sábado, 30 de noviembre de 2024

¿Por qué demonios todo el mundo está tan enojado?

Supongo que esa irritación que se palpa en el ambiente no les será ajena. Me refiero a ese clima que no termina de definirse pero que se siente, y no precisamente para bien, que nos hace preguntarnos: ¿Qué está pasando? ¿Por qué todo el mundo está enojado?




En primer lugar, hay que aclarar que estamos hablando de una percepción, y con esto quiero incidir en el hecho de que no se puede afirmar positiva y categóricamente que todos los ciudadanos de este país estén enojados.

Pero si ahondamos un poco en las causas de este malestar (que ya anticipaba con acierto Freud), no podemos extrañarnos de que así sea. 

El primer motivo sería la desigualdad social: Cada vez más personas opinan que no tienen las misma oportunidades que otras, o piensan que la justicia social brilla por su ausencia (discriminación por raza, género, orientación sexual, o clase social,..) o que no tienen trabajo, o que lo tienen pero se sienten esclavizados y/o no les permite vivir de acuerdo a las expectativas que se habían hecho (en muchos casos quizá por que esas expectativas se han exagerado por encima de las posibilidades reales). 

El problema es que esta desigualdad es inherente al sistema neoliberal en que vivimos, de la misma manera que la represión de los instintos individuales lo era en el "Malestar en la cultura", y además se generaliza a todos los ámbitos (económico, social, jurídico,...). El ascensor social que equilibró la balanza en los albores e inicio de la democracia se ha roto. La ciudadanía percibe que el sistema no les apoya y que por muchas políticas gubernamentales que se prometan, dicten y ejecuten, los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez son más pobres. Y todo esto, sin mencionar el riesgo palpable de perder los derechos y libertades, avances culturales y sociales conquistados hasta ahora.




Todo esto genera un sentimiento de impotencia, de falta de control sobre nuestras propias vidas y entorno cercano; y si hay algo que el ser humano lleva mal es la incertidumbre sobre cuestiones vitales. La consecuencia es un estrés que genera irritación, enfado e ira.

Sin embargo, lo que no recuerdo que viera venir el bueno de Freud fue el factor mass media. Me refiero a que si a este malestar se le conectar el efecto amplificador que tienen los medios de comunicación, haciendo que cuestiones particulares resuenen a todas horas por todos lados, creando la sensación de que esa injusticia es global, la sensación de malestar crece de manera desproporcionada. 

Los medios de comunicación resaltan las novedades, las noticias; y de estas, las que más atraen la atención son las negativas, puesto que apelan directamente a nuestras emociones más básicas: el odio y el miedo. Comprobar esto es tan simple como echar un vistazo a cualquier telediario de cualquier canal de televisión de cualquier país desarrollado, y simplemente comparen el número de noticias negativas sobre el de noticias positivas: ganan por goleada.




Finalmente, el remate llega con la viene con la eclosión de las redes sociales. Una inmensa plaza pública, un ágora indefinida, en donde quien quiera puede opinar. Cualquier individuo puede decir lo que quiera de forma anónima, y amparados en el anonimato, se comparan constantemente con los demás, insultan impunemente a quien les parece, y reescriben la historia a su antojo. Pero dar rienda suelta a todas sus frustraciones y desengaños, no solo no no resuelve nada, sino que añade más leña al fuego. 

Pues bien, lejos de todos estos argumentos, hay un factor que pasa desapercibido pero que, en mi opinión, está a la base de todo: la atomización de la sociedad.

Me refiero a la fragmentación y aislamiento de los individuos dentro de su comunidad, en virtud de la cual las personas se sienten aisladas y desconectadas de sus iguales. Esta perdida de cohesión social promueve la sensación de soledad y desconexión, lo que a su vez provoca que sean más vulnerables y menos capaces de resolver las injusticias que perciben en su entorno. Henchidos de frustración, sin una red de apoyo ni la capacidad de unirse y organizarse para reclamar lo que necesitan, el individuo es presa fácil de discursos populistas, de encantadores de serpientes, comerciantes de pócimas mágicas, que prometen soluciones fáciles a problemas complejos. 




Llegamos, así, al momento actual, en donde vendedores de humo impensables en otra época, (como el mismo Trump en Estados Unidos) son votados en masa por individuos desesperados, sin saber que todo lo que les han prometido no son sino falacias para lograr hacerse con el poder.

Dios nos pille confesados! 

 

jueves, 31 de octubre de 2024

94#. Esa libertad de la que usted me habla

La palabra libertad, como tantos otros valores esenciales, ha ido sufriendo un deterioro progresivo con el paso del tiempo, que se ha convertido en alarmante en los últimos tiempos. Me refiero a ese término del que se han apropiado aquellos que detentan algún tipo de poder (económico, político, mediático, etc.), y usan para investirse del sagrado significado que tenía este concepto, para así proceder manipularlo, tergiversado, y acabar impunemente por prostituirlo.




Canciones populares, héroes históricos o legendarios, jefes aviesos, políticos populistas,... abusan, explotan y esquilman el término con total impunidad para lograr sus espureos objetivos, con tan despreocupada desfachatez que nos indica la nula conciencia que tienen del daño que infligen a este sacrosanto valor. Por que esa libertad de la que nos hablan se parece más al concepto de libertinaje, lo que en el caso de más de una figura gubernamental, convierte su propuesta política en pura demagogia.

En su sentido más popular, la libertad es la capacidad para ser dueños de nuestro comportamiento, sin ningún tipo de coerción, obligación o manipulación. Dicho esto, y en cuanto se termina de leer la frase, se concluye que esta libertad es, obviamente, imposible. No solo por los condicionantes biológicos a que estamos sujetos (no, no puedo ser libre como el viento, sencillamente por que el viento no lo es, aunque a los Chungitos se lo pareciera en aquella canción), sino también por las limitaciones personales que nos impone pertenecer en una comunidad, donde hay que convivir con otros iguales, y por tanto observar unas normas de comportamiento que permitan la interrelación y la libertad. Y ahora sí, hablamos de una libertad factible: la que es responsable, la que respeta la del otro; la máxima libertad posible que permita la convivencia equilibrada entre iguales.





Pero supongamos, como propone más de un demagogo/a, que alguien consiguiera ser completamente libre (sea lo que sea que signifique eso). Llevado a sus último extremo, ¿estamos seguros de las consecuencias que tendría a largo plazo? Entiendo que ese individuo no tendría que deberse a nada ni a nadie, no estaría sometido a ninguna ley, podría hacer lo que le viniera en gana,… En principio podría parecer el retiro dorado de un recién jubilado, y durante los primeros días o semanas no les digo yo que no tuviera su encanto. Pero pasados los meses, transcurridos los años, sintiéndose descarada, absoluta y omnipotentemente libre, ¿qué habría conseguido? Muy probablemente alcanzar el aburrimiento y tedio consecuente a haber transformado esa libérrima vida en una rutina. Pero esto no sería lo peor.

Una persona con libertad omnímoda, sin restricciones ni consecuencias, vería desbordarse su egoísmo al priorizar sus propios deseos y necesidades sobre la de los demás, pudiendo actuar de manera antisocial (incluso criminal), y sería víctima fácil del hedonismo (que alcanzaría excesos de todo tipo, sean comida, bebida, drogas, sexo,…), por no hablar del aislamiento al que le conduciría no corresponder al compromiso que conlleva cualquier relación social sana, sin descartar que (al igual que los peores ejemplos de los antiguos emperadores romanos) al temer que los demás pudieran atentar o restringir su libertad desarrollara un sesgo paranoico .

Vivir presupone estar limitado, y esos límites son necesarios por que nos ayudan a reconocernos como seres individuales, diferenciados de los demás. En este sentido, los límites nos acercan a la libertad más que lo contrario, por que se trata del respeto a la libertad de todos.




La libertad absoluta, sin compromiso ético alguno, lleva a comportamientos destructivos y autodestructivos, contra el propio individuo y contra la sociedad a la que pertenece. La idea de ser totalmente libre es una trampa, es un engaño. Como decía Viktor Frankl, la libertad absoluta no existe, por que siempre es una libertad condicionada.


lunes, 30 de septiembre de 2024

93#. El discreto poder de la amabilidad

 

La amabilidad es una de esas cualidades humanas (virtudes, se les llamaba en mi infancia) a las que nunca se les ha prestado mucha atención, o sencillamente, han sido infravaloradas. Así al pronto, mi imaginación me la dibuja como un niña pequeña, educada y discreta, sufrida y nada exigente, que forma parte de la gran familia de grandes virtudes sobre la que han reflexionado todas las religiones y escuelas filosóficas a lo largo de la historia (como son la honestidad, humildad, justicia o equidad, solidaridad, etc.) pero que siempre se ha encontrado ensombrecida por su hermana mayor, la generosidad, y a quien, normalmente, nadie presta atención en la reuniones familiares.





Esta sociedad, en que la prisa es la norma, la competencia la directriz suprema a seguir, y el individualismo el credo omnipresente, nos convierte en seres distantes e indolentes, cuando no huraños, y es precisamente en este entorno en el que la capacidad de ser amable emerge como un inestimable instrumento de conexión humana.


Que una cualidad no tenga efectos inmediatos ni poderosos, no debe confundirse con resultados estériles ni es sinónimo de ineficacia. La amabilidad es fácil, sutil, diría que hasta elegante. Es una actitud que todos tenemos disponible y cuya ejecución nos supone un coste mínimo. Cumple con el clásico axioma del tendero de nuestro barrio: buena, bonita y barata. La amabilidad requiere de muy poco esfuerzo, y sin embargo, es capaz de derribar barreras emocionales y construir puentes entre las personas.


Se plasma en pequeños gestos que emanan de la bondad, el respeto y la empatía hacia los demás (personas, animales o cosas). Referido a los seres humanos, su principal valor es establecer nexos de unión; reforzar la conexión que nos une a los demás. Porque cuando tenemos un gesto amable con alguien, el primer mensaje que le transmitimos es de reconocerlo como un igual. Ni vamos a invitarlo a nuestra casa, ni probablemente le hagamos un favor mayor, pero estamos diciéndole que le aceptamos como ser humano. Implícitamente, también le estamos mostrando un respeto, el que merece cualquier persona por el hecho de serlo. De forma que, un acto amable tiene el valor añadido de dignificar al receptor, y en la misma proporción, al emisor.


Cierto que muchos de los actos amables que podemos realizar a lo largo del día nos han sido enseñados, inculcados, e incluso carecer de sustancia al haberse convertido en un mero formalismo, pero, aun así, el efecto dignificante en la otra persona se mantiene.




Párense a pensar esto: Desde el momento en que abrimos los ojos cada mañana, tenemos que resolver asuntos. Desde planificar el día (o recordar lo que ya habíamos programado) a solventar dificultades o imprevistos de mayor o menor calado. Una vez despiertos ponemos en marcha la maquinaria de hacer cosas (ocupaciones), y también la de resolver cuestiones futuras (preocupaciones). Y eso nos sucede a todos y cada uno de nosotros.


Incluso la persona que nos pueda parecer más atractiva, adinerada o feliz, tiene que resolver sus problemas; que igual a nos parecen trivialidades, pero para ellos es lo más importante de su vida. Y de solventarlos bien depende su valía, su autoestima, su bienestar...


En resumen, es importante ser consciente de que toda persona con la que te cruzas en la calle, ves sentada en una cafetería, conduce su coche mientras cruzas el paso de cebra, se sienta junto a ti en el autobús o ves realizar su trabajo, está librando una batalla interior (o varias) de las que nosotros no sabemos absolutamente nada, pero que es decisiva para su bienestar, y a veces, su existencia. Todos tenemos que lidiar con nuestros problemas, sean reales o imaginarios, sean presente, futuros o pasados, y cuando finalizamos una batalla, se inicia la siguiente. De manera que...

   Se amable.

   Con todo el mundo.

   Siempre.



jueves, 29 de agosto de 2024

92#. Conócete a ti mismo... para dar lo mejor de ti

Frente al "qué será, será", que decía la canción, referido al devenir de la propia vida, encontramos la no menos relevante "quien soy yo" de cada individuo. Quizá la pregunta de cuál será mi futuro no sea el interrogante esencial, sino "cómo soy yo".



En buena lógica, nuestro futuro nos ocupa y preocupa, deseamos conocer cual será nuestro porvenir, cómo será nuestra vida (más interés cuanto más joven se sea), sin reparar que ese destino está determinado en gran parte por el ahora, por el cómo somos. El razonamiento es simple y matemático: conociendo el punto de partida y el de final, se puede trazar la línea que más nos interese entre ambas (o al menos, intentarlo).

«Conócete a ti mismo», es ese lema que encontramos en cualquier galletita de la suerte o libro de autoayuda o estado de cualquiera de las redes sociales, era la leyenda que relucía en el frontispicio del templo de Apolo. Y según dice la leyenda, no se debía pedir un vaticinio sobre nuestro futuro a los dioses sin antes haber ejercitado la tarea de explorarse e interrogarse a uno mismo. Ahora se le llama autoconocimiento, y es uno de los pilares de la inteligencia emocional, aunque de toda la vida ha sido una condición sine qua non para ser una persona cabal y responsable de sus propios actos (y pensamientos).

No es menos cierto que el entorno social en que vivimos actualmente ayuda poco a tomar conciencia de la relevancia de la introspección. En realidad, no solo no ayuda sino que nos desvía y opaca la ineludible necesidad de descubrirnos interiormente. Los mensajes que nos llegan por vía virtual (y también presencial) actúan en nosotros como una fuerza centrífuga, no centrípeta: nos instan a tener más que a ser, a disfrutar más que reflexionar, a interesarnos por vidas ajenas más que por la propia. Esto supone un serio obstáculo para nuestro desarrollo como personas, puesto que nos distrae de nuestra responsabilidad más esencial, que es saber quienes somos, o al menos, saber cómo somos. 





Llámenme mal pensado, pero igual es que a los inaprensibles entes que dirigen el entorno social (en particular, el mercado) no les interesa que dispongamos de capacidad crítica, que alcancemos la mayor madurez posible. Y sigo denunciando la dejación de funciones de la inmensa mayoría de estados y gobiernos en este aspecto sustancial. Las instituciones no solo dejaron de proteger a sus ciudadanos, sino que además, también han dejado de servir de guía de conducta, como ha sucedido en cualquier sociedad hasta que se apoderó de ella el libremercado, capitalismo o como quieran denominarlo.

Aunque no dejen de cantarnos las virtudes del individualismo, y efectivamente estén logrando que cada sujeto vaya exclusivamente a sus intereses, nuestra fuerza como ciudadanos reside (como en las gacelas, sardinas y hormigas) en el grupo. Cuanto más unida una comunidad, menos vulnerable a influencias interesadas que limitan su desarrollo para aprovecharse de sus individuos. De hecho, el aforismo el que partíamos, Aristóteles lo entendía relacionado con la ayuda a los demás. "Conócete a ti mismo, para, sabiendo en que eres bueno, puedas dar lo mejor de ti a la sociedad".






De manera que conocer como funciona cada uno se convierte en obligación de cada individuo: comprenderse, aceptarse, identificar nuestros sentimientos y entender las razones que nos mueven para no dejarnos arrastrar por nuestras pasiones o vanidades. Por que solo así podrá orientar su vida y escribir su propia respuesta al interrogante del "qué será será".


miércoles, 31 de julio de 2024

Breve historia de la civilización (Eduardo Galeano)

 


"Y nos cansamos de andar vagando por los bosques y las orillas de los ríos.

         Y nos fuimos quedando. 

E inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano, y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo. 
Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos.
Y en los campos labrados fuimos devotos de las diosas de la fecundidad, mujeres de vastas caderas y tetas generosas, pero con el paso del tiempo ellas fueron desplazadas por los dioses machos de la guerra. y cantamos himnos de alabanza a la gloria de los reyes, los jefes guerreros y los altos sacerdotes.
Y descubrimos las palabras tuyo y mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos.
Muy atrás habían quedado los tiempos en que andábamos a la deriva, sin casa ni destino.
Los resultados de la civilización eran sorprendentes: nuestra vida era más segura pero menos libre, y trabajábamos más horas."

 

 



De manera que les deseo, sinceramente, puedan disponer de ese escaso tiempo de libertad que llamamos vacaciones, y sobre todo, que puedan apreciarlo, degustarlo,, y disfrutarlo. Y si es posible, después, también recordarlo.



sábado, 29 de junio de 2024

Cuando nuestros políticos se convierten en agitadores callejeros

 

Siempre he entendido que el objetivo de la política era organizar la comunidad, dar orden a la vida administrativa, social, cultural, etc. de una comunidad. En el caso de las democracias, eligiendo unos representantes que gestionen y resuelvan nuestros problemas. Negociando, pactando, acordando, o en cualquier caso, estableciendo puentes de comunicación. Pero eso ya parece formar parte del pasado, de otra época mas seria (en todos los sentidos de la palabra). La desalentadora realidad es que, hoy día, los supuestos representantes públicos no hablan, parlotean. No exponen ni explican sino que tratan de chulear al oponente. No buscan argumentar, sino manipular. No tienen como fin convencer, sino vencer.




En cualquier régimen político de corte autoritario es frecuente un tipo de gobierno más o menos populista. Pero en democracias asentadas, sorprende que este estilo de gobierno se esté extendiendo de manera tan preocupante, particularmente en las occidentales. Una deriva política que ha llevado a presenciar lamentables espectáculos, en sede parlamentaria, donde próceres que deberían conciliar y parlamentar, de dedican a comportarse como chulitos de barrio pontificando desde la barra de una taberna cualquiera. Igual gritando a un rival político que insultándolo, cuando no acusándole de alguna ilegalidad, sin sentirse en la obligación de aportar pruebas de ello.

Esta actitud no solo conlleva la obvia dejación de funciones de que hacen gala, sino que con ello degradan y desacreditan las mismas instituciones que los sustentan, carcomiendo de forma lenta pero inexorable el sistema político que nos ha permitido alcanzar derechos humanos y civiles impensables en otras latitudes.

Las cabezas pensantes de los partidos políticos debieron llegar a la conclusión de que hablando de leyes, gestiones y presupuestos, aburren a los ciudadanos, y por tanto no captas clientes. Pero si das espectáculo, si llamas la atención de la audiencia, tienes más probabilidades de conseguir su apoyo (esto es, el deseado voto). El pensamiento crítico es tedioso y demasiado racional; mas fácil y efectivo son los mensajes básicos y directos que apelan a las emociones.




Por otro lado, hay que captar a toda una generación desapegada de la política, pero criada en la cultura del entretenimiento. De manera que, si en televisión funcionan los reality shows ¿por qué no en política?

Y así vemos a respetables señores y señoras diputados dedicándose a arengar a la gente, a enervarlos, a fanatizarlos, usando una estrategia tan vieja como la humanidad: convertir al opuesto en enemigo. El político más mediático y agresivo es el más popular, mientras que los más centrados y respetuosos pasan desapercibidos, o se ven relegados a la irrelevancia.

Nos usan. Nuestros representantes públicos en lugar de trabajar para nosotros, promueven que nosotros hagamos el suyo, y de manera mas rastrera posible. Polarizando y radicalizando a la comunidad que gobiernan (lo que lejos de avergonzarles les hace sentir validados) parecen no tener escrúpulo en generan una atmósfera social crispada, que solo supura desconfianza entre los ciudadanos, y que daña seriamente la convivencia.



No quiero entrar en si son conscientes de ello, o directamente no les importa. Lo relevante es observar que, de entre toda es polvareda que levantan, si nos fijamos bien podemos atisbar el objetivo que persiguen, que desde luego no es defender un programa político en el que creen, sino, simple y llanamente, alcanzar el poder.

En fin, que estamos a un paso de alcanzar a Dostoieski cuando dijo: “La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas”.

viernes, 31 de mayo de 2024

91#. Nuestras vulnerabilidades no nos incapacitan: nos humanizan

Las vulnerabilidades humanas tienen muy mala prensa, y es cierto que no son algo de lo que solamos sentirnos particularmente orgullosos. No solemos estar satisfechos de ser introvertidos, testarudos, infantiles o desorganizados... además de que, el sistema de valores imperante promueve que denostemos aún más nuestros defectos y nos avergoncemos de ellos, al apremiarnos a alcanzar la figura del superhombre (o supermujer).

 



Estarán tan hartos como yo de encontrar a gente que solo muestra sus aspectos más brillantes, su faceta triunfadora. Y sin embargo, es indiscutible el hecho de que esas debilidades existen, de que todos las tenemos, y de que, además, son inexorables. No hay ser humano que no las tenga, de forma que quien quiera convencernos de que es perfecto, nos está mintiendo y, lo peor, se está mintiendo a sí mismo.

El quid del asunto es que si nuestras vulnerabilidades son sustanciales a nuestra estructura psicoemocional, igual existe un motivo para ello. Igual nuestras flaquezas tienen un sentido. Igual esas debilidades no lo son tanto.

Hago un inciso. Uno de mis primeros trabajos, muchos años atrás, fue en una administración publica. En los primeros días, y en tanto me llegaba el trabajo, me dediqué a examinar la única herramienta que había en aquel minidespacho. El ordenador personal cargaba el clásico Windows 95, y después de explorar todas las carpetas y directorios observé que muchos de ellos no servían para nada y ocupaban muchísimo espacio. Así que en un arrebato de orden y organización, borré todos aquellos que no tenían un nombre con función clara.

Cuando intenté reiniciar el aparato, no funcionaba. Preocupado, pedí ayuda al funcionario más versado en el asunto informático, y quedó tan extrañado como yo de que el pc ni siquiera se encendiera. Cuando me preguntó que era lo último que había hecho, se llevó las manos a la cabeza: "Tío, te has cargado el sistema operativo", sentenció.

Aunque yo no pudiera identificar su función, aunque me parecieran basura que ocupaba mucho espacio en mi ordenador,... todas aquellas carpetas y directorios que eliminé sustentaban los programas informáticos tan necesarios para mí y que podía usar con tan solo pulsar el botón "on".

 



Traigo a colación esta anécdota por que el paralelismo me parece claro: la función de nuestras vulnerabilidades puede pasarnos inadvertida, pero es esencial para el funcionamiento de nuestra psique. Y su cometido es hacernos más humanos, por que sin nuestras debilidades no podríamos tener las cualidades que más nos humanizan (no seríamos bondadosos, ni empáticos, ni compasivos,...). Quizá nuestras vulnerabilidades nos hacen personas más ponderadas y estables, por que nos ayudan a equilibrar precisamente esa otra faceta (tan popular) de nuestras fortalezas. Y eliminarlas, en el supuesto caso de que pudiéramos hacerlo, nos dejaría como la balanza a la que le quitamos uno de los platillos.

No existe moneda que no tenga dos caras. Nuestra vulnerabilidades no son más que la otra cara de la moneda, pero están ahí por que tienen un sentido. La condición humana consiste en ser vulnerable, consiste en estar receptivos y abiertos a la vida, a lo que no suceda en ella, sean eventos constructivos, destructivos o neutros.

En el momento en que somos conscientes y aceptamos nuestra vulnerabilidad, quedamos liberados del miedo a equivocarnos y a autoexcluirnos, aportándonos la necesaria sensación de seguridad y confianza en nosotros mismos.

Nos permite reconocernos como seres humanos, y nos exime de la aplastante responsabilidad de ser brillantes en todo momento, la obligación de ser perfectos. En este sentido, nos libera y permite reclamar el derecho a existir y ser como somos

 


 

En definitiva, asumir nuestras vulnerabilidades nos concede el derecho a reconocemos como seres imperfectos, pero completos.

 

martes, 30 de abril de 2024

90#. La aceptación es nuestra mejor (y más desconocida) herramienta para enfrentar la vida

No son pocas las ocasiones en que la gente me pregunta: "Pero, por muy psicólogo que seas ¿qué le dices a alguien en esa situación?", "¿cómo vas a poder ayudar a una madre que acaba de perder a su hijo?", "¿Yo no sabría que decirle?",...

 



La angustia que se trasluce detrás de estas preguntas proviene de que ya anticipan una intervención protocolizada, conformada por explicaciones, o instrucciones, o ejercicios de algún tipo. Y siguiendo esta lógica, efectivamente, nadie puede resolver el problema de la doliente (eliminar el dolor de la pérdida), y menos aún devolver a la vida al fallecido. El error está en que no contemplan que la estrategia de afrontamiento se trate de lo contrario: de un no-hacer. Quiero decir que la intervención no es acción; es actitud.

Desconocen que el acompañamiento a esa persona en duelo se centra en sostener el dolor de esa persona (exactamente, es eso, un acompañar), y durante ese tiempo ayudarla elaborar sus propios recursos para aceptar la pérdida.

La aceptación, por definirla concisamente, consiste en reconocer y permitir nuestras experiencias internas (emociones o sentimientos, en nuestro caso), en lugar de resistirnos y tratar de cambiarlas. Esto es, asumir que el dolor que siento es real; lamentablemente, también es natural (ojo, que no es sinónimo de bueno ni positivo); y ha de aprender a manejarlo para tratar de digerirlo.

Cuando explicas esto, tu interlocutor, normalmente reacciona con un bufido, más o menos disimulado, de desaliento. Una especie de "¡pues vaya ayuda!", como aplicando el refrán "para ese viaje no hacían falta alforjas". O como dirían en mi pueblo: "Eso y na, es lo mismo".

¡Pues no! ¡No es lo mismo! En primer lugar, por que ese acompañamiento en un momento tan terrible es particularmente necesario y nutritivo (emocionalmente). En segundo lugar, por que permite orientar a la persona a tomar el camino más recomendable (que ella tomará o no, pero será ella quien tome su decisión). Y en tercero, de cómo resuelva ahora este problema dependerá cómo lo viva en el futuro. Se convertirá en un tema tabú, del que no quiera hablar por que aún duele, que la persona seguirá evitando u ocultando, sin percatarse de que sigue quemando. O bien, podrá encajarlo en su vida, asumir la pérdida con toda su injusticia y todo su dolor, pero habiendo reparado la herida, de manera que en el futuro pueda hablar y recordad al fallecido, y por tanto, también honrarlo.




La aceptación puede ser una noción sutil, parecer indolente, y no tener tanta fama como la acción directa. Pero es absolutamente válida cuando se necesita. Y muestra de ello es que tradiciones milenarias como el budismo (Oriente) o la filosofía estoíca (Occidente) la tienen como uno de sus principios fundacionales.

La vida incluye cosas que nos gustan y otras que no. Cosas que podemos cambiar y cosas que nos superan ampliamente. Pero todas forman parte de nuestra existencia. El Budismo pone énfasis en que, por difícil que pueda ser aceptar lo que no queremos que sea verdad, negarlo o hacer como si no existiera solo causa más sufrimiento. Es necesario abandonar las expectativas irreales por que son las que crean y alimentan el sufrimiento. Por tanto, la aceptación radical no implica sumisión ni resignación pasiva, sino que abre el camino a la resolución de los problemas.

El estoicismo, por su parte entiende que debemos comprender las reglas del mundo natural y asumirlas. Es necesario aceptar las circunstancias de la vida, tal y como son, sin resistirse a ellas. Si bien no podemos controlar todo lo que sucede a nuestro alrededor, sí que podemos controlar nuestra reacción ante los eventos.




Que dos corrientes filosóficas tan antiguas y distantes coincidan tan nítidamente en uno de sus pilares doctrinales no puede ser casualidad. Solo que, con la aceptación sucede lo mismo que con conceptos como la paz, o la libertad, o los niños obedientes. Pasan inadvertidos por que sus opuestos (la guerra o el sometimiento o los niños disrruptivos) hacen mucho ruido, incordian, y reclaman nuestra atención. Pero las primeras son las necesarias, las que merecerían tener toda nuestra consideración.