miércoles, 9 de diciembre de 2015

#12. Las pérdidas vitales son ineludibles...


Las pérdidas a lo largo de la vida son irremediables, y constituyen uno más de los ingredientes con que se aliña ese constante devenir que es nuestra existencia. Y sí, nadie niega que sean molestas e inoportunas, amargas, quizá brutales, incluso tan desesperantes que nos dejen hundidos en la desolación. Pero forman parte del juego. Y el juego es la vida.


Esto es así desde el minuto 1. Desde el instante en que nacemos nos hallamos expuestos a la pérdida. La primera de ellas no se hace esperar; se produce en el mismo momento del nacimiento. Quizá como un aviso, un botón de muestra, de lo que nos espera. Sin comerlo ni beberlo, sin haber sido consultados ni haber podido participar en esa decisión, experimentamos una ruptura drástica de nuestro idílico estado de equilibrio, de la homeostasis absoluta en que nos encontrábamos. Allí que estábamos, confortablemente alojados, en nuestro seno materno, bien instalados y con todas nuestras necesidades cubiertas. Sin necesidad de preocuparnos por nadie, sin tener que esforzarnos por nada. Y, de golpe y porrazo, nos vemos arrojados al mundo exterior. De la oscuridad emerge una luz cegadora que lo inunda todo,  y en ella aparece un tipo ataviado con una bata blanca que nos agarra de los pies y nos suspende bocabajo. Colgados, como una morcilla fresca, tenemos un primer contacto con ese desapacible entorno, que ya será para siempre nuestro hábitat, aquel en el que habremos de (sobre)vivir. No me extraña nada que lo primero que hagamos sea llorar, incluso aunque el tipo de la bata no nos arrime unos cachetes.

A lo largo de la vida, de la misma forma en que se suceden los meses en el calendario, acontecerán otras pérdidas. El proceso de crecimiento implica de por sí ir perdiendo cosas... pero también se ganan otras. Perderemos nuestro privilegiado estatus infantil en la familia pero aprendemos a asumir responsabilidades y ser más autónomos. Perderemos el pensamiento mágico pueril, pero ganaremos en pensamiento hipotético-deductivo, lo que nos prepara mejor para resolver nuestros. Perderemos nuestra virginidad, pero ganaremos en profundidad sentimental. Perderemos nuestra lozanía y brío juvenil, pero ganaremos experiencia y sabiduría. 


Podremos perder bienes materiales (robo, accidentes, desastres,...) o vínculos afectivos (ruptura de lazos con parejas, con amigos/as, con padres o abuelos, incluso con nuestra cultura). Podremos perder la salud (por enfermedad, accidente o el simple paso del tiempo), perder nuestras ilusiones, y si me apuran, hasta los ideales o valores que nos guiaban. Podremos perder nuestra identidad, y por poder, podemos perder incluso aquello que nunca tuvimos, pero que siempre habíamos deseado. Una categoría tan peculiar que he pensado dedicarle el siguiente post.


La pérdida, en sí, supone la privación de algo que se poseía. Afecta, materialmente, a lo que se ha perdido, pero conlleva unos efectos emocionales: Merma el autoconcepto o autoeficacia de la persona afectada y genera sentimientos de frustración, enfado, culpa, desmotivación...

Nadie quiere perder, porque es doloroso, y doy por sentado que nadie quiere sufrir. Pero las pérdidas no tienen la función de fastidiarnos la vida, no son un castigo divino por haber incumplido un precepto sagrado. El dolor que acarrean las pérdidas es, sencillamente, el precio que se paga por amar, por haber establecido un vínculo afectivo con los objetos o sujetos que nos rodean. Cualquier jugador medianamente realista sabe que, desde el momento en que se empieza a jugar, existe la posibilidad de perder. Eso sí, no todos los jugadores saben asumirlas o aceptarlas.


Las cosas más importantes de  la vida son gratis, decía una de esas frases positivas que de vez en cuando te encuentras en tu facebook o serigrafiado en la taza del desayuno. Pues me temo que no es así. Estoy de acuerdo en que no cuestan dinero, pero eso no significa que no tengan un coste.
   
Es la letra pequeña del contrato que firmamos en el momento de venir a este mundo. Justo cuando el tipo aquel de la bata blanca nos tenía bocabajo, resulta que, simultáneamente, estábamos firmando un contrato de facto. Y al igual que sucede con cualquier documento contractual de crédito hipotecario, suele incluir varios párrafos en letra pequeña. Son esas anotaciones minúsculas a pie de página, que después se amplían por el reverso del folio, cuya churrigueresca y enrevesada prosa nos quita las ganas de continuar leyéndolas. La diferencia entre ambos es que, con la hipoteca, ya estábamos avisados. Todos sabemos cómo se las gastan las entidades financieras y lo ineludibles que son sus directivas, una vez firmadas. Sin embargo, en el contrato de la vida, nadie nos avisa de lo que contiene esa letra pequeña. Muchas veces incluso desconocemos que exista. Pero está ahí. Y parte de ella hace referencia a que todo tiene un coste en la vida, incluso aquello que parece gratis. Solo, que el coste es emocional.

Si nos dolió una pérdida fue porque disfrutamos de ello. Si la sufrimos quizá necesitábamos aprender algo. Si lloramos fue porque precisábamos limpiarnos por dentro. Si sentimos odio o rencor también necesitábamos saber que podemos perdonar. Si estuvimos solos fue porque nos encerramos en nosotros mismos.


De manera que, a la hora de afrontar las pérdidas, no estaría de más respetar algunas consideraciones que nos faciliten su integración:

1.- Hay que saber aceptar las pérdidas. Me da la impresión de que, en la vida, saber perder es más importante que saber ganar. El que gana no suele aprender mucho, puesto que alcanza su objetivo, aquello por lo que se ha esforzado. Se encuentra en su momento de gloría, y es su derecho el disfrutar de ese logro. Estalla la alegría, el ánimo se expande, tiende a compartirse, pero entre estas consecuencias no suele incluirse reflexión alguna. Por contra, el que pierde queda frustrado y se sentirá fracasado (ciertamente, ha sido derrotado). Pero tras la pérdida debe recapacitar, cavilar sobre lo que ha salido mal, qué no ha hecho bien o qué puede hacer mejor para no perder en otra ocasión. El proceso puede ser (bastante) incómodo, pero nos obliga a buscar alternativas, a poner en marcha otras estrategias, a ampliar nuestros horizontes. En definitiva, nos hace crecer como personas.


2.- Hay que extraer un aprendizaje de las pérdidas. Las pérdidas tienen una función: Nos enseñan cómo funciona la vida. Si no queremos aprender de ellas, si nos negamos a aceptarlas, se genera un sentimiento de resignación que no va a aportarnos nada constructivo. Probablemente solo desengaño o resentimiento, que irá aumentando a medida que lo hagan las rumiaciones cognitivas al respecto, pero que no nos enseñará nada salvo a lamentarnos, maldecir u odiar. El deplorable espectáculo de maquillaje de resultados que dan los políticos tras cada jornada electoral, cuando pierden votos pero no reconocen esa pérdida, no es nada recomendable en la vida personal. El motivo, minimizar los daños, es totalmente comprensible y humano, pero estaríamos engañándonos a nosotros mismos y no afrontaríamos tal pérdida. Aunque pueda parecer una burrada, igual es necesario que duela, precisamente para hacernos reaccionar, para movilizar recursos internos que nos permitan entender, enfrentar y progresar en la próxima. En ocasiones, quizá no haya otra forma de aprender la lección que quiere enseñarnos la vida que perdiendo.


3.- A veces, perder es ganar. Y lo que marca la diferencia entre una cosa y la otra es nuestra actitud. Cuando perdemos, corremos el riesgo de quedar cegados por el malestar subsiguiente y no prestar atención a la otra cara de la moneda. Es comprensible que el primer impacto nos deje descolocados, que nos abrume o directamente nos haga naufragar. Será doloroso, sí. Pero pasado ese primer momento, tenemos la posibilidad de elegir cual va a ser nuestra actitud. Podemos, pues, actuar como la mosca que se pega contra el cristal del que proviene la luz. Dejándonos llevar por esa primera reacción emocional de frustración, insistiendo una y otra vez, pero sin conseguir nada. Podemos seguir machacándonos la cabeza contra el vidrio, pero si no hay reflexión no se pueden alcanzar a ver otras opciones: Igual buscar otra ventana, igual probar en otra parte, lo mismo descansar,… desde luego, cualquier cosa menos volver a pegarnos de cabeza contra el mismo cristal.

Como decía, el quid de la cuestión está en cómo se supera ese primer momento de ofuscación. La forma de afrontar las consecuencias de la pérdida está mediada por la manera en que las sintamos. Tengamos en cuenta que una misma pérdida en idénticas circunstancias, puede tener efectos emocionales distintos en distintas personas.

Junto a esa inevitable la sensación de fracaso podríamos probar a buscar otros factores que también están ahí. Se trata de no obcecarse en retener algo que ya probablemente no tenemos, si no ampliar nuestra percepción de la situación. Quizá se pueda equilibrar la balanza o al menos, compensar pesos. Distanciarnos un poco, ensanchar nuestra perspectiva, ser capaces de sentir que eso que perdimos, también los estuvimos disfrutando. De que tras una pérdida se puede esconder una ganancia que ahora mismo estamos incapacitados para ver. Aparte que, de una manera u otra, estamos aprendiendo algo que necesitábamos saber (aunque tampoco digo que expresamente quisiéramos aprender esa enseñanza). Igual necesitamos ser conscientes de que el esplendor del árbol florido no sería tal si no existiera otra parte, oculta y embarrada, pero absolutamente necesaria: su raíz. 

Si somos capaces de expandir nuestra perspectiva en cada pérdida, podremos entender que perder es también un entrenamiento vital. Y como cualquier aptitud humana (en este caso, emocional), cuanto más se entrena, mejor preparado se está. Saber elaborar las pérdidas es una forma de madurar y seguir creciendo, pero sobretodo de estar más capacitado para afrontar las siguientes. La ruleta sigue girando.
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario