martes, 5 de noviembre de 2013

Punto de no retorno (y III)

Seguro que a ustedes se cruzan habitualmente por la calle con personas de las que no saben nada. Nos sucede a todos, a cualquier hora. Individuos que viven en esa anónima burbuja, y sobre los que podemos realizar todo tipo de cábalas, según el estado de aburrimiento en que nos encontremos o del interés que puedan despertarnos. Pero en la mayoría de los casos, ahí permanecen, suspendidos indefinidamente en ese vecino anonimato.



Julia era una de esas personas desconocidas con las que me cruzaba de vez en cuando. Alguien a quien prestaba atención por el hecho de encontrármela en dirección opuesta cuando voy a trabajar, pero que tampoco despertaba mayor interés por mi parte. Sin embargo, entramos en contacto, de manera fortuita, gracias a una amiga suya. Y la empecé a conocer, en principio sin un interés concreto por mi parte, solo porque se sentaba en nuestra mesa a tomar café en el intermedio de aquel taller de formación. Pero poco a poco captó mi atención y me fueron interesando las circunstancias de su vida.

Julia no debe llegar a la cuarentena. De complexión escuálida aunque fibrosa, es delgada y bajita. Su pelo castaño, liso y largo (sin llegar a alcanzar la longitud de la Pantoja) no le lucía todo lo que debiera, pues frecuentemente lo llevaba recogido con un moño muy “aquí te pillo aquí te mato”. Vestía ropa de batería, que dice mi madre, tipo chándal, camiseta y vaqueros,... En fin, no es el tipo de persona que llama la atención a primera vista.

Su voz es baja, suave y algo desentonada, quiero decir que se le escapa algún que otro gallo al hablar. Tampoco es que sea particularmente parlanchina. De hecho, al conversar con ella, más bien hay que sacarles las palabras con sacacorchos. 

La vida de esta mujer es monótona (como la de tantas otras), repetitiva y sufrida, siempre a la carrera para cumplir con sus responsabilidades. Se dedica a limpiar a domicilio y cuidar personas mayores. Quizá me comentara que trabajaba en el servicio de ayuda a domicilio. Últimamente le va bien en el trabajo; le han salido varias casas, así que apenas para en la suya. Solo llega a esta al finalizar la jornada, y tarde. 



Julia está separada. Se casó, hace ya muchos años, cuando pensaba que vivir en pareja le haría feliz, cuando era muy joven, demasiado para saber en donde se estaba metiendo. Su ex marido es enjuto y bajito, de piel oscura; de esos que lleva un peine de plástico en la cartera y siempre está repeinándose para atrás un pelo graso, que intuyo fruto de la seborrea más que de gel fijador o gomina. No es la persona que le recomendaría a nadie como amigo, ni siquiera como conocido. De hecho, lo mejor que puede hacer uno con él es tenerlo lo más lejos posible. Entre los méritos más atractivos de su curriculum destacan: ser alcohólico, drogadicto (de vaya usted a saber cuantas sustancias), o sea, politoxicómano, desinterés por cualquier tipo de trabajo o responsabilidad, carácter irritable, prontos violentos, y además, bocazas. Ah! Se me olvidaba, también es ex-convicto. En definitiva, el marido ideal que toda madre quisiera para su hija.

Lo más peculiar de esa relación (por llamarlo de alguna manera) es que él lleva apareciendo y desapareciendo de la vida de ella desde siempre. Por temporadas. A su antojo, en muchas ocasiones, y obligado (ingreso en prisión) en otras. Digamos que la inestabilidad sería el rasgo más descriptivo de esta pareja. La comunicación entre ambos siempre fue ruda y puramente instrumental (me hace falta..., mañana tienes que..., alárgate al super y me traes..., etc). Amor es una palabra que nunca existió en el vocabulario de él. 

Pues con todo y con eso, esta mujer tiene 7 hijos. Y todos son de él.

¡7 hijos!  Meloexplique!

Trato de establecer conjeturas, elaboro hipótesis, e intento ponerme en el lugar de ella para tratar de comprender cómo se puede tener tamaña prole de semejante “artista”. Pero por mucho que lo intento, no me salen las cuentas.
  • El primer hijo, supongo que no tiene más complicación de entender. Nos “queremos”, nos acostamos y el Señor manda los bebes.

  • El segundo... en fin, decía un proverbio árabe que “La primera vez que me engañes la culpa es tuya. La segunda vez, la culpa es mía”. Pues quizá ella no lo escuchara ni leyera nunca. 

  • El tercero, que se yo. Vuelves a juntarte, crees que va a cambiar (probablemente la creencia más nefasta, fatídica y venenosa que conozco a nivel de relaciones de pareja) y... bueno, llega otro bebé. No obstante, el tipo no cambia. 

  • El cuarto... ¿cómo demonios me explico lo del cuarto hijo? Sacar tres hijos adelante ya es difícil. No les cuento si no dispones de fuente de ingresos económicos estable. Y además, ella sola, porqué él siempre se ha desentendido alegremente de ellos. ¿Y entonces? Otro calentón, digo yo (porque no se me ocurre otra explicación). 

  • ¿Qué les digo del 5º? ¿Y del siguiente? ¿Y del otro? 


No, no me cuadra lo mire por donde lo mire. Pero aún así, hay dos hipótesis explicativas que han sobrevivido a la criba

1º) El famoso impulso, el no poder evitarlo, esa especie de atracción instintiva que a veces te ata (expresión que hay que entender su más amplio y extenso sentido) a otra persona. Y contra la que parece que no puedes hacer nada por contrarrestar.

2º) El miedo. El miedo a las represalias del tipo si te niegas a estar con él. 

Y si tengo que decidirme por una, me decanto por la segunda.

Pero héteme aquí, que después de cargar con esta densa biografía a sus espaldas, un buen día me encuentro con que Julia comenta que fue al cuartel de la Guardia Civil y puso una denuncia contra el energúmeno. Ya lo había hecho en alguna ocasión, años atrás, pero no tardó en retirarla en el momento en que él se apropió, en mitad de la calle y a plena luz del día, de uno de los hijos menores y se lo llevó. A partir de aquí, con solo esgrimir esa amenaza, sabía que la tenía a su merced.

Tras aquella denuncia ocurrió que, no me pregunten cómo, el cafre logró entrar en casa de ella y se dedicó a destrozarlo todo: lavadora, ropa, ordenador, televisión,... Ella sintió la punzada del pánico más honda que en otras ocasiones; pero no hizo lo mismo que en las anteriores. Esta vez se decidió a denunciarlo. Allanamiento de morada, destrozo de bienes y mobiliario, además de quebrantar la orden de alejamiento que tenía impuesta. Resultado: tres años de prisión.

Durante estos años, ella ha intentando sacar honestamente a la prole adelante, con el apoyo de su familia, convecinos e instituciones públicas, y sobretodo, han podido conocer la calma familiar. Alguna vez ha comentado lo reconfortante que es vivir sin el temor de que alguien se te acerque inesperadamente por la espalda y cumpla sus amenazas. Lo gratificante que es tener como única preocupación en tu vida tan solo el tener que trabajar como una mula, de 8.00 de la mañana a las 11.00 de la noche. 

Pero el plazo de la tranquilidad ha expirado. El ogro ha cumplido su condena, y ha salido de la cárcel. Ella confiaba en que se largara a cualquier otra parte del mundo, pero esto era más un anhelo infantil que una posibilidad real. Y como era de esperar, ha vuelto a la ciudad. Si uno se para a pensarlo con detenimiento, ¿A dónde va a ir un desgraciado de ese calibre? Cómo no va a volver al lugar donde, para conseguir cubrir sus necesidades (y vicios), solo tiene gritar y amenazar. Cómo no va a volver a la casa donde tiene cama y comida gratis, aunque eso signifique arrinconar a su propia madre en la cocina. La lógica animal del mastuerzo es simple: Si me ha funcionado siempre ¿porqué iba a dejar de hacerlo ahora?

Pues solo una razón haría que dejara de funcionarle: Que la otra persona diga NO. Que se plante, que se enfrente a él. Y solo puede uno tomar una decisión sólida y convencida cuando ha comprendido que vivir así no es vivir (¿de qué me suena esta frase?), que ella es la única que puede cortar esa relación, y sobe todo, que antes o después, ha de hacerlo; sea por ella, sea por el bien de sus hijos.

Julia puede contar con todo el apoyo del público de la plaza, de la presidencia, del apoderado y la cuadrilla al completo, pero solo ella está delante del toro. Por muy arropada que esté, por muchos vítores y ánimos que le den, solo ella puedes decidir enfrentarse al morlaco. Solo ella puede hacerlo. 

 
Y Julia lo ha hecho. 

Lo ha decido, ha dicho: “Hasta aquí llegó”. De una forma u otra, ha alcanzado ese punto, ese momento, en que tiene que hacer lo que sabía que tenía que haber hecho hace tiempo. Es posible que se hubiera ahorrado sufrimiento (también tendría algunos hijos menos) si lo hubiera hecho antes. Pero criticar es fácil cuando es gratuito. Solo se puede opinar con cierta autoridad cuando se está o ha estado en la misma situación, delante del toro.


No todos aprendemos igual, ni a la misma velocidad. No todos estamos en el mejor momento para tomar la decisión necesaria cuando toca. No todos podemos ver las cosas con la misma claridad con que las ven los de alrededor (el astado se ven muy bien desde la barrera, pero cuando estás delante del bicho,... es otra cosa). Y aún así, lo importante es llegar, tomar la decisión, alcanzar ese punto de no retorno.

Pero ella lo afirmó con sus palabras: “No voy a volver a lo de antes”.

Y lo dijo convencida.

Con la convicción con que Cristina Sánchez se plantaba delante del morlaco en la plaza, dispuesta a entrar a matar.

Con la rabia que nace del miedo extremo, la misma con que la Teniente Ripley se enfrenta a Alien, sabedora de que disyuntiva es sencilla: se trata de ella o el bicho.

Con la misma determinación de Rigoberta Menchú, quizá con la única diferencia que a esta le nació la conciencia progresivamente y a Julia (tras años intentando esquivarla) creo que fue la conciencia la que le alcanzó a ella. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario