Todos hemos sido ignorantes y, de hecho, seguimos siéndolo en muchos ámbitos. La ignorancia, en sí misma, no es un defecto, puesto que se puede entender como el punto de partida del aprendizaje. Pero también hay una ignorancia que rompe este precepto, y es la de aquellos que no quieren aprender. Por comodidad o pereza, por prepotencia o egocentrismo, por identificación con un grupo social,... cada vez son más los individuos que no solo son ignorantes, sino que se sienten orgullosos de ello y se le caen prendas en exhibirlo como un mérito.
Nunca en la historia hemos tenido tantas posibilidades para instruirnos como en el momento actual. El acceso a internet ha democratizado el conocimiento de una manera impensable décadas atrás. Desde cursos gratuitos hasta bibliotecas virtuales, pasando por debates, foros y documentales, cualquiera puede informarse, formares e instruirse. Pero no; estos tipos no solo muestran un convencido desinterés por el conocimiento positivo, sino que, como era de esperar, detestan a los instruidos o formados.
Se está instalando una especie de subcultura del analfabeto funcional, del ignorante orgulloso, que observa el conocimiento fundamentado con recelo, como si fuera una carga innecesaria. Y al extenderse insidiosamente, empezamos a ver como el conocimiento ya no se celebra: se sospecha de él. Y eso tiene consecuencias.
No hace falta hacer un recorrido histórico del concepto para concluir que la ignorancia siempre ha beneficiado al poder. Desde las primeras civilizaciones, en que el conocimiento se restringía solo a grupos sociales privilegiados (llámense nobles, llámense religiosos,...), a las culturas clásicas (griegos y romanos disponían algo muy similar), las clases dominantes se han cuidado mucho de restringir el acceso al conocimiento, sabedores de la amenaza que supondría para mantener sus privilegios.
Aún así, se rompe este círculo vicioso con el advenimiento del Renacimiento, en donde la imprenta democratizó el acceso a los libro, al saber, y posteriormente con la Ilustración, que enarbolaba con orgullo el lema "atrévete a saber". En el siglo XIX nace la educación pública, básica, que va instaurándose poco a poco en los estados más avanzados, llegando a la actualidad, en donde se constituye como uno de los pilares del Estado del Bienestar.
Podemos extraer de aquí que mientras pudieron, los poderosos se apropiaron del conocimiento, pero cuando el avance de una sociedad o un país empezó a depender de lo competentes (instruidos) que fueran sus ciudadanos no pudieron mantener esta treta. Actualmente dependemos de la ciencia y a la tecnología (de las cuales no sabemos nada, lo que nos aboca al desastre, como decía Carl Sagan) así que no se pueden restringir el acceso al saber. Entonces, ¿de qué manera podemos impedir que los que saben nos quiten el poder a los que nos dominan? Fácil. Confundiendo y enredadando, difundiendo información sin sustento, creando bulos, que permitan al ignorante poner en duda al intelectual, que le permita hablarle de tú a tú, aún sin pruebas. Que le permita igualar el mérito de haber dedicado la vida al estudio al orgullo de no saber nada y me va bien.
Quien piensa, cuestiona. Quien cuestiona, denuncia. Y eso incomoda al poder. Por eso, desautorizar a las voces críticas ante la masa resulta una estrategia eficaz: si se ridiculiza al que sabe, se le resta influencia. Y además, se evita el esfuerzo de tener que contraargumentar.
Los ignorantes avergonzados son manejables, pero los ignorantes orgullosos además de manipulables, se enfrentan al conocimiento para desautorizarlo. Se convierten en escudos humanos contra el pensamiento crítico, y esto, curiosamente, beneficia a ciertos grupos de interés.
La ignorancia no es solo una actitud personal, sino también una herramienta funcional. Y ¡ojo!, como toda herramienta, sirve a alguien.
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