sábado, 31 de diciembre de 2022

Los propósitos de Año Nuevo son un deseo, no una motivación

Nada más desalentador, más en estas fechas navideñas, que decirle a quien está deprimido que se anime. "¡No te fastidia! Pero si eso es lo que quiero!", te dirá la persona, si tiene la energía suficiente para hacerlo. La pregunta que a continuación salta por sí misma es: "¿Pero, cómo lo hago?". 

Esta es la diferencia entre animarse y motivarse.

 

 

Animar es un concepto emocional; y como todos sabemos, las emociones van y vienen. Pero los motivos permanecen, por que aquello que nos motiva nace de nosotros, viene de dentro, es algo intrínseco. Las personas no se movilizan por que le des ánimos; lo hacen si tienen razones para hacerlo.

El entusiasmo de mi regalo de Reyes, (y todos lo sabemos) rayará la indiferencia apenas unos días después de haberlo abierto. Él enamoramiento desbordante de hoy perderá fuelle con el tiempo. Y la famosa lista de propósitos de año nuevo, arranca del ánimo pero fracasará por que, normalmente, carece de motivación para ejecutarlos. Puesto que se puede tener un deseo muy intenso pero no estar haciendo nada para materializarlo. El deseo es emocional, y la emoción puede impulsar el comportamiento, pero no persevera, no se mantiene; de manera que cuando cesa la emoción, cesa la acción.

En resumen, el ánimo, como su propio nombre indica, es una emoción. El motivo, en cambio, es una razón. Y cualquier propósito que tengamos será más factible si se basa en motivos que en el estado de ánimo.

Esta es una de las bases de la Terapia de Aceptación y Compromiso, en donde, a estos motivadores personales se les denomina valores. Un valor personal es todo aquello que es significativo para la persona, que consideramos importante en nuestra vida. Como dicen en las películas hollywoodienses, aquello por lo que merece la pena luchar.

 


Y este es el quid de la cuestión: enfocarnos en aquello consideramos valioso. Solo así somos capaces de sobrellevar los estados de ánimo que surjan (buenos o malos), puesto que nos impulsa la motivación por alcanzar ese objetivo.

Argentina mereció ganar a Francia en la final de la Copa del Mundo de fútbol por que desde el principio jugaron con ganas, esforzándose al máximo, esto es, motivados por la victoria. Un padre arriesga la vida infiltrándose en una banda de mafiosos por que sacar a su hijo de ese entorno es una motivación suprema para él. Y apuntarse al gimnasio o dejar de fumar serán objetivos factibles para el año próximo solo si la persona considera valiosos o significativos para su vida lograrlos.

Por mucho que deseen tener una vida más sana, mejor que confiar en que el universo se confabule con ustedes a base de desearlo muy fuerte, yo me centraría más en buscar aquellos motivos que justifican ese deseo, que le estimulan alcanzar ese logro.




miércoles, 30 de noviembre de 2022

77#. Dialogar no es defender nuestras propias creencias

Dialogar no es vencer. Dialogar ni siquiera convencer. Dialogar es compartir, es formar parte de esa mente común que emerge entre dos interlocutores.

Uno de los factores que determinan nuestra capacidad para lograr esa verdadera comunicación es nuestra habilidad para suspender nuestros propios juicios. Si no somos capaces de neutralizarlos, recibiremos la comunicación de la otra persona filtrada, sesgada a través de nuestros propios prejuicios, y por tanto, viciada.



Sin embargo, llevamos nuestros pensamientos tan integrados que nos identificamos con ellos, sin darnos cuenta de que solo son eso, productos de nuestra mente. La vesícula segrega bilis, el intestino las heces, y nuestro cerebro el pensamientos. 

Nuestros procesos cognitivos nos pasan desapercibidos, de la misma forma que cuando estamos entusiasmados nos sentimos eufóricos, vivimos con intensidad el momento y la situación, actuamos con energía, etc., pero no nos damos cuenta de que estamos entusiasmados.

Y tal y como sucede con la emociones, aunque nuestros pensamientos pasen inadvertidos, nos identificamos con ellos. Difícilmente nos percatamos de que nosotros no somos nuestro pensamiento. En nuestra vida cotidiana sentimos que nosotros somos esas historias o narrativas que construye nuestra mente. Nos fusionamos con ellas e influyen en nuestra forma de vivir; nos mediatizan y nos dejamos guiar por ellas, puesto que las percibimos como si fueran parte de nuestra esencia.

Pero por muy envueltos que estemos en ellos, no dejan de ser historias construidas. David Foster Wallace lo reflejó así: 

    Dos peces  jóvenes que iban nadando cuando se encontraron por     casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria;     el pez mayor les saludo con la cabeza y les dijo: "Buenos días,       chicos ¿Cómo está el agua?". Los dos peces jóvenes siguieron     nadando un trecho. Por fin uno de ellos miro al otro y le dijo: "¿Qué demonios es el agua?"

Vivimos como esos pececillos, inmersos en el agua de los sistemas culturales en que habitamos, en los prejuicios y creencias que contienen. Y esas narrativas, esas historias están tan integradas en nuestra vida que se invisibilizan; dejamos de verlas y consideramos que “esto es así” por propia naturaleza. Todos conocemos individuos, más de uno de la esfera pública, que se aferran a sus narrativas, sosteniéndolas con criterio de “verdad universal”, que en algunos casos se convierten en formas de abuso contra quienes sostienen perspectivas diferentes.


Cuando se ponen en entredicho o las cuestionan, las defienden como si las hubieran parido ellos mismos, como si fueran sus hijas, parapetándose y aprestándose a luchar celosamente por ellas. Es posible que no sepan ni siquiera el por qué; que no tengan conciencia de ello, pero no están actuando de forma muy diferente de como el hooligan de futbol defiende a su equipo hasta la muerte.

Llegados a este punto, el diálogo se torna imposible.

Es cuando aparecen los conflictos. Con nuestras sesgada y subjetiva percepción del entorno, generamos una representación de la realidad a la que nos aferramos. Vivimos, así, envueltos en la ignorancia de no saber que, en el fondo, no dejan de ser puras construcciones mentales.

Por contra, si somos conscientes de esto, si somos capaces de trascendernos y compartir nuestras opiniones de forma honesta, neutralizando ese sentimiento de posesión o identidad que le adjudicamos, seremos capaces de pensar juntos.

El objetivo del diálogo no consiste en analizar las cosas, ni en imponer un determinado argumento o modificar las opiniones de los demás, sino en suspender nuestras propias convicciones y observarlas, para así poder escuchar todas las opiniones y valorar su significado de manera ecuánime.


Dialogar es una cosa y convencer o persuadir es otra.

Tal y como necesitamos las narrativas para comunicarnos, necesitamos tomar conciencia, despertar de la ilusión de que los conceptos designen cosas sólidas o sean verdades absolutas.

En el diálogo no estamos jugando contra los demás sino con los demás. A diferencia de lo que sucede en la discusión, en el diálogo verdadero siempre se gana; todos ganan.

sábado, 29 de octubre de 2022

76#. Para superar el trauma no es necesario hablar del trauma

Les puede sonar rara esta afirmación, pero es rigurosamente cierta.

La resolución del trauma psicologico o emocional que está instalada en nuestro ideario pasa por hablar de lo que le sucedió a la víctima. Por afinar sus habilidades de introspección y desarrollar un arduo trabajo de exploración interior que le permita sacar a la luz una narración lo más detallada posible de suceso que le sobrepasó. Son muchas las referencias freudianas que ya están atornilladas en nuestro inconsciente (nunca mejor empleado el término); muchas las suposiciones sobre cómo se desarrolla la psicoterapia (desde el diálogo facultativo-paciente del modelo médico a todas las películas dedicadas al asunto por el amigo Woody Allen) en que el proceso consiste, básicamente, en que el paciente hable de lo suyo.


Igual de sorprendido que (deben estar) ustedes, estuve yo cuando escuché hablar de las terapias somatosensoriales. El palabro no es excesivamente intuitivo, pero hace referencia a que la materia prima con la que se trabaja es el cuerpo, no la mente. El terapeuta interviene con las sensaciones corporales, no con la cognición. En palabras de Pat Odgen, reputada terapeuta especializada en esta propueta: "El trauma se instaura en el cuerpo primero. Incluso las emociones son secundarias. Cuando te caes por unas escaleras, te agarras a la baranda al instante, antes de que la señal llegue al cerebro, antes de que salten las emociones correspondientes".

Los recuerdos asociados al trauma son almacenados en la memoria implícita que es, por decirlo de alguna forma, una memoria oculta en la que se almacenan impresiones sensoriales automáticas y no conscientes. Estos recuerdos tienen la (desagradable) peculiaridad de surgir en la mente del paciente con la cualidad de que están sucediendo en el momento presente, en el ahora.

Suelen ser estimulados por señales no semánticas, en las que no median las palabras, no aparece el lenguaje verbal, y que por tanto, no están indexadas, no están integradas con aspectos contextuales de la memoria autobiográfica. Es como si aquel suceso no hubiera sido anotado en la agenda de sus vidas, a pesar de haber sucedido. Como si hubiera quedado suspendido en algún inescrutable lugar de nuestra mente en que no existen las coordenadas espacio-temporales.

Se manifiestan en conductas no verbales como gestos, postura, prosodia, expresiones faciales, mirada y afectos. Al no ser tenerlas etiquetadas en un día concreto, con alguien específico, en un lugar determinado en que sucedieron (es decir en el pasado y en un lugar diferente) dejan a la persona a merced de emociones desreguladas, sensaciones físicas molestas, imágenes intrusivas, dolores, olores, constricción y embotamiento.


Pues bien, las terapias somatosensoriales, abordan el trauma centrándose en identificar estas sensaciones, emociones, acciones,... que atribulan al paciente. Y lo hacen así por que han constatado que no todos los trauma suceden cuando tenemos desarrollada la habilidad de hablar, o bien por que el trauma puede ser perfectamente inaprehensible por el damnificado. Les recuerdo que esta es una de las características del trauma: su caracter inefable.

En una entrevista con la mencionada Odgen, comentaba que cuando empezó a trabajar con mujeres violadas, a pesar de disponer del nutrido repertorio de herramientas terapeúticas que aprendió en la facultad, no funcionaban. No solo eso, en más de un caso, sus pacientes parecían empeorar (por efecto de la retraumatización, esto es, abordar el trauma sin estar preparada para manejarlo).

A partir de aquí, se centró en un aspecto concreto de este tipo de sucesos: El trauma se concentra en la energía no descargada por el cuerpo en su intento de afrontar la situación amenazante. Sus intervenciones terapeúticas se dirigieron, pues, a esas estrategias de afrontamiento que la persona no ejecutó; a esa energía que no se descargó y quedó retenida en el cuerpo.

Peter Levine, otro no menos destacados terapeutas en este área, afirma con rotundidad: “Los síntomas no los produce el trauma en sí, si no la energía residual de la experiencia no descargada del cuerpo”. La señora Odgen, por otra parte, incide en esta misma línea: “Las heridas traumáticas nacen no de la experiencia del trauma en sí, sino de las acciones y emociones no resueltas en respuesta a ese trauma.”


La terapias somatosensoriales sirven para abordar e integrar el trauma. Algunas de ellas confían más en la sabiduría innata del organismo para la autosanación y otras, más estructuradas, trabajan con el reprocesamiento de las memorias traumáticas, pero la lógica a la base de todas ellas no admite discusión: de poco sirve arreglar el tejado o los pilares del edificio si antes no reparamos los cimientos.

viernes, 30 de septiembre de 2022

75#. Una mente concentrada es una mente feliz

Nuestro cerebro es una herramienta, un mecanismo superespecializado de nuestro sistema nervioso, que fue evolucionado con el fin último de conservar la integridad del organismo, esto es, nuestra supervivencia. Aparte de las funciones hemostáticas s básicas para el funcionamiento cotidiano (respiración, temperatura, presión sanguínea,...), nuestro cerebro se tuvo que ir haciendo experto en resolver toda circunstancia que comprometiera dicha supervivencia. De hecho, la definición más básica de inteligencia es esa, la capacidad para resolver los problemas que se plateen. Y realmente, los seres humanos somos buenos en eso.

 



Como no hay parto sin dolor, ni discapacitado mental sin transistor, esta complejísima herramienta tiene otra cara. Tan especializado está en resolver dificultades que llega un momento en que las necesita para poder funcionar bien; como un motor requiere de combustible o cualquier organismo vivo necesita nutrientes. Desde luego, lo que no parece ir con él es el ocio, estar desocupado. Cuando nuestro órgano rector no tiene nada qué hacer, divaga. Y este deambular, ese funcionamiento sin rumbo cierto genera insatisfacción.

Si eres un martillo, todo te parcerán clavos. Cuando nuestra mente no tiene problemas que resolver, los crea. Las preocupaciones que antes eran secundarias saltan a la palestra y se convierten en circunstancias relevantes que necesitan ser resueltas. Esta sería la base de los trastornos de tipo neurótico, desde la ansiedad generalizada a los trastornos obsesivos compulsivos. Como dice Jorge Barraca "pensar demasiado solo genera infelicidad".

Las consecuencias que se derivan de este funcionamiento difuso y sin objetivo no son triviales, puesto que según los estudios, dedicamos casi al mitad de nuestro tiempo a divagar, a no estar presentes en el momento. El simple hecho de que nuestra mente vagabundee es fuente de infelicidad, pero afortunadamente, también ha quedado suficientemente avalado que cuando nos centramos en lo que estamos haciendo es cuando nos sentimos más satisfechos, felices. Por tanto, centrarse en un objetivo, concentrarse en el presente es la forma más natural para que nuestro cerebro cumpla su función, y para que nos sintamos plenos

 


Respaldo histórico encontramos ya en la sabiduría legada por nuestros antepasados, véase creencias religiosas, corrientes filosóficas o doctrinas psicológicas, que le prestaron atención al bienestar, a la felicidad. Y las más válidas coinciden en señalar que la felicidad se alcanza en la medida en que uno sea capaz de vivir el momento presente, estar en el aquí y ahora.

El exitoso mindfullness actual ha puesto de relieve una de las más antiguas estrategias al respecto: la meditación. El ejercicio de limpiar la mente de pensamientos y tratar de concentrarse en lo que sucede dentro, sin atarnos a ello ni juzgarlo, dejando que pase por nosotros. Y cuando digo ejercicio me refiero a esto, a que es un acto que hay que entrenar para asentarlo y convertirlo en un hábito saludable. De más de 190 estudios al respecto, se extrae que su práctica disminuye el estrés, mejora nuestra autoestima y estabilidad emocional, además de fortalecer conductas prosociales (empatía, generosidad y conexión con los demás). La meditación centra nuestra mente, la fortalece, y a la vez, la sosiega.

Por contra, en el extremo opuesto nos encontramos con el concepto de Flow, que acuño el psicólogo Csikszentmihalyi, que identifica con aquellas experiencias placenteras en sí mismas, en la que nos involucramos plenamente, hasta el punto de perder la noción del tiempo, y esto a pesar del coste que nos supone. Es posible que hayan tenido esta experiencia al practicar a fondo su deporte favorito, o relaciones sexuales apasionadas, o en cualquier otra actividad haya sido capaz absorber su atención.

Aunque puedan parecer antagónicas, puesto que la meditación es más holística y serena y el flow es un estado profundo de absorción entusiasta, quizá no lo sean tanto. Quiero decir que en la primera nos centramos en la no-actividad (que no es inactividad) mientras que en la segunda nos zambullimos plenamente en una actividad, pero no pierdan de vista el factor que las une: la atención. En ambas experiencias, la atención es el factor determinante; centrar nuestra mente en algo. 

Deténganse a reflexionar sobre ello. Vamos al gimnasio para entrenar nuestro cuerpo, a fin de fortalecerlo. Llevamos nuestro coche a revisión para tenerlo a punto y nos sea útil. Y sin embargo, a nuestra mente, la herramienta más sofisticada y útil que nunca tendremos, apenas le prestamos atención (nuevamente la palabra clave). 

Quizá sea por que todos tenemos una, y además nos viene de serie, como el equipamiento del coche. Sin embargo, rara vez reparamos qué contenidos tiene o cómo los maneja. De manera que es probable que no la estemos usando bien (o no aprovechemos todas sus posibilidades) ni estemos haciéndole las revisiones necesarias para que nos dure lo máximo posible y en las mejores condiciones

Recuerdenlo, disponen de un pura sangre pero igual lo están usando para cargar fardos de paja o pasear a los niños en la feria.  


miércoles, 31 de agosto de 2022

74#. La refinada estrategia de la DISOCIACIÓN PSICOLÓGIA

El concepto de disociación ha sido ampliamente debatido a lo largo de su historia, y pocos otros han sufrido tal cantidad de cambios de significado. Mientras que todas las definiciones de disociación la aceptan como divisiones de la personalidad, el término ha pasado a significar una amplia gama de alteraciones, entendiéndolo como una ruptura de las funciones de la consciencia, que normalmente están integradas, abarcando memoria, percepción, atención, cognición, emoción, conducta, etc..., incluyéndose además, tanto habituales como las patológicas. 


Si bien las manifestaciones menos patológicas se pueden asimilar a fenómenos como el de absorción psicológica (el famoso "quedarse pillado"), fenómenos hipnóticos o la conducta de fantasear, no cabe duda de que los trastornos disociativos, como la amnesia disociativa, fuga disociativa o el trastornos de identidad disociativa, son afecciones severas. Esto implica que requieren de una evaluación precisa e intervención profesional especializada.

No obstante me parece sorprendente, por un lado la cantidad de trastornos psicológicos con los que cursan los síntomas disociativos (diría que casi con cualquier entidad nosológica del manual diagnóstico de trastornos psicológicos, por que se relaciona con el trauma complejo, trastorno de estrés postraumático, trastorno límite de personalidad, trastorno bipolar, esquizofrenia, trastornos de la conducta alimentaria, trastornos depresivos, abuso de sustancias, trastornos de conversión y trastornos de somatización), y casi tanto o más que la dificultad para detectarlos e identificarlos por parte de los profesionales del ramo. Es algo completamente entendible que la sutileza del fenómeno dificulte bastante esta tarea, y precisamente a esto me quería referir, al sofisticado diseño procedimental de la disociación.

Cuando nos enfrentamos a una amenaza para nuestra supervivencia (seres humanos y mamíferos superiores), disponemos de varias estrategias de solución. La más primitiva, y la primera que ponemos en marcha, es la huida (fly). Tiene toda la logica del mundo, puesto que es la más eficiente, y sobre todo, menos arriesgada. Si no es posible escapar, ponemos en marcha la siguiente táctica del repertorio, que es enfrentarnos a la amenaza, pelear (fight). En esta se pone en riesgo nuestra integridad física, recurso crítico donde los haya para cualquier especimen. Si ninguna de estas dos son factibles, la tercera vía es la conducta de congelación o parálisis (freeze). 


Es aquí donde me dejan maravillado los vericutetos que un sistema nervioso complejo puede armar para incrementar su capacidad para la supervivencia. La conducta de congelación no se trata de un desmayo, ni tampoco es un colapso. El organismo queda sin movimiento, paralizado, pero, paradójicamente, permanece activo, se mantiene la tensión muscular y la energía aumenta. Cuando los mamíferos superiores son víctimas y quedan sin opciones de sobrevivir, tratan de pasar desapercibidos, dejan de ser centro de atención; como si quisieran que el depredador pensara que se ha rendido, que está cazado. Esta estrategia le permite jugar un último as en la manga: escapar del agresor, activando toda la energía acumulada, en cuanto este se descuide, incluso estando ya en sus fauces.

Una estrategia evolutiva de un refinamiento admirable, que se me antoja paralela al proceso de disociación, pero en esta ocasión, solo a nivel de funciones superiores. Cuando nos hallamos en una situación que nos desborda emocional y psicológicamente, es probable que tratemos de solventarla poniendo en práctica la solución más simple, esto es, el escape o huida (evitación experiencial, en términos clínicos). Si no podemos eludirla, y el comportamiento de enfrentamiento o lucha no es apropiado (algo bastante frecuente en muchas situaciones sociales), nuestra mente busca otra forma de "salir de allí" y lo hace disociándose. Físicamente permanecemos, pero psicológicamente hemos huido. Un mecanismo de defensa eficiente, y en mi opinión, tan ingenioso como elegante, si se me permite los términos, en su diseño.

En los seres humanos, escapar de la realidad no sea seguramente la dirección a seguir, puesto que no nos fortalece, pero no es menos cierto que en hay situaciones traumáticas en que solo disponemos de este recurso. Las ventajas me parecen obvias: aporta un alivio, aunque sea temporal; nos desconecta de la situación estresante y se logra algo de serenidad, permitiendo, cuando la situación traumatizante es continua e inescapable, convivir con ella, soportarla en el día a día.


No es la solución ideal puesto que esta estrategia protectora, mantenida en el tiempo, termina por convertirse en un trastorno en sí. Pero, en tanto la persona puede encontrar una solución real a su circunstancia traumatizante, como mecanismo adaptativo que es, permite manejarse en un entorno hostil, ir tirando, sobrevivir.

 

miércoles, 29 de junio de 2022

73#. Esos (pobres) niños buenos que engendra el trauma emocional

Siempre que hablamos de trauma emocional se nos viene a la cabeza la violación rastrera en una calleja oscura, el accidente de tráfico con resultado de siniestro total o el ataque inesperado de un perro con malas pulgas, pero el trauma tiene otras formas de permear en nuestra personalidad e incrustarse en nuestra vida.

El llamado trauma relacional temprano es aquel que se genera en los menores que viven en un entorno hostil, y al hablar de entorno me refiero al grupo familiar en que se desarrolla su vida. El trauma que va haciendo mella día a día, cuando la persona que tenía que proveerte de cuidados y apego también es el agente de malos tratos, vejaciones o negligencias graves, ejerciendo estos delitos de manera sistemática, o bien de manera imprevisible. La incertidumbre y miedo se van instaurando poco a poco, hasta terminar adueñándose de la vida del pequeño/a.



No se trata de la inesperada tormenta de pedrisco que arrasa con todo y provoca la inundación de calles y avenidas, arrastrando contenedores, ramas y vehículos. Es más parecido a la lluvia fina. Esa que cae pero apenas se nota, que va empapando sin que ser consciente de ello, y que provoca la sensación de no poder huir de ese humedad fría que ya te ha calado hasta los huesos.

Este tipo de maltrato genera en los niños/as una sensación de confusión, de malestar, de no saber donde se encuentra el norte, y provoca que sus comportamientos sean inestables y disruptivos: no acatar la autoridad, inquietud, agresividad, falta de atención y de concentración, hiperactividad,... Técnicamente se le denomina Apego Desorganizado y es la consecuencia más frecuente del trauma relacional... pero ningún manual diagnóstico de enfermedades mentales lo nombra, y por tanto, no se puede diagnosticar. Posiblemente se le adjudique la etiqueta de Trastorno de la conducta o Déficit de Atención e Hiperactividad, un cajón de sastre que nos da un nombre pero no alcanza al núcleo del problema.

Son los niños que en clase no dejan de levantarse de su mesa sin permiso, que tiran trozos de goma a otro para divertirse, que discuten con el profesor cada dos por tres, que infravaloran o se burlan del compañero de pupitre,... Niños que alteran el orden y llaman la atención (no precisamente haciendo méritos). Niños que rompen, pegan, gritan, afrentan... cobrando protagonismo, y a su vez, ensombreciendo a otros. A esos chico/as situados al final de la clase, más discretos y reservados. A esos otros que no dan problemas.



Nadie se fija en ellos por que su comportamiento es normal, incluso deseable. Esos chicos y chicas que, muy al contrario, están pendientes de lo que ocurre, que ayudan, que incluso sonríen, a veces de una manera que pareciera compulsiva. Esos chicos que, sin embargo, tienen en su mirada un fondo turbador, oscuro, triste.

Maestros y profesores, padres y familiares, vecinos y amigos están pendientes de los pendencieros y problemáticos, derivan al orientador escolar, psicólogo o pedagogo de turno, tratando de hallar una solución a su comportamiento antisocial. Pero rara vez repararán en los segundos; en pocas ocasiones atenderán a los segundos, a los que son "normales", a los que sufren en silencio, por que cargan con el mismo tipo de trauma que los primeros, pero que en vez de haber adoptado la estrategia de exteriorizar su malestar, lo han interiorizado.

Algunos de ellos tienen padres que que se muestran orgullosos por tener un hijo/a absolutamente obediente, por ser buen estudiante, por estar atentos siempre a prestar ayuda, solícitos y agradables, pero la verdad es que pueden ser tan víctimas como los primeros.

Cuando el apego desorganizado se ha instalado en el sujeto, lograr el control con estrategias punitivas es habitual, obteniendo así lo que quieren de su entorno. Sin embargo, los segundos adoptan la opuesta: el cuidar, el agradar, el satisfacer,... Agradar para que no despierte el monstruo y me machaque con sus gritos e insultos, para lograr una mirada de cariño, un gesto de apoyo. Ayudar para que cuando llegue la figura de apego borracha no la pague con él o ella. Sonreír para que parezca que todo va bien, que no soy importante, que haré lo que pidas.



La próxima vez que se encuentren con chicos y chicas buenos, demasiado buenos, sospechosamente buenos, no hagan interpretaciones bienpensantes e idealizadas. Puede tratarse de una defensa que le proteja de la desorganización grave que conlleva no sentirse cuidados o sentirse amenazados. 

Ser tan buenos no es necesariamente un indicador de felicidad; podría tratarse de un grito de ayuda disimulado.