viernes, 16 de marzo de 2018

35#. ¿Por qué no olvidamos los malos recuerdos?



Sin memoria no hay nada. No somos nadie, no tenemos identidad ni podemos entender nada. Sin ella seríamos más zombies errantes que seres humanos.


La memoria nos convierte en seres humanos, nos faculta para vivir, permite componer  nuestros sentimientos, nos capacita para relacionarnos y para aprender. Para aprender aquello que nos hace sentir bien, pero sobre todo, para reconocer aquello que pone en riesgo nuestra existencia.

Nuestra memoria se conforma de información, sentimientos, hechos, sensaciones... en definitiva, recuerdos, y cada uno de ellos tiene un signo. Aquellas cosas que nos interesan, que son relevantes para nuestra vida, esto es, aquellos estímulos que tienen valor emocional, ya sea positivo o negativo se recuerdan mejor. Tendremos mejor asentado el recuerdo de nuestra cena romántica el mes pasado que el de la compra del supermercado la semana anterior o lo que hice en el trabajo esos mismos días. Pero también será más preponderante el recuerdo de un incidente de tráfico o un altercado callejero en que nos hemos visto implicados.

Lo más frecuente es que no tengamos queja de los recuerdos gratos y emocionantes, e incluso queramos rememorarlos, e igualmente, tratemos de evitar aquellos que son angustiosos y desagradables.


En este caso, es probable que no estemos teniendo en cuenta, o quizá desconozcamos, que tales recuerdos tienen un valor de supervivencia.

Todos nosotros pasaremos por situaciones crudas y amargas a lo largo de nuestra vida. Esos momentos pueden ser molestos, estresantes o agobiantes… pero tienen una función. Son desagradables pero útiles. Los recuerdos dolorosos tienen un valor pedagógico: Nos enseñan, nos muestran relaciones de causa-efecto, y consecuentemente, nos proveen de una información esencial que nos permite prepararnos para enfrentarnos en el futuro a situaciones críticas. En definitiva, con lógica o sin ella, nos gusten más o nos gusten menos, lo malos recuerdos (sobre todo ellos) nos enseñan cómo funciona la vida.

Un amigo siempre me ha contado cómo su abuelo le enseñó a conocer el peligro que suponía una chimenea abierta en casa para un crío pequeño. Un buen día, atraído por la lumbre, se acercó a ella. El fuego encendido estaba rodeado por una vieja chapa metálica, y él acercó su mano a ella con curiosidad infantil. El abuelo lo observaba mientras permanecía sentado al lado. Alargó entonces la mano hacia la de su nieto y, con su dedo, apretó lo suficiente el de su nieto para que tocara el metal caliente. La yema del crío tocó el metal candente y se quemó. Retiró la mano al instante, dolorido y llorando, para ser atendido y recibir la cura materna.

Mi amigo me comenta que nunca más volvió a quemarse con fuego.
¿Cruel? Sí
¿Bruto? Sí
¿Efectivo? También.

Si pudiéramos olvidar el incidente, borraríamos un recuerdo doloroso, pero desde luego que también ese aprendizaje tan consistente.


Desde luego que se puede aprender de maneras menos lesivas. Mediante instrucciones (“No te acerques al fuego que quema”) o a través del aprendizaje vicario (“¿Has visto como se ha quemado el abuelo por tocar el fuego?), pero desde luego que no tan profunda y permanentemente como con la experiencia directa.

Aunque parezca que estoy deseando que me ocurran desgracias para aprender mucho de la vida, les puedo asegurar que no es así. Pero una vez sucedidos, podemos afrontar los malos recuerdos superando la simple queja si contrapesamos su valor negativo: sabiendo que tienen una función, que tienen un significado. Si nuestra mente los retiene es porque nos sirven de recordatorio o enseñanza de algo relevante para la vida.

Nota: Excluyo de esta explicación los recuerdos traumáticos, por su distinta naturaleza, que abordaré en otro post.

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