martes, 31 de diciembre de 2013

Expectativas



Las expectativas influyen directamente en nuestro estado de ánimo. La previsión que hacemos del futuro, dependa de nuestro comportamiento o de las circunstancias externas (o de ambas), incide directamente en la manera en que nos sentimos. Si esas previsiones se cumplen, se generan unas emociones. Pero si no se cumplen, también las generan, normalmente de signo opuesto.



La cuestión es que en muchas ocasiones no reparamos en que anticipamos el futuro sin ser conscientes de que lo estamos haciendo. Y además, cuando anticipamos el suceso, no necesariamente prevemos el impacto emocional que este acarreará. Y esto puede ser fuente de reveses, frustraciones y desengaños. Y coincidirán conmigo en que no podemos ser partícipes de nuestra propia infelicidad.




  • Cuando era pequeño uno de los primeros regalos que recuerdo fue un rifle de asalto (si, de juguete, que no estamos en EE.UU.). No recuerdo el anuncio en TV pero sí la expectativa que tenía del mismo. Como todos los niños, la noche de reyes fue difícil conciliar el sueño, y al amanecer salimos disparados al dormitorio de nuestros padres para requerir nuestros regalos de Reyes. Abrimos nuestros paquetes con indisimulada avidez y nos entusiasmamos al ver nuestros rifles de asalto empaquetados. En principio no parecían tan grandes como en el anuncio, pero no nos importó demasiado. Cuando los extrajimos de sus envases observamos que la factura técnica tampoco era tan realista como imaginábamos. En el anuncio parecían fusiles de verdad, no de plástico. Tampoco le dimos demasiada importancia. Eso sí, disponía de un cargador con una retahíla de balines de forma ovalada, que se encajaba en el rifle como los de verdad (última novedad en el mercado).

Ni que decir tiene que nos faltó tiempo para probarlos. Agarré mi fusil, inserté el cargador y tras una breve carrera salté directamente (como Rambo en su mejor época) tras del sillón del salón. Me embosqué, apontoqué el arma y busqué a mi hermano. Cuando lo localicé había hecho exactamente lo mismo que yo, pero detrás del sofá. Apunté con el fusil y cuando lo tuve encañonado, disparé.

¡Allí sobrevino la gran desilusión!.

Apreté el gatillo y salió una pequeña balita que no alcanzó el metro de distancia. Mi hermano hizo lo mismo repetidas veces y el resultado fue idéntico. Resultado patético! Parecíamos la viva representación de un chiste de Gila (¿Oiga, es el enemigo? Sí, que se ponga). Toda la ilusión puesta en que aquel fusil que permitía hacer disparos con repetición (toda una novedad para la época) y que además tenía un alcance de tiro de varios metros (sensible mejora respecto a las demás escopetillas al uso), se fue al garete. Como pudimos constatar ante nuestros ojos, esto era así  solo en el anuncio.

Creo que fue el día en que dejé de creerme los anuncios de TV.   



  • Algo más crecido, de adolescente, recuerdo a un señor de campo, algo cerrado de mente el hombre, que estaba enamorado de la locutora de la radio local. Ciertamente aquella mujer tenía una voz bastante radiofónica y mucho oficio. Por las tardes presentaba uno de aquellos programas de canciones dedicadas. Este hombre telefoneaba cuando podía para realizar su dedicatoria, pero se inventaba las personas destinatarias de la misma. En realidad, su interés se centraba en escuchar a aquella presentadora mencionar su nombre y en que le honrara accediendo a pinchar su petición. En cierta forma, todas aquellas canciones estaban dedicadas a ella.

Un buen día bajó al pueblo a realizar unas comprar y quedó con un amigo. Este estaba enterado de su platónica devoción, y casualmente se cruzaron en la calle con la locutora de marras. El amigo le hizo la apreciación pertinente, pero la reacción del labriego fue de incredulidad. El amigo le insistió en que era ella, porque la conocía personalmente, pero nuestro protagonista insistía en que no podía ser ella. Aquella señora bajita, algo rechoncha, sin gracia ni glamour, no podía ser la excelsa dueña de las ondas, la poseedora de la voz de le tenía embelesado. Aquel hombre había imaginado en su mente una persona concreta partiendo de su radiofónica voz, presuponiendo que ambos conceptos estarían en relación proporcionalmente directa. Pero no era así. Créanme, no hubo forma de convencerlo.



  • Algo parecido me ocurrió a mí cuando vi por vez primera la foto de Pablo Milanés, el cantautor. Aquel señor zolloncete, de orondos mofletes y cara risueña, tan lustroso y bien nutrido no podía ser el autor de “Yolanda”, “Yo no te pido” o “El breve espacio en que no estás”. La expectativa que me había creado en mi cabeza era totalmente ficticia, imaginada; la palabra exacta es estereotipada.
    Supongo que me esperaría más a un espigado trovador, mayormente bien parecido, de gestos elegantes, faz blanquecina y mirada lánguida. Quizá con el estilo de Leonard Cohen, o la estampa transgresora de un Bob Dylan; quizá con el desgarbado descaro de un Sabina o la serena austeridad de un Aute. Que sé yo, como mínimo un Silvio Rodríguez. Pero no era así. Aquel hombre parecía más bien el camarero de “Vacaciones en el mar” (inevitable comparación ante el nutrido pelucón afro que lucía en su época juvenil) o un primo lejano de los Jackson 5 (cuando estaban con Michael). Pero no había caso. El auténtico Pablo estaba en las antípodas de lo que yo me había imaginado, y no por eso dejaba de ser el amigo Milanés.

De hecho, el proceso que seguí fue el opuesto. Saber que aquella era la apariencia real de Pablo me hizo recapacitar sobre el estereotipo que se activaba en mi mente cuando manejaba la palabra “cantautor”, y me permitió ampliar las posibilidades de esa categoría. De manera, que para la próxima vez ya estaba avisado. Los estereotipos son solo eso, ideas genéricas preconcebidas, que a la hora de al verdad pueden atinar, o no.



  • Hace unos años viajé a Bruselas. Estuve solo unos días, por asuntos laborales, pero me dio tiempo a dar una vueltecita por el centro. Estuve en la Gran Place, que me pareció majestuosa, soberbia, rodeada de unos edificios tan barrocos como soberbios. Callejeé sin destino fijo concreto, y al dar la vuelta a una esquina me encontré una fuentecilla tras una verja. Me acerqué como queriendo reconocer la figura que representaba. Cuando estuve enfrente vi que el muchachito del que surgía el chorrito de agua era el Manneken Pis, el símbolo de la ciudad. Pensé que se trataría de una copia a escala del original.

Supuse que igual habría varias otras distribuidas por la ciudad, porque aquella esculturilla me pareció bastante normalita, sin encanto ninguno. No obstante indagué y cuando le pregunté a unos paisanos al respecto me comentaron que no, nada de copia. Aquel era el original.

No me fastidies! Aquella estatuilla de bronce que no llegaba al medio metro de altura era el auténtico Manneken Pis! No puede ser, hombre! Volví a indagar, esta vez en las tiendas de alrededor (dando por sentado que, al ser convecinos, su información sería más fiable), y me confirmaron lo que ya me habían contado. Vaya chasco! Aquella fuentecilla, en una esquina cualquiera, de una calle normalita, que igual podía estar en una plaza perdida de mi pueblo, era el emblema de Bruselas, ese que sale en cualquier referencia a la ciudad.



Sin darme cuenta, en función de la importancia que se le suele dar a los símbolos de según que lugares (ya me dirán como compite el niño meón con al torre Eiffel, la Puerta de Alcalá, el Coliseo romano, etc.) mi mente creó una expectativas sobredimensionadas del esplendor o grandiosidad que debía tener el emblema de aquella ciudad. Y lo peor es que lo hizo sin avisarme; esto es, de manera inconsciente.



Son anécdotas simplonas, sin excesiva trascendencia, pero que ejemplifican lo que les quiero contar. Las expectativas son importantes. Y si nos referimos a cómo condicionan nuestro estado emocional, son críticas, primordiales.



Porque el quid de la cuestión está en extrapolar estas expectativas a situaciones mucho más trascendentales de nuestra vida.



Uno elige cursar unos estudios concretos porque dispone de una serie de expectativas en mente: Qué trabajo desarrollaré (aproximadamente), en que lugar (aproximadamente), con que sueldo (aproximadamente), rodeado de que tipo de personas (aproximadamente),... pero eso no significa que efectivamente después se vayan a materializar tan aproximadamente. El ritmo de vida va tan acelerado que nada te asegura que cuando termine uno de estudiar, por  muy realistas que sean las expectativas, estas se cumplan. Si yo estudié medicina o enfermería pensando en que iba a ser un crack (un doctor House, por ejemplo) o que voy a trabajar en un entorno concreto (Anatomía de Grey) y termino como el Dr. Joel Fleishman, en Cicely, Alaska (magnífica serie aquella de Doctor en Alaska), emocionalmente no va a ser gratuito. Terminar ahora la carrera, en plena crisis, significa pasar de ser una de las voces autorizadas en el pueblo (junto con el alcalde y el maestro) a ser un jornalero especializado del sistema de salud. Y si uno no se prepara mentalmente para asumir esta incertidumbre (por otro lado, elemento natural de la vida) se cobra un precio emocional.   
 

Y que les cuento de elegir pareja. Supongan decidiéndose a compartir su vida con alguien, pongamos casarse. Las consecuencias entiendo que son bastante más sustanciales en sus vidas. Si bien las personas, nuestra esencia humana varía menos con el tiempo, no deja de ser fundamental que mis expectativas estén basadas en datos lo más realistas posible. No es igual comprometerse con alguien teniendo una expectativa ideal (tan promovidas por las películas americanas) de felicidad y comer perdices, que cuando dispongo de una idea mucho más realista de lo que significa el matrimonio en el día a día. No sea que les pase como a Jack Nicholson en la película “A propósito de Schmidt”, en que un buen día se incorpora de la cama, mira a su esposa y con los pelos de punta y la cara de recién levantado exclama para sí mismo algo así como: “Pero ¿Quién demonios es esta mujer?”. 
  
 

Asegura José Antonio Marina que el individuo siempre vive proyectándose al futuro. Nuestra inteligencia nos permite inventar (crear) distintas posibilidades entre las que elegir. Pero para proyectar, para planificar, maquinar, prever o especular lo primero que necesitamos es generar una idea del objetivo a alcanzar. Y estas ideas son la expectativas.



Por tanto, y a modo de conclusión, es fundamental que uno tenga claro al menos dos o tres cosillas:



1º.- Siempre nos estamos comparando con algo o alguien. Esta comparación genera una expectativa, que afectará necesariamente a nuestro estado emocional,de un signo u otro.



2º- Cuando generemos expectativas, traten de que estas sean lo más realistas posible. Hemos de ser extremadamente cuidadosos de no perder nuestra objetividad, que siempre está amenazada por el sesgo de nuestros deseos y necesidades. 



3º.- Hemos de darnos cuenta de que siempre estamos generando expectativas, realizamos predicciones de todo constantemente (desde la película o libro que vamos a atender, la reunión a la que vamos a asistir, hasta lo que deseamos ser en el futuro). Lo hacemos seamos o no conscientes de ello. Por tanto, si no lo somos, es importante buscar la forma de hacerlas emerger, de hacerlas visibles (al menos para nosotros) puesto que corremos el riesgo de salir defraudados. Si el proyecto es de enjundia, es vitalmente relevante, entonces, el precio afectivo a pagar puede ser muy alto.

Recuerden siempre: La realidad es la que manda.

Y todos estamos siempre aprendiendo

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