martes, 28 de febrero de 2023

79#. Pensar demasiado solo genera infelicidad

Pensamos, pensamos y no dejamos de pensar. Es para lo que sirve nuestro cerebro. Está diseñado para nuestra supervivencia y la estrategia más eficiente para ello es aprender a resolver los problemas discurriendo y cavilando. El cerebro piensa, y como lo tenemos disponible en cualquier lugar y a cualquier hora... ¿por qué no hacerlo cuanto queramos?


El motivo es que, por muy utilizable y asequible que sea, (su uso) no es gratuito: pensar en exceso, (su abuso) tiene un coste. Esto significa que cuando pensamos demasiado, invertimos en ello nuestro tiempo, también nuestra atención, además de un gasto emocional que puede ser excesivo.

Cierto que actuar sin meditar no suele ser recomendable, por imprevisión de las consecuencias; pero pensar y pensar sin llegar a hacer nada es igualmente desaconsejable. Y no estoy hablando de las ruminaciones obsesivas o pensamientos repetitivos, que son directamente perjudiciales para nuestra salud mental (no resuelven ningún problema y nos generan ansiedad). No, me refiero a ese reflexionar sobre cualquier asunto relevante en nuestra vida, a raíz del cual elaboramos posibles alternativas de solución, valorando los pros y contras, focalizándonos en ello de una manera tan concienzuda como el ajedrecista que calcula cada uno de los movimientos de sus piezas, cada consecuencia de cada uno de ellos, las consecuencias que tendrán las consecuencias de las consecuencias... dilatándose en su discurrir, eternizándose en su cálculo, sin llegar a materializar la causa que originó tanto barruntar: mover una pieza.

El hecho contrastado es que, a partir de un determinado momento de análisis, pensar más sobre cualquier dilema es, no solo improductivo sino que además se vuelve contraproducente. Porque podemos pensar blanco, pensar negro, o gris o azul petróleo metálico con tonos irisados. Podemos crear nuestros peores monstruos y podemos vislumbrar la mayores genialidades, pero si nada de eso se materializa, no es más que humo en el aire. Seguimos consumiendo nuestras energías pero sin obtener resultados, y además de esto, sobrecargándonos, en una hiperactividad mental a la que si no ponemos fin terminará por estresarnos, o deprimirnos, o angustiarnos.

Por contra, cuando por fin actuamos, todo ese estrés se desvanece. Cuando ponemos en marcha alguna de las propuestas planeadas por nuestra mente, el malestar cesa. Y esto, independientemente del resultado de nuestra acción. Por que la experiencia es real, pero el pensamiento es virtual. Cuando actuamos se generan resultados, mientras que cuando solo pensamos todo se queda dentro de nuestro cráneo. Ahora, la preocupación podrá ser si tales resultados han sido buenos, malos o regulares; si nuestro comportamiento ha sido más o menos exitoso. Pero esto es ya una cuestión distinta.

A donde voy es a que, en vez de pensar mucho para hacer (poco), igual la relación es a la inversa. Puede que, una vez se ha reflexionado, se trate más de actuar que de seguir pensando. Y quizá lo que nos paralice sea la extensa gama de opciones que hemos generado calculando. Tras haber cavilado, quizá la mejor guía que podamos encontrar sea nuestra experiencia. Sólo los aprendizajes personales pueden indicarnos cuándo es útil hacer caso de lo que pensamos y cuando, en cambio, no debemos hacerlo.

En definitiva, dado que nuestro cerebro viene sin manual de instrucciones, que nuestro entorno cada vez se preocupa menos de enseñarnos a pensar, y que lo mismo no hemos tenido buenos maestros al respecto en la vida, es necesario saber que el abuso del pensamiento no es gratuito. Y tal como sucede con el medio ambiente, debemos hacer del pensar un uso equitativo, sostenible y saludable.


Un paso hacia nuestras metas vale más que mil reflexiones que no resuelven, por que pensar demasiado termina por generar solo infelicidad. Como decía el viejo maestro: "deja de pensar y tus problemas terminarán".