Estamos tan convencidos de que somos entes autónomos, de que somos un solo "yo" independiente, INDIVIDUOS (así dicho, con mayúsculas y en negrita), que ni siquiera ponemos en duda semejante creencia. Desde el clásico mito del niño salvaje hasta el moderno selfmade-man (tan postulado por el sistema capitalista), hemos dado por sentado que la unicidad, la individualidad, es nuestra seña de identidad. Como si nuestra dotación genética fuera inmune a las influencias del entorno, cómo si en cualquier lugar del planeta o la galaxia en que naciéramos, diera lugar a un ser humano completo, esto es, una persona. Igual que si plantáramos una semilla de melón, en cualquier terreno que agarrara haría crecer un espécimen perfecto de melón. Semejante concepción de los seres humanos es un error, o directamente una mentira.
Olvídense del 7, el número de la suerte, también del 3 de la santa trinidad; nada del 8 de la prosperidad china; ni siquiera el número áureo que guía la proporción geométrica en la naturaleza. El mundo en que vivimos fue creado desde la dualidad. El 2 es el número crítico en nuestra vida, puesto que dos son las personas que se necesitan para que un ser humano realmente llegue a ser persona. El ser en desarrollo y el desarrollante, la madre y el bebé, el maestro y el alumno... el ying y el yang.
"No se trata de que la relación de la madre afecte al cerebro del bebé; es que requiere, literalmente, de tal interacción” (Schore, 2001). La maduración biológicamente programada del sistema nervioso se va conformando por las experiencias interpersonales que el bebé experimenta. En el establecimiento de una relación de apego sana entre cuidadora (madre) y bebé reside el germen necesario para el desarrollo de capacidades tan superiores como la confianza, empatía, amor, alegría, humor, paciencia, creatividad y vitalidad (Schore, 2001a; Schore, 2001b; Schore, 2003). En definitiva, para ser un adulto pleno.
La inmadurez del sistema nervioso del bebé impide que pueda manejar sus propios estado internos. Cuando las emociones le desbordan, no puede calmarse por sí mismo, requiriendo entonces de una figura de apego que actúa como agente regulador de su estado. Le presta ayuda para salir de la situación de estrés y proporciona la experiencia de calma y tranquilidad. Será a través de estas dinámicas, repetidas día a día, como el niño/a aprenderá de la madre sobre la seguridad o el peligro del mundo. A lo largo de este proceso, el sujeto cada vez será más capaz de autorregularse y dependerá menos del cuidador/a. El bebé aprenderá a controlar sus estados internos por sí mismo, transformando la regulación externa primavera en un exitoso proceso de autorregulación cuando alcanza la madurez.
Las consecuencias de esta diada es crítica: un bebé que siente su madre le rechaza, que no le presta atención, que no le enseña a sonreír, a mirar, a jugar,... desarrollará un carácter inseguro ("el mundo no es un lugar confiable") y desconfiado. Un niño que vive una relación de calidez y receptividad emocional con la persona que lo cuida se fortalecerá, haciéndole sentir seguro, querido y aceptado.
Nunca fue tan cierta una frase como la de "todo se lo debo a mi madre" (o padre, o persona/s que me criara y cuidara), aunque estoy convencido que el común de los mortales no alcanza a ser consciente de toda la verdad que encierra tal afirmación. La base de todo lo que somos como persona, o sea, de nuestro desarrollo físico (nutrición, abrigo, alojamiento,...) pero también del desarrollo de nuestras capacidades más humanas, cómo las emocionales, psicológicas proviene del hecho de que alguien nos apoyara, acompañara y guiara durante nuestra infancia temprana. Y ese mentor/a, aunque nos percibamos como individuos, sigue estando dentro de nosotros, integrado en nuestro ser, a través de aquellos aprendizajes que nos brindó.
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