domingo, 24 de noviembre de 2013

Un viaje iniciático

¿Han hecho ustedes alguna vez un viaje, por el motivo que sea, que se les quedó marcado en la memoria? ¿De esos que, a posteriori, se da uno cuenta de que fue algo más que un viaje? Yo sí. Al menos tengo uno.

No sabría como definirlo o etiquetarlo. Fue hace como 10 años, una escapada a Marruecos, aprovechando las vacaciones de Semana Santa; en realidad no más de 4 o 5 días. Un plan que, en principio, no me llamaba la atención en absoluto. En aquella época todavía no me había picado el gusanillo de querer conocer todo lo que pudiera del mundo. De hecho, el mayor atractivo del plan era simplemente que iban mis mejores amigos, y hasta aquel momento no habíamos coincidido todos nunca.

 No hubo un momento de tranquilidad, no hubo tiempo para el aburrimiento, pero de los memorables instantes vividos quiero rescatar particularmente uno.
Arranco en una de las situaciones más temidas por cualquier pandilla de turistas ingenuos y despreocupados que a bordo de un coche alquilado se encuentran en mitad de un país no demasiado fiable: una avería de motor. Un buen viaje en coche por Marruecos no está completo sin su buena avería de coche. Pues allí que nos vimos, en mitad de aquel paraje despoblado (prácticamente desértico), en una carretera sin apenas circulación, con el coche KO. Le echamos un vistazo al motor, uno tras otro, y no supimos como resolverlo. Aquel puñetero Clío con maletero (no sabía que existiera esa versión “familiar”) ya empezó con mala pata, dando problemas con las marchas, el aceite del motor,... y casi que desde el principio se mascaba la tragedia. Como fuera, lo único que sabíamos es que necesitábamos un mecánico, pero no había nada ni nadie a quien recurrir.

 Al estar en una carretera, confiamos en que antes o después alguien pasara y nos echara una mano. Y ciertamente tuvo que transcurrir un buen rato hasta que apareció a lo lejos una furgoneta destartalada, con más mala pinta que Bruce Willis al final de “La jungla de Cristal”. Tal como la vi me tiré a la carretera y le di el alto. El trasto se detuvo y cuando me acerqué a la ventanilla del conductor vi que se trataba de un pastor marroquí, ataviado con un bonito y práctico jubón de lana. Vihensanta! Con el calor que hace y el tipo este con el borrego encima. Al aproximarme al paisano se me colapsaron las pituitarias de golpe al aspirar el intenso olor a zorruno que emanaba del interior, no sé si de la furgoneta en sí o del tipo (supongo que sería una mezcla de ambos). Algo así debía ser el olor del infame mercado donde nació Jean Baptiste Grenuille (“El perfume”). Una mezcla del tufo que debía echar Tom Hanks en “Naufrago” en la escena en que el protagonista de Trainspotting se mete de cabeza en el retrete. En fin, que tras reponerme del golpetazo aromático hablé con el conductor y, como era de esperar, ni idea de español. Pero en este caso, no sé cómo, supongo que a base de gestos, señales y onomatopeyas varias, logré hacerme entender. El tipo se bajó, se acercó al Renault Clío con maletero, le echó un vistazo, pero tampoco supo encontrar la avería.
Pues estábamos bien fastidiados. ¿Dónde encontramos un mecánico en mitad de aquel pedregal?
Pasaba el tiempo, el problema se empezaba a cronificar, y ante la impotencia reinante me dio por caminar carretera adelante. En fin, por hacer algo. Caminé unas decenas de metros hasta llegar a la primera curva, y tras ella veo más piedras y tierra con algo de vegetación. Continuo andando hasta la siguiente curva, bastante cerrada, confiando en que la providencia nos brindara una oportunidad. Que sé yo, algún indicio de vida humana (un pueblecito, por ejemplo, estaría bien) aunque fuera lejano. Tras haber recorrido un buen trecho, y viendo que la providencia ese día se había tomado el día libre, me rindo a la evidencia. “Bueno, llego hasta la curva aquella del fondo y si no veo nada me vuelvo”. Alcanzo la curva y cuando la giro me encuentro con una escena inesperada. En mitad de aquel erial, descubro un embalse de agua. ¡Anda, pero si este país tiene pantanos y todo! No obstante la imagen contundente viene a continuación, cuando insistente en mi objetivo, resuelvo llegar hasta la siguiente curva. Al doblarla me encuentro de sopetón, ¡alucina vecina!... con un tenderete inmenso (con unas 100 figuras o así) en una curva de una carretera por donde no pasa ni dios. No daba crédito a lo que estaba viendo. Una exposición de artesanía local y objetos varios (del tipo estatua de elefante de madera o la cara de un aborigen tallada en marfil) como los que podemos encontrar en los puestecillos de cualquier feria de pueblo. En palabra de Dalí: “Esto es surrealissssssmo!!”.
Joder, hay que tener fe (o no tener otra cosa más que hacer en la vida, claro). Me acerco a ellos sin tener muy claro todavía si aquello se trataría de uno de los famosos espejismos del desierto. Cuando me aproximo, los dos tipos que lo regentan reparan en mi presencia y se incorporan (¡Vaya, un espejismo interactivo!). Doy los buenos días y me devuelven el saludo. Hablo con ellos (esto es, chapurreo algunas palabras y les hago indicaciones de que me acompañen) y los tipos me siguen. Desando lo andado y nos volvemos al escenario del coche. Saludan a los compañeros y cumplen el ritual sagrado de acercarse al motor, echarle un vistazo y terminar con el lamentable resultado que era de esperar. Mientras unos hablaban e intentaban hacerse entender, otros iban y venían al motor del coche, como si por mirarlo más veces aumentaran las probabilidades de que arrancase nuestra tartana. Pero, de alguna forma conseguimos comunicamos con ellos y nos parece entender que conocen a un mecánico.
¡No fastidiéis! ¿Y dónde está?. Sin terminar de entenderles bien, los tipos se largan con la idea de ir a buscarlo (o eso creímos). Cogen al pastor (que afortunadamente todavía andaba por allí) y se largan todos en su furgoneta. Bueno, pues algo es algo. No sé si regresarán con una panda de malaspintas para desvalijarnos o simplemente no volveremos a verlos, que, oye, igual vuelven de verdad con un mecánico.
Tras cinco minutos de plantón (ojo!, cinco minutos marroquíes, lo que significa “todo el tiempo que haga falta esperar”) se aproxima un coche en dirección contraria. Se para a nuestra altura y salen del vehículo los susodichos acompañados de un desconocido. En principio, entendemos que es el mecánico. El hombre cumple con el rito, se arrima al motor, bla, bla, bla. Cuando termina su inspección, se incorpora y nos dice que tiene que llevarse el coche a su taller. Bueno, pues habrá que fiarse. ¿Y donde está ese taller, buen hombre? Pues en su pueblo. Hala, pues para allá que nos vamos.
No recuerdo como nos trasladamos todos allí, pero la cosa es que un rato después nos hallábamos entrando en una aldea. Recuerdo solo una calle principal, por supuesto, sin asfaltar ni nada parecido, con dos hileras de casas bastante modestas a lo largo de ella. Nos detenemos frente a una de ella y descubrimos que, efectivamente, aquel hombre dispone de un taller mecánico. En ese momento, me quedo algo más tranquilo.
El señor desengancha nuestro coche del suyo y con ayuda meten nuestro Clío en él, colocándolo sobre el foso. Esperamos un diagnóstico y un pronóstico, pero no recibimos demasiada información. Ninguna, para ser exactos. Aunque, la verdad, ¿pa qué?, si todas nuestras esperanzas estaban concentradas y depositadas exclusivamente en él. Haga lo que haga, será mejor que continuar tirados en aquella carretera perdida.
Mientras resolvía, nos quedamos en la puerta del taller (que a su vez era el domicilio familiar) y durante ese tiempo nos dedicamos a dejar pasar el tiempo. Pero realmente no fue solo eso. En verdad, durante la espera, estuvimos conversando sobre las reseñables diferencias culturales entre nuestra vida y la de aquellas pobres gentes. Probablemente, aquella disponibilidad de tiempo vacío (que no es tan frecuente en nuestras vidas cotidianas) nos permite hacer valoraciones concretas. Servicios públicos escasos o nulos, un entorno hostil, recursos sociales nulos, unas condiciones de vida prácticamente de supervivencia,… En más de un momento nos sobrecoge el pensamiento: ¿Cómo podríamos nosotros sobrevivir allí? Y sin embargo, allí los tienes, subsistiendo, llevando su vida con la mayor dignidad posible, y además permitiéndose el lujo de ser amistosos. ¡Joder, que suerte tenemos de vivir donde vivimos, y de haber nacido donde hemos nacido!. ¿O no?
Algún paisano se asoma a ver la novedad (nosotros), también algún crío (el hijo del mecánico, de unos 10 ó 12 años que ya estaba metido en el oficio). Por más que los miro no puedo por menos que compadecerme de ellos. Pero allí permanecen, acostumbrados a aquella vida mezquina, sobreviviendo como pueden, y además, sin quejarse. No eran ninguna tontería las conclusiones a las que llegábamos. Al rato, el mecánico sale y nos dice que está reparado la mierda del Clío. Sorpresa generalizada y estentóreos agradecimientos a aquel señor. Aún sin saber lo que nos iba a cobrar, teníamos claro que le íbamos a pagar los que nos pidiera. Pero cuál es nuestra sorpresa al ver que el tipo nos pide… 5 euros.
Pero ¡hombre de dios!, que estamos en el país de los regateos, que como quien dice, nos ha salvado usted el viaje. Échele un poquito de morro y cóbrenos algo más. ¡Aprovéchese, coño!. Si no hace más que unas hora un poli quería sacarnos las pelas por nada, y ¿va usted y nos cobra una miseria? Pues no se crean, el tipo se resistió, hasta que pudimos darle 40 ó 50 euros.
No recuerdo exactamente cuanto le pagamos, pero sí que llevábamos en el coche algunos obsequios para niños. Alguien nos dijo que en Marruecos los críos carecían de todo, y nunca estaba de más llevarles caramelos, bolígrafos, libretas, y cosas por el estilo. Por tanto, eso habíamos hecho; llevábamos una bolsa llena en el coche, pero hasta aquel momento no había surgido la oportunidad de dárselas a ningún crío. Así que iba a ser ahora.
Sacamos el petate y le dimos algo al chico del mecánico. El chaval se resistió a cogerlo por puro pudor. Le insistimos pero siguió negándose, hasta que miró a su padre buscando su aprobación. El padre asintió y entonces el chico se acercó, no sin cierta vergüenza, y lo cogió. Le preguntamos si tenía más hijos, y efectivamente había uno más. Concretamente una niña de unos 8 ó 9 años, a la que no tardó en llamar. La chica salió de casa, nos miró, y recatadamente se acercó. Rosi la invitó a acercarse con afecto, mientras tomaba de la bolsa una piruleta. La chica se aproximó hasta estar frente a ella. Entonces Rosi sacó un piruletón gigante de variados colores en espiral y se la plantó a la niña en su cara.
Este es el momento concreto que quería recordar.
La cara de aquella niña cambió de golpe. Aquel rostro infantil (pero curtido) súbitamente se iluminó, y su cara reflejó la expresión más pura y diáfana de alegría, de felicidad, que he conocido en toda mi vida. 

 Tan lógico y analítico que me considero, allí me encontré con una experiencia que escapaba a cualquier intento de aprehensión racional. Petrificado noté un pellizco seco en la fibra más sensible. Algo inefable, que driblaba la razón con la rapidez y eficiencia de Messi, para impactar directamente en mi emoción, como un golazo por toda la escuadra. Igual que el último parte de la guerra civil: quedé desarmado y cautivo ante aquella experiencia. Sigo, no sin dificultad, buscando palabras que puedan describirlo, y creo que aquel momento solo puedo definirlo como una epifanía.
Busco la definición de este término, y cuando la encuentro me doy cuenta de que es exactamente eso: Una súbita percepción o intuición de la realidad que alcanza el significado esencial de algo, generalmente iniciado por algún ocurrencia o suceso simple y común. ¡El académico de turno ha clavado la definición!
Les aseguro que si me la presentaran en una foto, ahora mismo no sería capaz de reconocer a aquella niña. Pero aquella expresión se mantiene aún, imborrable, grabada en algún lugar de mi memoria para siempre. No me equivoco si les digo que aquel instante fue el más gratificante de todo el viaje, la razón que (si fuera necesario) justificaría por sí sola todas las andanzas y tribulaciones vividas en aquel periplo. Una experiencia que despertó mi conciencia de un cogotazo, y probablemente, la que en lo sucesivo me hizo salir de mi zona personal de confort para conocer que más personas y culturas había en el mundo.
Curioso! Acabo de toparme con otro punto de inflexión (de no retorno) de mi vida.
Los documentales muestran imágenes, los relatos palabras, pero no pueden ser si no aproximaciones, porque solo el viaje real te muestra la vida.
Mandler y Scully (“Expediente X”) tenían razón: La verdad está ahí fuera.
Pero hay que salir a explorarla.

Viaje iniciático: Historia, cuento o experiencia en la que un individuo se encuentra en situaciones hostiles o adversas que harán que observe y reflexione, después de tomar conciencia de sí mismo, de la realidad externa, tras lograr superar tales circunstancias. Se suele volver al punto de partida, pero se vuelve cambiado.


jueves, 14 de noviembre de 2013

Cita: Lucidez

Federico Luppi se dirige a sus alumnos en su última clase:

El año que vienen todos ustedes serán profesores.
De literatura no saben demasiado,
aunque lo suficiente para empezar a enseñar.
Pero no es eso lo que me preocupa.




Me preocupa que tengan siempre presente que enseñar quiere decir mostrar. Mostar no es adoctrinar.
Es dar información pero dando también el método de entenderla
y cuestionar esa información.

No obliguen a sus alumnos a estudiar de memoria; eso no sirve.
Lo que se impone por la fuerza es rechazado y en poco tiempo se olvida.
Ningún chico será mejor persona por saber el año en que murió Cervantes.

Pónganse como meta enseñarles a pensar, que duden,
que se hagan preguntas.
No los valoren por sus respuestas, las respuestas no son la verdad. 
Busquen una verdad que siempre sea relativa.
Las mejores preguntas son aquellas que se vienen repitiendo desde los filósofos griegos. Muchas son ya lugares comunes pero no por eso pierden vigencia: ¿Qué?, ¿Cómo?, ¿Cuándo?, ¿Dónde?, ¿Porqué?



Hay una misión, un mandato que quiero que cumplan;
es una misión que nadie les ha encomendado
pero que espero, ustedes como maestros, se la impongan a sí mismos:

Despierten en sus alumnos 
el dolor de la lucidez,
sin límites, sin piedad”.
    "Lugares comunes" (Adolfo Aristarain)


martes, 5 de noviembre de 2013

Punto de no retorno (y III)

Seguro que a ustedes se cruzan habitualmente por la calle con personas de las que no saben nada. Nos sucede a todos, a cualquier hora. Individuos que viven en esa anónima burbuja, y sobre los que podemos realizar todo tipo de cábalas, según el estado de aburrimiento en que nos encontremos o del interés que puedan despertarnos. Pero en la mayoría de los casos, ahí permanecen, suspendidos indefinidamente en ese vecino anonimato.



Julia era una de esas personas desconocidas con las que me cruzaba de vez en cuando. Alguien a quien prestaba atención por el hecho de encontrármela en dirección opuesta cuando voy a trabajar, pero que tampoco despertaba mayor interés por mi parte. Sin embargo, entramos en contacto, de manera fortuita, gracias a una amiga suya. Y la empecé a conocer, en principio sin un interés concreto por mi parte, solo porque se sentaba en nuestra mesa a tomar café en el intermedio de aquel taller de formación. Pero poco a poco captó mi atención y me fueron interesando las circunstancias de su vida.

Julia no debe llegar a la cuarentena. De complexión escuálida aunque fibrosa, es delgada y bajita. Su pelo castaño, liso y largo (sin llegar a alcanzar la longitud de la Pantoja) no le lucía todo lo que debiera, pues frecuentemente lo llevaba recogido con un moño muy “aquí te pillo aquí te mato”. Vestía ropa de batería, que dice mi madre, tipo chándal, camiseta y vaqueros,... En fin, no es el tipo de persona que llama la atención a primera vista.

Su voz es baja, suave y algo desentonada, quiero decir que se le escapa algún que otro gallo al hablar. Tampoco es que sea particularmente parlanchina. De hecho, al conversar con ella, más bien hay que sacarles las palabras con sacacorchos. 

La vida de esta mujer es monótona (como la de tantas otras), repetitiva y sufrida, siempre a la carrera para cumplir con sus responsabilidades. Se dedica a limpiar a domicilio y cuidar personas mayores. Quizá me comentara que trabajaba en el servicio de ayuda a domicilio. Últimamente le va bien en el trabajo; le han salido varias casas, así que apenas para en la suya. Solo llega a esta al finalizar la jornada, y tarde. 



Julia está separada. Se casó, hace ya muchos años, cuando pensaba que vivir en pareja le haría feliz, cuando era muy joven, demasiado para saber en donde se estaba metiendo. Su ex marido es enjuto y bajito, de piel oscura; de esos que lleva un peine de plástico en la cartera y siempre está repeinándose para atrás un pelo graso, que intuyo fruto de la seborrea más que de gel fijador o gomina. No es la persona que le recomendaría a nadie como amigo, ni siquiera como conocido. De hecho, lo mejor que puede hacer uno con él es tenerlo lo más lejos posible. Entre los méritos más atractivos de su curriculum destacan: ser alcohólico, drogadicto (de vaya usted a saber cuantas sustancias), o sea, politoxicómano, desinterés por cualquier tipo de trabajo o responsabilidad, carácter irritable, prontos violentos, y además, bocazas. Ah! Se me olvidaba, también es ex-convicto. En definitiva, el marido ideal que toda madre quisiera para su hija.

Lo más peculiar de esa relación (por llamarlo de alguna manera) es que él lleva apareciendo y desapareciendo de la vida de ella desde siempre. Por temporadas. A su antojo, en muchas ocasiones, y obligado (ingreso en prisión) en otras. Digamos que la inestabilidad sería el rasgo más descriptivo de esta pareja. La comunicación entre ambos siempre fue ruda y puramente instrumental (me hace falta..., mañana tienes que..., alárgate al super y me traes..., etc). Amor es una palabra que nunca existió en el vocabulario de él. 

Pues con todo y con eso, esta mujer tiene 7 hijos. Y todos son de él.

¡7 hijos!  Meloexplique!

Trato de establecer conjeturas, elaboro hipótesis, e intento ponerme en el lugar de ella para tratar de comprender cómo se puede tener tamaña prole de semejante “artista”. Pero por mucho que lo intento, no me salen las cuentas.
  • El primer hijo, supongo que no tiene más complicación de entender. Nos “queremos”, nos acostamos y el Señor manda los bebes.

  • El segundo... en fin, decía un proverbio árabe que “La primera vez que me engañes la culpa es tuya. La segunda vez, la culpa es mía”. Pues quizá ella no lo escuchara ni leyera nunca. 

  • El tercero, que se yo. Vuelves a juntarte, crees que va a cambiar (probablemente la creencia más nefasta, fatídica y venenosa que conozco a nivel de relaciones de pareja) y... bueno, llega otro bebé. No obstante, el tipo no cambia. 

  • El cuarto... ¿cómo demonios me explico lo del cuarto hijo? Sacar tres hijos adelante ya es difícil. No les cuento si no dispones de fuente de ingresos económicos estable. Y además, ella sola, porqué él siempre se ha desentendido alegremente de ellos. ¿Y entonces? Otro calentón, digo yo (porque no se me ocurre otra explicación). 

  • ¿Qué les digo del 5º? ¿Y del siguiente? ¿Y del otro? 


No, no me cuadra lo mire por donde lo mire. Pero aún así, hay dos hipótesis explicativas que han sobrevivido a la criba

1º) El famoso impulso, el no poder evitarlo, esa especie de atracción instintiva que a veces te ata (expresión que hay que entender su más amplio y extenso sentido) a otra persona. Y contra la que parece que no puedes hacer nada por contrarrestar.

2º) El miedo. El miedo a las represalias del tipo si te niegas a estar con él. 

Y si tengo que decidirme por una, me decanto por la segunda.

Pero héteme aquí, que después de cargar con esta densa biografía a sus espaldas, un buen día me encuentro con que Julia comenta que fue al cuartel de la Guardia Civil y puso una denuncia contra el energúmeno. Ya lo había hecho en alguna ocasión, años atrás, pero no tardó en retirarla en el momento en que él se apropió, en mitad de la calle y a plena luz del día, de uno de los hijos menores y se lo llevó. A partir de aquí, con solo esgrimir esa amenaza, sabía que la tenía a su merced.

Tras aquella denuncia ocurrió que, no me pregunten cómo, el cafre logró entrar en casa de ella y se dedicó a destrozarlo todo: lavadora, ropa, ordenador, televisión,... Ella sintió la punzada del pánico más honda que en otras ocasiones; pero no hizo lo mismo que en las anteriores. Esta vez se decidió a denunciarlo. Allanamiento de morada, destrozo de bienes y mobiliario, además de quebrantar la orden de alejamiento que tenía impuesta. Resultado: tres años de prisión.

Durante estos años, ella ha intentando sacar honestamente a la prole adelante, con el apoyo de su familia, convecinos e instituciones públicas, y sobretodo, han podido conocer la calma familiar. Alguna vez ha comentado lo reconfortante que es vivir sin el temor de que alguien se te acerque inesperadamente por la espalda y cumpla sus amenazas. Lo gratificante que es tener como única preocupación en tu vida tan solo el tener que trabajar como una mula, de 8.00 de la mañana a las 11.00 de la noche. 

Pero el plazo de la tranquilidad ha expirado. El ogro ha cumplido su condena, y ha salido de la cárcel. Ella confiaba en que se largara a cualquier otra parte del mundo, pero esto era más un anhelo infantil que una posibilidad real. Y como era de esperar, ha vuelto a la ciudad. Si uno se para a pensarlo con detenimiento, ¿A dónde va a ir un desgraciado de ese calibre? Cómo no va a volver al lugar donde, para conseguir cubrir sus necesidades (y vicios), solo tiene gritar y amenazar. Cómo no va a volver a la casa donde tiene cama y comida gratis, aunque eso signifique arrinconar a su propia madre en la cocina. La lógica animal del mastuerzo es simple: Si me ha funcionado siempre ¿porqué iba a dejar de hacerlo ahora?

Pues solo una razón haría que dejara de funcionarle: Que la otra persona diga NO. Que se plante, que se enfrente a él. Y solo puede uno tomar una decisión sólida y convencida cuando ha comprendido que vivir así no es vivir (¿de qué me suena esta frase?), que ella es la única que puede cortar esa relación, y sobe todo, que antes o después, ha de hacerlo; sea por ella, sea por el bien de sus hijos.

Julia puede contar con todo el apoyo del público de la plaza, de la presidencia, del apoderado y la cuadrilla al completo, pero solo ella está delante del toro. Por muy arropada que esté, por muchos vítores y ánimos que le den, solo ella puedes decidir enfrentarse al morlaco. Solo ella puede hacerlo. 

 
Y Julia lo ha hecho. 

Lo ha decido, ha dicho: “Hasta aquí llegó”. De una forma u otra, ha alcanzado ese punto, ese momento, en que tiene que hacer lo que sabía que tenía que haber hecho hace tiempo. Es posible que se hubiera ahorrado sufrimiento (también tendría algunos hijos menos) si lo hubiera hecho antes. Pero criticar es fácil cuando es gratuito. Solo se puede opinar con cierta autoridad cuando se está o ha estado en la misma situación, delante del toro.


No todos aprendemos igual, ni a la misma velocidad. No todos estamos en el mejor momento para tomar la decisión necesaria cuando toca. No todos podemos ver las cosas con la misma claridad con que las ven los de alrededor (el astado se ven muy bien desde la barrera, pero cuando estás delante del bicho,... es otra cosa). Y aún así, lo importante es llegar, tomar la decisión, alcanzar ese punto de no retorno.

Pero ella lo afirmó con sus palabras: “No voy a volver a lo de antes”.

Y lo dijo convencida.

Con la convicción con que Cristina Sánchez se plantaba delante del morlaco en la plaza, dispuesta a entrar a matar.

Con la rabia que nace del miedo extremo, la misma con que la Teniente Ripley se enfrenta a Alien, sabedora de que disyuntiva es sencilla: se trata de ella o el bicho.

Con la misma determinación de Rigoberta Menchú, quizá con la única diferencia que a esta le nació la conciencia progresivamente y a Julia (tras años intentando esquivarla) creo que fue la conciencia la que le alcanzó a ella.