Como vimos en el post anterior, a lo largo de la historia, el poder siempre ha jugado con la ignorancia de los individuos para mantener sus privilegios. Siendo esto así, la reflexión que surge a continuación es tentadora: ¿por qué quedarse solo en mantenerlos, cuando puedes ampliarlos?
Estamos hablando de que la ignorancia, como fenómeno social, no es una casual ni un efecto natural del devenir de los tiempos. No es una ignorancia ingenua, fruto de la falta de oportunidades, sino que se trata de una idiocia promovida, cultivada y recompensada por estructuras que se benefician de una ciudadanía desinformada, acrítica y emocionalmente reactiva.
Dadas estas premisa, no puedo alcanzar otra conclusión: la ignorancia actual no es solo ausencia de conocimiento; es una arquitectura ideológica que se levanta sobre pilares como los siguientes.
Por un lado nos encontramos con la desinformación sistemática de los medios de comunicación, que priorizan el espectáculo sobre el análisis. Generan titulares que están diseñados no par informar sino para provocar, y los omnipresentes algoritmos no dejan de premiar lo viral por encima de lo objetivo y veraz.
Por otra parte, la educación mediocre, cuando no domesticada, ha dejado de cumplir su esencial función crítica. Los sistemas educativos enseñan solo datos, promueven el obedecer más que el pensar, valorando la memorización por encima de la reflexión, y evitando los conflictos éticos o históricos que puedan despertar conciencia crítica.
Todo esto sucede en mitad de un indeleble ruido digital; esa sobrecarga de datos, que simula conocimiento pero en realidad dispersa la atención, que impide profundizar y convierte la opinión en mercancía.
Y una de las peores consecuencias de esta combinación de factores es la polarización emocional del individuo, y por extensión, de la sociedad: Se fomenta la identificación con una ideología como si fueran hooligans de equipos de fútbol, quedando el pensamiento sustituido por una lealtad tribal, y el diálogo por confrontación. Pero sobre todo, resquebrajando el tejido social, el espíritu de comunidad.
La ignorancia como estrategia se fomenta por seducción, haciéndose atractiva, fácil, incluso épica. El plan de idiotizar a la población premeditadamente para manipularla no es nada nuevo a través de la historia, pero sí un plus añadido, un aliciente del que había carecido antes: el orgullo de serlo.
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Orgullo del “sentido común”: Se ridiculiza al experto como elitista, mientras se ensalza al ignorante como “auténtico”, “del pueblo”, “con los pies en la tierra”. 
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Rechazo de la complejidad: Las explicaciones matizadas se ven como sospechosas. Lo simple, aunque falso, se convierte en bandera. 
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Validación constante: Likes, retuits y aplausos digitales refuerzan opiniones sin fundamento, creando una ilusión de conocimiento o sabiduría colectiva. 
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Narrativas de resistencia: El ignorante se presenta como rebelde frente a “las élites”, aunque repita sin cuestionar los discursos que esas élites han diseñado para él. 
Los ignorantes avergonzados eran una masa manejable, como siempre lo fueron, pero los ignorantes orgullosos, además, son una fuerza de choque que sirve al poder, para enfrentar y ahogar el pensamiento crítico, sin que ellos mismos sean conscientes de lo que están haciendo.
Ante semejante panorama, el individuo ilustrado, librepensador o simplemente con criterio, calla, porque sabe que en medio del ruido, la verdad no se escucha. Y así, la sociedad se desliza, sutil pero inexorablemente, hacia una curiosa forma de autoritarismo blando, donde la manipulación sustituye a la represión, y en la que el consentimiento se alcanza no por convicción sino por confusión.
Estamos empezando a vislumbrar a esa sociedad orwelliana en donde la ignorancia se convierte en virtud, por lo que automáticamente, el pensamiento pasa a ser un delito.
Ojalá fueran malos tiempos, solamente, para la lírica
 



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