viernes, 22 de agosto de 2014

Cita: La vida puede ser atrozmente injusta



En Sierra Leona, los guerrilleros cortan la mano derecha de los habitantes de una aldea antes de retirarse. Una niña, que está muy contenta porque ha aprendido a escribir, pide que le corten la izquierda para poder seguir haciéndolo. En respuesta, un guerrillero le amputa las dos.



En Bosnia, unos soldados detienen a una muchacha con su hijo. La llevan al centro de un salón. Le ordenan que se desnude. «Puso al bebé en el suelo, a su lado. Cuatro chetniks la violaron. Ella miraba en silencio a su hijo, que lloraba. Cuando terminó la violación, la joven preguntó si podía amamantar al bebé. Entonces, un chetnik decapitó al niño con un cuchillo y dio la cabeza ensangrentada a la madre. La pobre mujer gritó. La sacaron del edificio y no se la volvió a ver más» (The New York Times, 13/12/1992).



Los periódicos están llenos de horrores. La historia también. Hitler, Stalin, Pol Pot y muchos otros deberían formar parte de un retablo maldito que no olvidáramos nunca. Resulta incomprensible que ante tanta maldad, ante tanto comportamiento indigno e indignante, afirmemos que todos los seres humanos están dotados de dignidad, es decir, de un valor intrínseco, independiente de sus actos, de su barbarie, de ese inicuo refinamiento de la crueldad. 




Resulta incomprensible que no sigamos enarbolando el equilibrado principio del talión, culminación de la justicia conmutativa, que tengamos consideración con quien no la tuvo previamente, que nos empeñemos en librar de la pena capital a quien ha violado y matado a una niña, o en rehabilitar a quien sin razón y sin excusa nos ha destrozado la vida. ¿De dónde hemos sacado una idea tan extraña? ¿Por qué la aceptamos hasta el punto de que está recogida en muchas Constituciones modernas? ¿No va contra el sentido común, contra los sentimientos comunes, contra la sana indignación ante el salvajismo, contra el equilibrio de la justicia? Es contradictorio afirmar la dignidad de los indignos. ¿Por qué lo hacemos?



Tal vez nos suceda lo mismo que a Sigmund Freud, que abrumado por su escepticismo y su enfermedad escribía a un amigo: «Durante toda mi vida me he empeñado en ser honrado y en cumplir con mis obligaciones. No sé por qué lo he hecho» 




Rorty, un prestigioso filósofo contemporáneo, comenta que la afirmación de la dignidad humana por encima de la dignidad animal no es más que «la petulancia injustificada de una especie que sabe hablar».



A pesar del comienzo dramático, éste es un libro sobre la felicidad política. Sobre la Ciudad feliz. Hace unos años, cuando las facultades de psicología estaban inundadas por el conductismo de Skinner, se leía mucho un libro suyo titulado Más allá de la libertad y la dignidad. En él sostenía que el ser humano sólo conseguiría la felicidad cuando se librara de esos dos mitos ensoberbecidos y absurdos. Nosotros, en cambio, consideramos que la dignidad es una invención imprescindible para alcanzar la felicidad.



Estamos embarcados en un gran proyecto. No somos ilusos, aunque estemos llenos de ilusiones. Hay que tomarse en serio a Shakespeare: «La vida es un cuento absurdo, contado por un idiota sin gracia, lleno de ruido y furia.» Queremos añadir: «... pero que se empeña en escribirlo de otra manera». El hombre es un animal, desdichado por comprender que es un animal, y que aspira a dejar de serlo. Ésta es la patética y parricida historia de la humanización. 

 

El hombre nuevo quiere matar al hombre viejo. Es nuestra historia común, en la que todos podemos buscar nuestra identidad. Creemos que la Humanidad navega por un mar azaroso con rumbo pero sin mapas. Su historia es la crónica de múltiples naufragios. Pero como escribió el sentencioso Séneca: «El buen piloto, aun con la vela rota y desarmado y todo, repara las reliquias de su nave para seguir su ruta.»







"Lucha por la dignidad"
                                                                                                                                               J.A. Marina y M. De la Válgoma

jueves, 7 de agosto de 2014

#2.- La vida es injusta. Hazte a la idea



La gente generalmente asume que el mundo en que vivimos es predecible, justo y seguro. Y, en cierta medida, dentro de unos límites, es así. Sobre todo si lo comparamos con otras sociedades de nuestro planeta donde, por ejemplo, no se respetan (porque no existen) derechos humanos básicos.  



Aunque nos cueste creerlo, vivimos en el mejor de los mundos posibles. Cualquier otra cosa es ciencia ficción.



Históricamente nunca se han reconocido tantos derechos humanos como en el Primer  Mundo en la actualidad. Huelga decir que confronten ustedes su calidad de vida con la de cualquier adulto criado en su misma localidad 100 ó 200 años atrás. Por poner un dato: La esperanza de vida en España a principios de siglo pasado era de... ¡34 años!

Para más datos, en el próximo noticiario (prensa, radio o TV) pueden encontrar ejemplos abundantes.



Cualquier persona nacida en Eritrea para llegar a la madurez ha de sobrevivir al disparado índice de mortalidad infantil (de los más altos del planeta), la baja esperanza de vida, los conflictos étnicos, la guerra latente con Etiopía, el servicio militar continuo y, por si no tenían suficiente, hambre, enfermedades y epidemias.

Compárenlo con sus circunstancias sociales. ¿Es justo?




Una de las falacias más frecuentes con que me encuentro es esta: Creer que la vida tiene que ser justa. Una noción que nos han inculcado desde pequeños: pensar que la bondad y virtud serán finalmente premiadas, y la maldad castigada. El concepto de justicia universal, poética o divina, según la cual, actos buenos merecen ser recompensados, y actos malos obtener su correspondiente en negativo (castigo), no es una axioma indefectible de la vida. Y si bien hay ocasiones en que se da (benditas ocasiones), me temo que no es la norma habitual.



Cualquier proyecto de civilización, en general, no es más que un intento de asentar un orden concreto, una forma de organizarnos. Esencial será proveer de las herramientas apropiadas para la necesaria convivencia. La justicia se transforma así en el instrumento que asegura (en mayor o menor medida) que las normas establecidas serán respetadas por los consumidores. Sí, sí, yo también hubiera preferido llamarles (llamarnos) ciudadanos, pero a la vista de las circunstancias, hay que ser realista, y por encima de otra cosa, lo que somos es consumidores.



Pero, como les decía, esas reglas morales, jurídicas y sociales son válidas para los miembros de una comunidad, pero no necesariamente para los ajenos a ella. Hemos de tener claro que el concepto de justicia es una convención. Como cualquier ley, se trata de algo convenido entre un grupo de individuos. Algo que tiene validez dentro de esa comunidad o sociedad, pero no frente a circunstancias imprevisibles de la vida.



La vida contiene a la sociedad. La vida es más grande que cualquier civilización. Inmensa, quizá exorbitante, y siempre inabarcable.




De manera que, por muy bien planificada que esté una civilización, muchos factores escaparán al intento de control humano, por inconmensurables, por imposibles de atar o fiscalizar o imprevisibles. Sí, más o menos como los seguros de hogar. Contemplan situaciones típicas que denominan “garantías” (un tanto inflado y ampuloso el término), pero cuando nos ocurre algún incidente (ellos lo llaman siniestro, igualmente excesivo me parece) que rompe con la normalidad, casualmente no está incluido dentro de los términos firmados con la aseguradora (al menos, esa es mi experiencia). Hablo igual de un tsunami o un terremoto, como de un accidente múltiple de tráfico; igual de un despido masivo que de un infanticidio…



El entramado social que hemos urdido de certidumbre y confianza es provisional, y mayormente endeble. No es ninguna mentira que la más cruel, despiadada e insufrible realidad puede destrozar de golpe todo lo que creíamos seguro y sólido, dejándonos en la más ruinosa de las miserias (moral y/o física y/o emocional). Un avión de pasajeros es abatido por un misil y deja más de 300 muertos. Ahí mismo, a las puertas de Europa. Algo impensable... hasta que ha ocurrido. Un tipo tiene secuestradas a varias niñas, a alguna de las cuales ha violado (e incluso dejado embarazadas), en el corazón de Europa. Algo imposible de creer... hasta que acontece... En la India, 3 niñas son violadas y ahorcadas a la luz pública, y nadie hace nada…



Cuando suceden estos hechos, los supuestos básicos que asumíamos como seguros son sacudidos atrozmente y saltan por los aires. Es entonces cuando la versión más cruda de la realidad rompe los diques de contención de tales supuestos instituían y se muestra en su vertiente más brutal y tremenda.



Las normas que rigen la vida pueden ser más o menos explícitas, pero entre ellas no se encuentra la de justicia. Que las circunstancias existenciales tengan que ser ecuánimes es un añadido puramente humano. De manera que podemos criarnos pensando que esa justicia es extrapolable a todas las áreas de la vida. “Si pago mis impuestos, merezco estos servicios”, “si soy buena persona no deben pasarme cosas malas”, “si cumplo como trabajador debería recibir una prestación justa”, “si hago esto, me corresponde obtener aquello”, etc...

Pero lamentablemente no tiene por qué ser así. Piensen. ¿Cuántas veces escuchan frases del tipo?


“Esto no es justo”



“Qué he hecho yo para merecer esto”



“Esto es un castigo del cielo”



“Porqué siempre me pasa esto a mí”



“Esto no puede estar sucediéndome a mí!”



Pes me temo que sí que puede estar sucediéndole.



Existe, como mucho, una mayor o menor probabilidad de que seamos correspondidos, pero nunca una certeza de que así suceda. De manera que, me parece bastante más realista pensar: “Si soy buena persona, deberían pasarme cosas buenas... pero nada me lo asegura, ni tampoco me inmuniza contra las malas”. Puede que sea menos amable, más ingrata, pero les aseguro que más sana para su salud mental. 


Pensar “Esto es injusto” o “Las cosas no deberían ser así” no le resuelve ningún problema, y por el contrario le genera un estrés adicional (que por supuesto no necesita). Pensamientos de este tipo solo logran que nos sintamos ultrajados, agraviados o zaheridos, pero no promueven la acción para enmendar la circunstancia que nos atenacen ni nos ayuda a entender la situación. Más bien nos coloca en una posición de pobre víctima golpeada por el destino, de inocente damnificado por la desgracia, cuyo único recurso consiste en quejarse.


En el ámbito social, y amparados por las leyes humanas, la queja o denuncia puede proveer de un resultado, una reposición o resarcimiento (que precisamente es a lo que llamamos “hacer justicia”). Pero fuera de estas, quejarse no sirve para nada. 


No habrán visto ustedes nunca por ahí a una cebra o un elefante (por poner un ejemplo) lamentar la pérdida de su cría recién devorada. Dolor sí, puesto que es una reacción puramente visceral (y no solo humana). Pero quejarse, nunca.


¿Por qué? Porque no tiene sentido. A quien clamarían ¿A la manada de perros salvajes o hienas que han devorado a su retoño? No hace falta tener mucha imaginación para anticipar el resultado de esta querella ¿A los leones, por aquello de que nos dijeron eran los reyes de la selva (y lo mismo imparten justicia en su reino)? Anticipo el mismo resultado que el anterior. ¿Al Alto Tribunal de la Haya? Sin comentarios.


Y una cosa tengo por segura. A “las cosas” (esas que “no deberían ser así”) les trae sin cuidado lo que usted piense de ellas, sus cuitas o cómo las valore. No pierdan tiempo y energías lamentándose.


Para concluir. Mi experiencia es que la justicia, como tal, no existe en la vida real. Y como dolorosamente vemos día tras día, parece que cada vez menos en la civilizada.


“La justicia no existe, acostúmbrate a ello”, reza el eslogan. Triste, sí. Lamentable, más aún. Definitivo, no. En absoluto.


Pero desde luego, no esperen ustedes que aparezca un salvador, mesías o superhéroe volador con capa que nos saque las castañas del fuego. Me temo que tendremos que ser nosotros, las personas corrientes, las que hagamos algo al respecto.

¿Tienen ya algo pensado?