sábado, 25 de enero de 2014

Creencias de andar por casa



Interpretamos la realidad en función de nuestras creencias.

Actuarían como una especie de gafas, o mejor dicho, de lentes de contacto (puesto que no percibimos que las llevemos puestas) que determinan lo que vemos. Determinan la manera en que interpretamos lo que vemos. Si yo usara unas gafas de sol pero no supiera que las llevo puestas, vería todo en tonos pálidos, mayormente grisáceos y oscuros, algunos directamente negros. Pero si el mismo caso se diera con una de esas gafas infantiles de feria de colores vivos (naranja, amarillo, rosa) ocurriría lo contrario. Veríamos los mismos objetos que sin ellas pero en este caso en tonos vivos, claros, brillantes.

Con las creencias pasa lo mismo. Hacen que ante los mismos hechos o evidencias unos lo interpreten de una manera y otros de otra distinta (no necesariamente opuesta, pero desde luego que no hay dos idénticas). Pero un factor clave, en mi opinión, es que no percibimos que las llevamos puestas. Pero las llevamos. Siempre las llevamos.

Y el caso es que, tanto con las gafas de cristales oscuros como las de lentes brillantes, ambas distorsionan la realidad, cada uno hacia un extremo.  

 Lo que uno cree va a misa. Lo que uno cree es lo que nos dirige. Las creencias son como los planos de una edificación, puesto que dirigen la construcción. La construcción cotidiana que hacemos de la realidad. Lo que creemos que es la realidad  

Les cuento una incauta anécdota que me demostró cómo influyen mis creencias en la percepción de la realidad cotidiana.


Hace unas semanas tuve que cambiar mi rutina cotidiana. Me encontraba de baja laboral. Llevaba varios días con una lesión de rodilla (esguince) y como su curación, en palabras del médico, se preveía larga y tediosa, aparte de algo dolorosa, decidí implicarme en su rehabilitación. O sea, ir por mi cuenta (bancaria) al fisioterapeuta y ejercitar la musculatura para que sanara antes y mejor.

Como mi cita con el rehabilitador era a las 10.00, y su consulta me pilla a 3 manzanas de casa, me levanté a eso de las 9,15 horas. Decidí tomarme un café antes de salir de casa, así que preparé la cafetera y la puse al fuego. Mientras tanto me aseé y vestí. Al volver para tomar el café, encendí la radio y escuché mi programa habitual.

Lo primero que me llamó la atención fue que iniciaban en ese momento la sección de debate, cuando normalmente la escuchaba en la franja horaria anterior. Pensé que estaría confundiéndome con el horario, o que igual tenían otro debate a esa hora (que habitualmente y por motivos laborales no escucho).

Probé el café y me supo estupendamente. Solo, no demasiado fuerte y caliente. Después de este impagable primer sorbo me dirigí hacia la ventana más cercana, que es exterior, y eché un vistazo a la calle. Los fines de semana me encanta hacer eso: tomar el café mientras veo la gente pasar por la calle. Me encontré con que no había demasiados viandantes. Sí que vi a algunos adolescentes dirigiéndose al instituto. Pensé: “Si son las y media, estos van tarde”. Bastante tarde. Como una hora o así. Pero observé que no eran solo aquel par de estudiantes, sino más bien un goteo intermitente de chicos jóvenes. Supuse que vendrían de alguna visita a algún centro o institución, o de alguna actividad extraescolar. En fin, ¿que se yo? Cuando al final vi llegar a un adulto tras ese alargado grupito, imaginé que debían haber ido al polideportivo a hacer gimnasia y volvían para reincorporarse al resto de las clases en el instituto de bachillerato que hay cerca de casa.

Terminé mi café, me puse el chaquetón y cerré la ventana. Diez minutos antes de la cita salí a la calle y me extrañó ver niños llegando al colegio. Madres y padres detenidos en el paso de peatones frente a mi portal confirmaban esta evidencia, y el policía de tráfico gestionaba a base de pitidos el tráfico, como suele ser habitual. Pensé que debía tratarse de que los lunes los niños entraban más tarde a clase. Algo había escuchado al respecto, colegios en los que los niños hacían una entrada gradual al colegio, hasta adaptarse a la hora definitiva: las 9.00 horas. Igual hacen algo parecido ahora y los lunes entran más tarde que el resto de los días. En fin, tampoco lo tenía muy claro.

Sin más dilación, me encaminé hacia la consulta del fisioterapeuta. Un breve paseo, brisa fresca, y cuando llego a mi cita:

La puerta está cerrada.

Ahí va! Esto no me lo esperaba. Ningún día de los anteriores ocurrió nada parecido. Como Jose Luís, lleva su niño al cole pensé que se habría retrasado. Igual el crío había enfermado. Entonces pensé enviarle un mensaje que me sacara de dudas, cuando caigo en que me he dejado el móvil en casa. Vaya! Que hago ahora? Me alargo a casa y procedo o me espero. Pensé que si fuera algo grave ya me habría enviado él un mensaje informándome un rato antes de salir de casa. Por tanto, lo más probable es que llegara en unos minutos.

“Bueno, hombre! Vamos a dar un paseíto por la calle”. Señoras mayores limpiando la puerta de su casa (ya no es tan frecuente ver esto), algún que otro coche circulando por la vía,… Vaya! Una librería. Voy a ver que libros tiene en el escaparate. Me distraigo cotejando los que conozco y los que no. Al rato, vuelvo a la puerta de la consulta y observo que sigue cerrada. Casualmente, tampoco está abierta la peluquería que tiene su negocio dentro del mismo portal. En fin, será que la gente tampoco anda loca por hacerse la permanente un lunes a las 10 de la mañana.

Hala! A pasear otro ratito, ahora calle abajo. Comercio cerrado. Tienda de confección. Casa particular. Anda, mira, el cibercafé. Me  distraeré con los posters que decoraban la fachada. Todo un variado repertorio de soldados futurista (Warhaimer o algo así me pareció leer) de distintos juegos virtuales. Sigo haciendo tiempo y ahora subo la calle para comprobar si ha llegado ya. Pero no. El portal sigue cerrado, y bien cerrado. Pues ya no sé que hacer. Como no me vaya a la banco de la esquina (banco comercial, no de asiento) a leer sus interesantísimas ofertas sobre hipotecas y planes de pensiones, no sé...


En ese momento se cruza conmigo por la calle un conocido. Kiko, amigo que llevaba años sin ver. Lo saludo y me corresponde extendiéndome la mano. La chocamos y comenzamos a charlar. Me cuenta que iba a recoger el coche para ir al campo, como él dice, a “trapichear con los bichos”. Le cuento lo de mi lesión y el contratiempo de encontrarme la clínica cerrada. Entonces Kiko gira la cara y me dice:

-        Perdona que te diga, pero ahora mismo no son las 10 de la mañana. Son las 9 horas.
-        Venga ya hombre. ¿Cómo van a ser las 9?
-        Que sí, que son las 9, hombre. Que cambiaron la hora el sábado.
-        No te jode! Claro que la cambiaron. Y ayer cambié yo la hora cuando me desperté, puesto que efectivamente, tal despiste me hizo despertar una hora antes.
-        Pues ahora has hecho lo mismo, pae.
-        Bueno, pues si no te lo crees ven para acá –me insiste.

Me coge del brazo y me lleva hasta una taquilla de la zona azul de aparcamiento público. En estos cacharros, otra cosa no, pero la hora la llevan clavada.

Miramos el display del poste y me quedo de piedra cuando veo que marca las 9.

Sigo sin salir de mi asombro. ¿Pero como va a ser eso? ¿Cómo va a ocurrirme dos días seguidos? Pero si yo ayer cambié la hora del móvil... ¿y la del despertador? Joder!, igual no cambié la del despertador. Pero recuerdo haberlo pensado. Supongo que debe ser eso, que no llegué a hacerlo. A falta de otra explicación razonable, me convenzo de que tiene que ser eso lo que ha ocurrido.

Definitivamente me voy a casa, miro los demás relojes y confirmo que eran las nueve de la mañana. Hago tiempo y una hora después vuelvo a la consulta de Jose Luis, el fisioterapeuta. Y allí está, la clínica abierta y la peluquería también. Asisto a mi cita y prefiero no contarle nada porque me va a tomar por imbécil. Y no le faltaría razón.   

La cuestión es la siguiente.

-      Escucho un programa de radio que conozco y la sección que tienen es la de antes de las 9. Pero no me da por pensar que me haya equivocado con la hora. Pienso que es el programa el que ha cambiado su horario o un argumento igual de infundado.

-    Veo alumnas ir al IES con la hora bien pasada. Y sigo busco argumentos para justificarlo pero no pienso que ellas van a su hora y yo soy el errado.

-     Observo a los niños ir al cole, que entran a las 9 de toda la vida, con la evidencia palmaria en la puerta de mi casa, y aun así no asumo que yo esté equivocado y sean las 9 de la mañana. ¿Qué hago? Busco un argumento peregrino, aunque cierto, y lo aplico al caso para que los hechos cuadren con mi creencia: Pienso que los alumnos deben de entrar los lunes a las 10.00

No sé si me estoy explicando.

Cuando uno tiene una creencia en la cabeza, y es firme (por el motivo que sea), no hay evidencia que sea capaz de echarla abajo, ni siquiera de zarandearla.

Ahora me planteo. ¿Cuántas de creencias tendré (políticas, sociales, personales,…) y no pueda detectar que me hagan ver la realidad de una forma desvirtuada?

¡Casi nada, oiga! 



domingo, 12 de enero de 2014

Cita: Magnolia



En el New York Herald del 26 de Noviembre del año 1911, hay una noticia del ahorcamiento de tres hombres, murieron por el asesinato de Sir Edmund William Godfrey, esposo, padre, farmacéutico y todo un caballero residente en Greenberry Hill (Londres). Fue asesinado por 3 vagabundos cuyo móvil fue simple robo. Fueron Identificados Como Joseph Green, Stanley Berry y Daniel Hill.



Green,  Berry,  Hill.



Me gustaría pensar que fue solo una cuestión de azar.

 



Tal y como informa el Reno Gazette en Junio de 1983, hay una historia de un incendio, el agua necesaria para apagar el fuego y de un buzo llamado Delmer Darion. Era empleado del hotel y casino Nugget en Reno (Nevada) dónde trabajaba como croupier. Muy apreciado y considerado como un hombre dinámico, alegre y deportivo. La verdadera pasión de Delmer era el lago. Según el acta del forense, Delmer murió de un ataque al corazón, pero lo más curioso es la nota aparte del suicidio, al día siguiente, de Craig Hansen, un voluntario para combatir el incendio, padre de cuatro hijos abandonados y con cierta tendencia a la bebida.



El Sr. Hansen fue el piloto del avión que por accidente sacó a Delmer Darion del agua. Además, la atormentada vida del Sr. Hansen se había cruzado con la de Delmer Darion tan solo dos noches antes.



(Escena con Delmer repartiendo cartas en el casino y Craig Hansen jugando)

-Solo necesito un dos.

-Solo necesita un dos.

-Eso es todo lo que necesito.

-Muy bien llego el momento de la verdad.

-¡Eso es un ocho!

 
Ante el peso de la culpabilidad y la magnitud de tamaña coincidencia Craig Hansen se quitó la vida.



Y yo intento pensar que fue solo una cuestión de azar.





La anécdota que conto en 1961 durante una entrega de premios de la Asociación Americana de Ciencias Forenses, el Dr. John Harper, presidente de la asociación, empezó con un simple intento de suicidio. Sydney Barringer, de 17 años, en la ciudad de Los Angeles, el 23 de Marzo, de 1958.


El forense dictaminó que el suicidio sin éxito se había convertido de repente en un homicidio con éxito. Me explico. El suicido quedo confirmado con una nota hallada en el bolsillo derecho de Sydney Barringer. Al mismo tiempo que el joven Sydney estaba en la cornisa de aquel edificio de nueve pisos, una discusión subía de tono tres más abajo.


Los vecinos escucharon, como ya era habitual, la discusión de los inquilinos y no era nada extraño que se amenazasen con una escopeta o con una de las muchas pistolas que guardaban en la casa.

 
(Escena pareja “madura” discutiendo. Ella amenaza con una escopeta cargada a su marido, situado delante de la ventana)



Y cuando la escopeta se disparó por accidente...


- ¡Atrévete!

- ¡Cállate! ¡Eres un cerdo!



... Sydney pasaba por allí.


- ¿Qué?

- ¡Calla de una puta vez!

 
Además, los dos inquilinos resultaron ser Fay y Arthur Barringer. La madre de Sydney. Y el padre de Sydney.

 
Al ser acusada de los cargos, después de que la policía le diera muchas vueltas a la situación, Fay Barringer juró que no sabía que el arma estaba cargada.



(Padres interrogados por la policía)

- No lo sabía.

- Siempre me amenaza con un arma, pero no las tengo cargadas.

- ¿Y usted no cargó el arma?

- ¿Por qué iba a cargarla?  

 
Un niño que vivía en el edificio, visitante ocasional y amigo de Sydney Barringer, dijo que había visto seis días antes como cargaba la escopeta.


Al parecer las discusiones y peleas y tanta violencia era demasiado para Sydney Barringer y conociendo la tendencia de sus padres a pelearse decidió hacer algo.



- Dijo que quería que se mataran entre sí, que lo único que deseaban hacer era matarse. Que él los ayudaría si eso era lo que querían.
Sydney Barringer salta de la azotea del noveno piso. Sus padres discuten tres pisos más abajo. El disparo por accidente de su madre alcanza a Sidney en el estómago cuando pasa (cae) por la ventana del sexto piso. Muere al instante pero sigue cayendo, para dar tres pisos más abajo con una red de seguridad instalada tres días antes, para un grupo de limpiaventanas, que hubiera amortiguado su caída, y le hubiera salvado la vida de no ser por el agujero que tenía en el estómago.


De modo que Fay Barringer fue acusada del asesinato de su hijo y Sydney Barringer fue declarado cómplice de su propia muerte.




Y en la humilde opinión de este narrador, eso no es algo que simplemente pasó.



Esto no puede ser una de esas cosas.



Esto, por favor, no puede ser eso.



Y por lo que a mí respecta, no puede ser.



Esto no fue solo una cuestión de azar.



No.



Estas cosas extrañas suceden a todas horas.

                                                                                              "Magnolia" (1999) . Paul Thomas Anderson