emociones y enfrentar el estrés, mientras que los estilos inseguros (evitativo, ambivalente o desorganizado) pueden dificultar la regulación emocional, aumentando la vulnerabilidad a trastornos como la ansiedad o la depresión.

-Relaciones interpersonales: El apego temprano moldea cómo nos relacionamos con los demás. Por ejemplo, un apego seguro facilita relaciones saludables y de apoyo, mientras que un apego inseguro puede generar patrones de dependencia, evitación o conflicto en las relaciones adultas.

-Resiliencia ante adversidades: Las personas con apego seguro suelen tener una mayor capacidad para adaptarse a situaciones difíciles, mientras que los estilos inseguros pueden limitar esta resiliencia, aumentando el riesgo de desarrollar problemas de salud mental.

-Impacto en la autoestima: Un apego seguro fomenta una autoestima sólida, mientras que los estilos inseguros pueden generar inseguridades y autocrítica excesiva, afectando la percepción de uno mismo.




En cualquier caso, es importante resaltar que esta base que crea el apego temprano no determina de manera absoluta la estabilidad de nuestra personalidad ni nuestra salud mental. Afortunadamente, las estrategias de apego son adaptativas y contextuales. Los patrones de conducta y pensamiento son moldeables, y experiencias posteriores como la búsqueda de relaciones significativas o el trabajo de introspección y autoconocimiento o, en casos más severos, terapias específicas modifican estos patrones y promueven un bienestar emocional más saludable.

Recuerden, siempre hay potencial para el cambio.

lunes, 31 de marzo de 2025

95#. Kit básico de promoción de la Salud Mental

La OMS anticipa que en el año 2030 (que eso, como quien dice, está ya a la vuelta de la esquina) la primera causa de discapacidad de las personas estará asociada a la salud mental.




Sin menoscabo de las ventajas de la redes sociales para entretener y conectar a personas con intereses comunes, que desde aquí generen conciencia y así convertirse en una poderosa fuerza promotora de cambios sociales (como sucede con el cambio climático, la justicia racial o LGTBQ+), me temo que los inconvenientes no son nada desdeñables.

Esa comodidad de poder conectarse de inmediato es determinante. En cualquier momento y lugar podemos acceder al espacio virtual (curioso oxímoron), desconectándonos a su vez de la realidad. El hecho de que en ese estado no existan las coordenadas espaciotemporales facilita enórmemente que se amplíe el tiempo que los usuarios le dedican. Añádanle a eso que la identidad digital que cada usuario se construye (al seleccionar los mensajes que escribe, al elegir los documentos que edita o las fotos que sube a la red) muestra una versión idealizada de nosotros mismos, y entenderán el poder adictivo de las redes sociales.

En esa identidad digital se proyecta una imagen personal más favorecedora y deseable, más atractiva. Por que... ¿a quien no le gustaría ser más alto, más interesante, más guapo,...? Pues eso que no podemos cambiar en el mundo real, sí que podemos hacerlo en el digital. En realidad, esa deseabilidad no es más que un medio para lograr algo esencial para nuestra autoestima: la validación de los demás, que nuestros semejantes nos acepten, o como diría el poeta, para que nos quieran.

Una vez probado ese veneno es difícil resistirse y muy fácil que el individuo busque más del dulce sabor de la validación. Se convierte en problema cuando esa búsqueda se transforma en una carrera constante (y estresante) por mantener y mejorar esa imagen; y se agrava cuando entra en juego la comparación con los otros, puesto que las vidas "perfectas" que muestran nuestros semejantes pueden generar con rapidez sentimientos lesivos para nuestro yo (envidia, inseguridad, baja autoestima, etc.)




No me cabe ninguna duda de que el abuso de las redes sociales dispara el malestar psicológico de sus usuarios, alguno de los cuales, ya traería de serie algún déficit psicológico. Y aunque, como dije antes, estas redes también pueden usarse para iniciativas beneficiosas*, estoy convencido de que dañan más que reparan. Llámenlo corazonada; llámenlo intuición; pero el dato de que son empresas privadas (esto es, entidades con ánimo de lucro) ya debería hacernos recelar.

De manera que si queremos mantener una salud mental lo más saludable posible deberíamos disponer de un kit de básico para promoción (y protección) de nuestra salud mental que incluiría, al menos, las siguientes herramientas (recomendaciones):  

-PRECAUCIÓN: Mantenga las redes sociales a distancia.- En realidad sería más drástico: repúdielas y expúlselas de su vida. Pero teniendo en cuenta la digitalización de la sociedad, tampoco se puede vivir de espaldas a su existencia. De manera que la actitud más razonable me parece la de manejarlas con precaución, como los delincuentes de las películas antiguas manejaban la nitroglicerina. No se trata de ponerse guantes de latex y mascarillas FP2, pero sí de ser conscientes de potencial de adicción que tienen, y por tanto, si hay que consumirlas, hacerlo con precaución. Úselas para informarse, para contactar con otros, quizá para entrar en algún debate, pero no caiga en la trampa de discutir y enganchase en su espiral de emociones malsanas.

En los Facebook Files (publicados por el Wall Street Journal), la empresa Meta mostraba los resultados de estudios y auditorías internas sobre su propio funcionamiento, indicando que las redes sociales pueden acentuar alguno problemas mentales. Muy cortos se quedan esas conclusiones.

-PENSAMIENTO CRÍTICO: Nunca deje de desarrollarlo.- No se trata de desconfiar de todo ni llevar su suspicacia al extremo, pero sí de no creerse nada que no tenga una base sólida. Mejor dicho, de darle validez a lago de manera proporcional a la credibilidad de los argumentos que la sostienen. Se trata solo de pensar para tener conciencia; de reflexionar.



-RELACIONES SOCIALES: No deje de relacionarse con otras personas en el mundo real.- Buscamos de manera natural el contacto con otros; está en nuestra naturaleza. Al relacionarnos con otros desarrollamos de forma natural capacidades que nos fortalecen psicológicamente: la empatía, sentimiento de conexión, autoestima (sentirnos validados por los demás), etc. Este es uno de los antídotos más poderosos contra el efecto pernicioso de las redes sociales, que, al fin y al cabo, no dejan de ser un sucedáneo de las relaciones sociales reales

Como decía el grupo REM en aquella canción, una imitación de la vida, que no solo desvía nuestra atención de problemas que hemos de afrontar, sino que nos hace creer que podemos vivir sin resolverlos.


*  El proyecto STOP ("Suicide prevenTion in sOcial Platforms"), dirigido desde la UPF Barcelona School of Management  analiza las redes buscando patrones comunes entre personas con tendencias suicidas, depresivas y trastornos de la conducta alimentaria. Gracias a la información recabada se elaboró una campaña dirigida a usuarios anónimos que encajaban en estos perfiles. En estos casos, los usuarios podían ver anuncios con el Teléfono de la Esperanza o el Teléfono de Prevención del Suicidio, de apoyo emocional y gratuitos (activos 24/7). Se ejecutó durante 24 días y llegó a más de 660.000 personas de todo el territorio nacional, incrementando en más de un 60% el número de llamadas al Teléfono de la Esperanza provenientes de redes sociales, donde encontraron una ayuda que difícilmente hubieran podido obtener de otra manera


viernes, 28 de febrero de 2025

La desinformación es el veneno que mata la democracia

La desinformación, palabro de reciente cuño pero que se está convirtiendo en uno de los términos más usados en internet, se intuye malsano (quizá por las connotaciones negativas que suele tener el prefijo des-) pero no necesariamente nocivo, ni mucho menos catastrófico. Pero, fíjense, que estoy convencido de que es la piedra de toque que nos ha llevado a que, actualmente, el orden mundial esté patas arriba.




A partir del momento en que la información que un individuo recibe se puede segmentar, y esto es lo que sucede cuando la obtenemos del vasto universo de internet, el camino de la información se desdobla, abriéndosenos una nueva vía a la derecha.

Nadie obliga a nadie a tomarla, pero resulta que ese desvío no tiene mala pinta. De hecho es una alternativa bastante tentadora. En primer lugar, por ser de tan cómodo ingreso (si dispones de acceso a internet, ya se encargan las redes sociales y entes similares de hacerte fácil fácil la entrada), y en segundo lugar, por ser más atractiva (la cercanía emocional del formato de tú a tú supera con creces el vínculo que se puede crear con la lectura de noticias o el presentador de televisión clásicos). A esto habría que añadir, en algunos casos, la recompensante sensación de estar descubriendo un atajo, que encima parece más placentero y novedoso (explicado por el famoso sesgo de confirmación).

Mientras que la carretera convencional por la que circulamos es fiable y está verificada, la maravillosa autovía que se nos abre no ofrece ninguna prueba sobre su validez y confiabilidad. De hecho, nadie nos ha dicho que es esta vía tendrá un coste; un pago que realizaremos a cambio de permitirles que nos manipulen.




Pues esa es la autovía de la desinformación, entendida como la difusión de contenidos (datos, hechos, ideas,...) falsos o engañosos, compartidos deliberadamente y con la intención de engañar o confundir a los receptores.

En un mundo lleno, repleto, incluso desbordado, de información, es fundamental tener un mínimo de pensamiento crítico, para entender y utilizar los medios de manera efectiva. Aquí cobra todo su sentido el concepto de alfabetización mediática, que como pueden intuir, es la capacidad de crear y evaluar contenidos en los distintos medios de comunicación. Presupone identificar las fuentes de información fiables y objetivas así como valorar la credibilidad de la información concreta que estemos tratando.

Pero es más frecuente de lo que quisiera que no seamos conscientes de la diferencia entre información y opinión. La primera aporta contenidos objetivos, más o menos precisos, y sobre todo, verificables; ni que decir tiene que excluye juicios de valor o interpretaciones personales, puesto que su intención es la de describir la realidad de la manera más veraz posible. La opinión, sin embargo, incluye sobre todo, la valoración de los contenidos por parte del autor. Es una interpretación subjetiva, pero suele presentarse de manera que parece ser veraz y confiable, lo que la hace más difícil de detectar, pero ¡ojo!, no es información.

El problema sobreviene cuando creemos que estamos adquiriendo información y lo que nos están vendiendo es opinión.




Si el proyectil de la opinión lo cargamos en el arma de las redes sociales, encontramos el mecanismo perfecto para la disparar la desinformación. Puesto que las redes sociales son asequibles, accesibles, entretenidas y, además, gratuitas. Nada ni nadie nos asegura que la información que nos provean sea cierta o esté, al menos, contrastada, y si las usamos sin capacidad crítica, estamos internándonos en el ecosistema ideal en que prosperan narrativas populistas. Muy parecidas a la realidad, pero están sesgadas, cargadas de la retorcida intención de cambiar nuestra percepción del mundo y la sociedad, por sutilmente que lo hagan.

Y así hemos llegado al punto en que nos hallamos. Los líderes autoritarios no solo se están organizando para convencernos con sus fake news, sino que lo están consiguiendo. Ya estamos viendo la arbitrariedad con que están actuando los populistas más poderosos. Inmiscuyéndose en la política de otros países (para sacar su propio beneficio), amenazando con anexionarse territorios con el único argumento de ser más fuerte, tergiversando descaradamente los hechos (Trump acusa a Ucrania de haber iniciado la guerra con Rusia). De hecho, hoy me he despertado con la noticia de que uno de los tipos más ricos del planeta, y propietario de un reputado medio de información (Washington Post), ha ordenado que en su periódico solo se hable de los temas que a él le interesan (las libertades personales y el libre mercado).

Comprobaremos que las soluciones rápidas y fáciles que proponen son injustas y desequilibradas. Pero sobre todo, descubriremos que los ciudadanos les votaron por entender que eran la mejor opción para defender los intereses públicos, cuando en realidad solo defienden un único interés: el suyo.

Va a ser que Nostradamus solo era un pensador enrevesado. Día tras días se nos confirma que el auténtico visionario y profeta era George Orwell.




jueves, 30 de enero de 2025

Malos tiempos para las democracias

 

El ascenso de los autoritarismos en los gobiernos europeos ya era ser más que preocupante hasta que las elecciones estadounidenses, país abanderado de la lucha por las libertades y derechos ciudadanos, además de defensor incondicional de la democracia como sistema político, ha señalado como presidente del país a un déspota.




Desde el fin de la segunda guerra mundial, el camino recorrido por las democracias occidentales para alcanzar estas conquistas sociales ha sido constante, aunque lento y accidentado. Formaba parte del espíritu de reconstrucción de la época, apostando por el progreso de la sociedad, con el que todos nos congratulábamos. Una aspiración legítima dirigida a alcanzar mayores cotas de bienestar, y en general, de humanidad.

Pero esta inspiración, desde hace años, parece estar dejando de serlo. Desde principios de este siglo podemos observar un serio deterioro, indicativo (me temo) de que hemos dejado de creer en aquel  magnánimo sueño. Y no puedo dejar de preguntarme... ¿por qué los ciudadanos han empezado a votar a déspotas y lideres autoritarios?

Quizá la principal causa, por obvia, sea la crisis económica. Que dicho sea de paso no debíamos denominarla "crisis", por que en realidad es un elemento constitutivo, forma parte del funcionamiento del sistema económico capitalista, pero es innegable su relevancia. Las dificultades económicas además de las desigualdades sociales y falta de oportunidades, han generado un creciente descontento social que provoca el descreimiento en el sistema democrático si este no sirve para mejorar sus condiciones básicas de vida.

La inmigración, y la interpretación como amenaza por parte de las comunidades acogedoras, sería otra causa sustancial. El temor a la disolución de identidad no aparece tan central cómo la inseguridad y pérdida de recursos que supone la llegada de inmigrantes.

Pero por otra parte, la polarización política, que presupone denostar la característica fundacional de cualquier democracia (que no es otra el diálogo, el entendimiento, la negociación, alcanzar acuerdos...) se traslada a los individuos. Jaleados y enardecidos por los propios políticos, empiezan a ser usados como tropas de infantería en el frente, generando una crispación social que aboca al enfrentamiento ideológico descarnado entre ciudadanos.

Esta ficha del dominó que cae tumba a la siguiente. El debilitamiento de las instituciones democráticas, que se muestran inoperantes (en el mejor de los casos), origina una creciente falta de confianza de la ciudadanía en los partidos políticos y parlamentos, y junto con ellos, también en la credibilidad de los medios de comunicación tradicionales. El resultado es una erosión inédita en la legitimidad de la democracia.

Seguro que hay más factores a valorar, y no soy experto ni entiendo demasiado de geopolítica, pero tengo ojos y cierta capacidad crítica. Al menos la suficiente para ser capaz de observar estos indicios y ser capaz de elaborar una hipótesis sólida: nuestras democracias están al borde del precipicio.




Por que todos estos ingredientes conforman el caldo de cultivo propicio para que líderes políticos populistas logren relevancia y apoyo social. Proponiendo soluciones simples y rápidas, convencen al electorado en base a esa necesidad de orden y seguridad que todos tenemos, pero que todos sabemos que no son soluciones factibles. Quizá basados en la misma esperanza que tenemos cuando compramos un décimo de lotería, prefieren votar un cambio, aunque se pueda anticipar que no va a ser la panacea (ni mucho menos).

Llegamos, pues, al insidioso nacimiento de los populismos que mencioné al principio. Proponiendo argumentos racistas y xenófobos, resaltando el amor patrio o nacionalismos, empiezan a copar el poder para centralizarlo. 



¿Qué esperar a partir de aquí? Pues siguiendo el (inexorable) axioma de que la historia se repite, veremos como se resentirá el estado de derecho y agonizarán las democracias. La corrupción y el nepotismo aumentarán y no será precisamente para reducir las desigualdades sociales o cubrir las carencias de la población.

La falta de mecanismos de control, por que libertad de prensa y de expresión se verán seriamente restringida, incidirá directamente en la supresión de la oposición política y manipulación de elecciones, con lo que finalmente, tendrán el camino expedito para desarticular los derechos y libertades individuales y sociales conquistadas.

Este crecimiento de los autoritarismos sería menos inquietante si su peso no fuera excesivo. Pero, héteme aquí que llegan las elecciones americanas y la Casa Blanca cae en manos de un populista.

De golpe y porrazo, un delincuente se alza con el poder de EEUU, y su adversaria, fiscal del Estado de profesión, pierde las elecciones. 

Derrota por KO.

Capone gana a Elliot Ness. 

Sin más, Superman se nos ha convertido en Lex Luthor.  

martes, 31 de diciembre de 2024

La desnaturalización de la Navidad


Hace años nació el consumismo, hijo predilecto del sistema capitalista liberal, que fue creciendo, poco a poco, hasta convertirse en la principal amenaza para la vocación religiosa de la Navidad. Ese niño empezó a tragar y tragar, a devorar, año tras año, la costumbre de regalar e intercambiar presentes en Navidad, hasta convertirse en el Gargantúa de esta tradición.

No sospechábamos, en aquella ingenua época, que la cosa se complicaría más. Me refiero a que la irrupción, pero sobretodo, el crecimiento exponencial de las redes sociales está desnaturalizando el espíritu de la Navidad gracias a su agente más nocivo: la publicidad y el marketing.

Vivimos en una era digital, en la que la publicidad ya es, fundamentalmente, también digital. Los actuales gigantes tecnológicos, y en particular, las omnipresentes redes sociales (Facebook, Instagram, Tik Tok, etc.) en un principio no tuvieron muy claro cual sería su modelo de negocio. A Google, que estuvo en el mismo caso y llegó antes de ellas, le fue bien con la publicidad, así que la mencionadas no se quebraron demasiado la cabeza y decidieron seguir la misma senda.




Esta tendencia empieza a convertirse en un problema cuando la publicidad se segmenta y personaliza, puesto que influye más en el individuo, que ajeno a esta estrategia, no deja de ser bombardeado con anuncios cada vez más efectivamente dirigidos a él.

El resultado es una desnaturalización de la Navidad. Por un lado, sigue incrementándose el consumismo (que ya nos parecía excesivo años atrás), que conlleva la no menos perniciosa promoción de una mentalidad materialista: dada la constante exposición a anuncios de productos y ofertas, el valor de la Navidad termina por medirse en función de la cantidad y calidad de los regalos, invitaciones y favores recibidos. A su vez, las publicaciones, sean publicitarias o sean de otros usuarios, generan una expectativa idealizada de cómo debe ser la Navidad. Consecuentemente, se genera un estrés por alcanzar esa supuesta felicidad navideña, que puede llevar a sentimientos de insuficiencia, decepción, incluso ansiedad, lo que en definitiva no hace más que mermar nuestra salud mental.

No es solo el gasto excesivo, en cosas perfectamente prescindibles y a precios bien inflados. Es el relato, el ecosistema, que se ha creado respecto a la Navidad, en donde tenemos desde el histórico hay que ser felices por obligación, al no menos hay que hacer felices a los demás, al menos un ratito (el “siente usted a un pobre en su mesa” que inmortalizó Berlanga en su mñagnífica “Plácido”). Desde tengo que tener la casa perfecta (véase la moda de decorar de leds y lucecitas, de todo tipo de color y formas, por toda la fachada de la casa) a disfrutar de unas vacaciones en destinos desmesuradamente navideños, de la que se dará buena cuenta a través de fotos, videos y selfies en las rede sociales.




De manera que, este constante bombardeo de publicidad desvía la atención de esencia navideña, de lo que realmente siempre ha sido: un tiempo para compartir con la familia y amigos, que nos permita reflexionar sobre el verdadero espíritu de la Navidad.

El mayor temor de Facebook o Instagram o Twitter (me resisto a llamarlo X) no es tener que competir unas contra las otras. Su principal enemigo es que le dediquemos tiempo a nuestros amigos y familiares, es que invirtamos nuestro tiempo en nuestra vida, en nuestros intereses y metas. El mayor temor de la redes sociales es nuestro desapego; es que no les hagamos caso.




El tiempo dedicado a navegar por las redes sociales y ver anuncios reduce el tiempo de calidad que se pasa con los seres queridos, pero recuerden: ustedes tiene el poder. ¡Usénlo!


sábado, 30 de noviembre de 2024

¿Por qué demonios todo el mundo está tan enojado?

Supongo que esa irritación que se palpa en el ambiente no les será ajena. Me refiero a ese clima que no termina de definirse pero que se siente, y no precisamente para bien, que nos hace preguntarnos: ¿Qué está pasando? ¿Por qué todo el mundo está enojado?




En primer lugar, hay que aclarar que estamos hablando de una percepción, y con esto quiero incidir en el hecho de que no se puede afirmar positiva y categóricamente que todos los ciudadanos de este país estén enojados.

Pero si ahondamos un poco en las causas de este malestar (que ya anticipaba con acierto Freud), no podemos extrañarnos de que así sea. 

El primer motivo sería la desigualdad social: Cada vez más personas opinan que no tienen las misma oportunidades que otras, o piensan que la justicia social brilla por su ausencia (discriminación por raza, género, orientación sexual, o clase social,..) o que no tienen trabajo, o que lo tienen pero se sienten esclavizados y/o no les permite vivir de acuerdo a las expectativas que se habían hecho (en muchos casos quizá por que esas expectativas se han exagerado por encima de las posibilidades reales). 

El problema es que esta desigualdad es inherente al sistema neoliberal en que vivimos, de la misma manera que la represión de los instintos individuales lo era en el "Malestar en la cultura", y además se generaliza a todos los ámbitos (económico, social, jurídico,...). El ascensor social que equilibró la balanza en los albores e inicio de la democracia se ha roto. La ciudadanía percibe que el sistema no les apoya y que por muchas políticas gubernamentales que se prometan, dicten y ejecuten, los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez son más pobres. Y todo esto, sin mencionar el riesgo palpable de perder los derechos y libertades, avances culturales y sociales conquistados hasta ahora.




Todo esto genera un sentimiento de impotencia, de falta de control sobre nuestras propias vidas y entorno cercano; y si hay algo que el ser humano lleva mal es la incertidumbre sobre cuestiones vitales. La consecuencia es un estrés que genera irritación, enfado e ira.

Sin embargo, lo que no recuerdo que viera venir el bueno de Freud fue el factor mass media. Me refiero a que si a este malestar se le conectar el efecto amplificador que tienen los medios de comunicación, haciendo que cuestiones particulares resuenen a todas horas por todos lados, creando la sensación de que esa injusticia es global, la sensación de malestar crece de manera desproporcionada. 

Los medios de comunicación resaltan las novedades, las noticias; y de estas, las que más atraen la atención son las negativas, puesto que apelan directamente a nuestras emociones más básicas: el odio y el miedo. Comprobar esto es tan simple como echar un vistazo a cualquier telediario de cualquier canal de televisión de cualquier país desarrollado, y simplemente comparen el número de noticias negativas sobre el de noticias positivas: ganan por goleada.




Finalmente, el remate llega con la viene con la eclosión de las redes sociales. Una inmensa plaza pública, un ágora indefinida, en donde quien quiera puede opinar. Cualquier individuo puede decir lo que quiera de forma anónima, y amparados en el anonimato, se comparan constantemente con los demás, insultan impunemente a quien les parece, y reescriben la historia a su antojo. Pero dar rienda suelta a todas sus frustraciones y desengaños, no solo no no resuelve nada, sino que añade más leña al fuego. 

Pues bien, lejos de todos estos argumentos, hay un factor que pasa desapercibido pero que, en mi opinión, está a la base de todo: la atomización de la sociedad.

Me refiero a la fragmentación y aislamiento de los individuos dentro de su comunidad, en virtud de la cual las personas se sienten aisladas y desconectadas de sus iguales. Esta perdida de cohesión social promueve la sensación de soledad y desconexión, lo que a su vez provoca que sean más vulnerables y menos capaces de resolver las injusticias que perciben en su entorno. Henchidos de frustración, sin una red de apoyo ni la capacidad de unirse y organizarse para reclamar lo que necesitan, el individuo es presa fácil de discursos populistas, de encantadores de serpientes, comerciantes de pócimas mágicas, que prometen soluciones fáciles a problemas complejos. 




Llegamos, así, al momento actual, en donde vendedores de humo impensables en otra época, (como el mismo Trump en Estados Unidos) son votados en masa por individuos desesperados, sin saber que todo lo que les han prometido no son sino falacias para lograr hacerse con el poder.

Dios nos pille confesados! 

 

jueves, 31 de octubre de 2024

94#. Esa libertad de la que usted me habla

La palabra libertad, como tantos otros valores esenciales, ha ido sufriendo un deterioro progresivo con el paso del tiempo, que se ha convertido en alarmante en los últimos tiempos. Me refiero a ese término del que se han apropiado aquellos que detentan algún tipo de poder (económico, político, mediático, etc.), y usan para investirse del sagrado significado que tenía este concepto, para así proceder manipularlo, tergiversado, y acabar impunemente por prostituirlo.




Canciones populares, héroes históricos o legendarios, jefes aviesos, políticos populistas,... abusan, explotan y esquilman el término con total impunidad para lograr sus espureos objetivos, con tan despreocupada desfachatez que nos indica la nula conciencia que tienen del daño que infligen a este sacrosanto valor. Por que esa libertad de la que nos hablan se parece más al concepto de libertinaje, lo que en el caso de más de una figura gubernamental, convierte su propuesta política en pura demagogia.

En su sentido más popular, la libertad es la capacidad para ser dueños de nuestro comportamiento, sin ningún tipo de coerción, obligación o manipulación. Dicho esto, y en cuanto se termina de leer la frase, se concluye que esta libertad es, obviamente, imposible. No solo por los condicionantes biológicos a que estamos sujetos (no, no puedo ser libre como el viento, sencillamente por que el viento no lo es, aunque a los Chungitos se lo pareciera en aquella canción), sino también por las limitaciones personales que nos impone pertenecer en una comunidad, donde hay que convivir con otros iguales, y por tanto observar unas normas de comportamiento que permitan la interrelación y la libertad. Y ahora sí, hablamos de una libertad factible: la que es responsable, la que respeta la del otro; la máxima libertad posible que permita la convivencia equilibrada entre iguales.





Pero supongamos, como propone más de un demagogo/a, que alguien consiguiera ser completamente libre (sea lo que sea que signifique eso). Llevado a sus último extremo, ¿estamos seguros de las consecuencias que tendría a largo plazo? Entiendo que ese individuo no tendría que deberse a nada ni a nadie, no estaría sometido a ninguna ley, podría hacer lo que le viniera en gana,… En principio podría parecer el retiro dorado de un recién jubilado, y durante los primeros días o semanas no les digo yo que no tuviera su encanto. Pero pasados los meses, transcurridos los años, sintiéndose descarada, absoluta y omnipotentemente libre, ¿qué habría conseguido? Muy probablemente alcanzar el aburrimiento y tedio consecuente a haber transformado esa libérrima vida en una rutina. Pero esto no sería lo peor.

Una persona con libertad omnímoda, sin restricciones ni consecuencias, vería desbordarse su egoísmo al priorizar sus propios deseos y necesidades sobre la de los demás, pudiendo actuar de manera antisocial (incluso criminal), y sería víctima fácil del hedonismo (que alcanzaría excesos de todo tipo, sean comida, bebida, drogas, sexo,…), por no hablar del aislamiento al que le conduciría no corresponder al compromiso que conlleva cualquier relación social sana, sin descartar que (al igual que los peores ejemplos de los antiguos emperadores romanos) al temer que los demás pudieran atentar o restringir su libertad desarrollara un sesgo paranoico .

Vivir presupone estar limitado, y esos límites son necesarios por que nos ayudan a reconocernos como seres individuales, diferenciados de los demás. En este sentido, los límites nos acercan a la libertad más que lo contrario, por que se trata del respeto a la libertad de todos.




La libertad absoluta, sin compromiso ético alguno, lleva a comportamientos destructivos y autodestructivos, contra el propio individuo y contra la sociedad a la que pertenece. La idea de ser totalmente libre es una trampa, es un engaño. Como decía Viktor Frankl, la libertad absoluta no existe, por que siempre es una libertad condicionada.