Las pérdidas a lo largo de la vida son irremediables, y
constituyen uno más de los ingredientes con que se aliña ese constante devenir
que es nuestra existencia. Y sí, nadie niega que sean molestas e inoportunas,
amargas, quizá brutales, incluso tan desesperantes que nos dejen hundidos en la
desolación. Pero forman parte del juego. Y el juego es la vida.
Esto es así desde el minuto 1.
Desde el instante en que nacemos nos hallamos expuestos a la pérdida. La
primera de ellas no se hace esperar; se produce en el mismo momento del
nacimiento. Quizá como un aviso, un botón de muestra, de lo que nos espera. Sin
comerlo ni beberlo, sin haber sido consultados ni haber podido participar en
esa decisión, experimentamos una ruptura drástica de nuestro idílico estado de
equilibrio, de la homeostasis absoluta en que nos encontrábamos. Allí que
estábamos, confortablemente alojados, en nuestro seno materno, bien instalados
y con todas nuestras necesidades cubiertas. Sin necesidad de preocuparnos por
nadie, sin tener que esforzarnos por nada. Y, de golpe y porrazo, nos vemos
arrojados al mundo exterior. De la oscuridad emerge una luz cegadora que lo
inunda todo, y en ella aparece un tipo
ataviado con una bata blanca que nos agarra de los pies y nos suspende
bocabajo. Colgados, como una morcilla fresca, tenemos un primer contacto con
ese desapacible entorno, que ya será para siempre nuestro hábitat, aquel en el
que habremos de (sobre)vivir. No me extraña nada que lo primero que hagamos sea
llorar, incluso aunque el tipo de la bata no nos arrime unos cachetes.
A lo largo de la vida, de la
misma forma en que se suceden los meses en el calendario, acontecerán otras
pérdidas. El proceso de crecimiento implica de por sí ir perdiendo cosas... pero
también se ganan otras. Perderemos nuestro privilegiado estatus infantil en la
familia pero aprendemos a asumir responsabilidades y ser más autónomos.
Perderemos el pensamiento mágico pueril, pero ganaremos en pensamiento
hipotético-deductivo, lo que nos prepara mejor para resolver nuestros.
Perderemos nuestra virginidad, pero ganaremos en profundidad sentimental.
Perderemos nuestra lozanía y brío juvenil, pero ganaremos experiencia y
sabiduría.
Podremos perder bienes materiales
(robo, accidentes, desastres,...) o vínculos afectivos (ruptura de lazos con
parejas, con amigos/as, con padres o abuelos, incluso con nuestra cultura).
Podremos perder la salud (por enfermedad, accidente o el simple paso del
tiempo), perder nuestras ilusiones, y si me apuran, hasta los ideales o valores
que nos guiaban. Podremos perder nuestra identidad, y por poder, podemos perder
incluso aquello que nunca tuvimos, pero que siempre habíamos deseado. Una
categoría tan peculiar que he pensado dedicarle el siguiente post.
La pérdida, en sí, supone la
privación de algo que se poseía. Afecta, materialmente, a lo que se ha perdido,
pero conlleva unos efectos emocionales: Merma el autoconcepto o autoeficacia de
la persona afectada y genera sentimientos de frustración, enfado, culpa,
desmotivación...
Nadie quiere perder, porque es
doloroso, y doy por sentado que nadie quiere sufrir. Pero las pérdidas no
tienen la función de fastidiarnos la vida, no son un castigo divino por haber
incumplido un precepto sagrado. El dolor que acarrean las pérdidas es,
sencillamente, el precio que se paga por amar, por haber establecido un
vínculo afectivo con los objetos o sujetos que nos rodean. Cualquier jugador
medianamente realista sabe que, desde el momento en que se empieza a jugar,
existe la posibilidad de perder. Eso sí, no todos los jugadores saben asumirlas
o aceptarlas.
Las cosas más importantes
de la vida son gratis, decía una de
esas frases positivas que de vez en cuando te encuentras en tu facebook o
serigrafiado en la taza del desayuno. Pues me temo que no es así. Estoy de
acuerdo en que no cuestan dinero, pero eso no significa que no tengan un coste.
Es la letra pequeña del contrato
que firmamos en el momento de venir a este mundo. Justo cuando el tipo aquel de
la bata blanca nos tenía bocabajo, resulta que, simultáneamente, estábamos
firmando un contrato de facto. Y al igual que sucede con cualquier
documento contractual de crédito hipotecario, suele incluir varios párrafos en
letra pequeña. Son esas anotaciones minúsculas a pie de página, que después se
amplían por el reverso del folio, cuya churrigueresca y enrevesada prosa nos
quita las ganas de continuar leyéndolas. La diferencia entre ambos es que, con
la hipoteca, ya estábamos avisados. Todos sabemos cómo se las gastan las entidades
financieras y lo ineludibles que son sus directivas, una vez firmadas. Sin
embargo, en el contrato de la vida, nadie nos avisa de lo que contiene esa
letra pequeña. Muchas veces incluso desconocemos que exista. Pero está ahí. Y
parte de ella hace referencia a que todo tiene un coste en la vida, incluso
aquello que parece gratis. Solo, que el coste es emocional.
Si nos dolió una pérdida fue
porque disfrutamos de ello. Si la sufrimos quizá necesitábamos aprender algo.
Si lloramos fue porque precisábamos limpiarnos por dentro. Si sentimos odio o
rencor también necesitábamos saber que podemos perdonar. Si estuvimos solos fue
porque nos encerramos en nosotros mismos.
De manera que, a la hora de
afrontar las pérdidas, no estaría de más respetar algunas consideraciones que
nos faciliten su integración:
1.- Hay que saber aceptar las
pérdidas. Me da la impresión de que, en la vida, saber perder es más
importante que saber ganar. El que gana no suele aprender mucho, puesto que
alcanza su objetivo, aquello por lo que se ha esforzado. Se encuentra en su
momento de gloría, y es su derecho el disfrutar de ese logro. Estalla la
alegría, el ánimo se expande, tiende a compartirse, pero entre estas
consecuencias no suele incluirse reflexión alguna. Por contra, el que pierde
queda frustrado y se sentirá fracasado (ciertamente, ha sido derrotado). Pero
tras la pérdida debe recapacitar, cavilar sobre lo que ha salido mal, qué no ha
hecho bien o qué puede hacer mejor para no perder en otra ocasión. El proceso
puede ser (bastante) incómodo, pero nos obliga a buscar alternativas, a poner
en marcha otras estrategias, a ampliar nuestros horizontes. En definitiva, nos
hace crecer como personas.
2.- Hay que extraer un
aprendizaje de las pérdidas. Las pérdidas tienen una función: Nos enseñan
cómo funciona la vida. Si no queremos aprender de ellas, si nos negamos a
aceptarlas, se genera un sentimiento de resignación que no va a aportarnos nada
constructivo. Probablemente solo desengaño o resentimiento, que irá aumentando
a medida que lo hagan las rumiaciones cognitivas al respecto, pero que no nos
enseñará nada salvo a lamentarnos, maldecir u odiar. El deplorable espectáculo
de maquillaje de resultados que dan los políticos tras cada jornada electoral,
cuando pierden votos pero no reconocen esa pérdida, no es nada recomendable en
la vida personal. El motivo, minimizar los daños, es totalmente comprensible y
humano, pero estaríamos engañándonos a nosotros mismos y no afrontaríamos tal
pérdida. Aunque pueda parecer una burrada, igual es necesario que duela,
precisamente para hacernos reaccionar, para movilizar recursos internos que nos
permitan entender, enfrentar y progresar en la próxima. En ocasiones, quizá no
haya otra forma de aprender la lección que quiere enseñarnos la vida que
perdiendo.
3.- A veces, perder es ganar.
Y lo que marca la diferencia entre una cosa y la otra es nuestra actitud.
Cuando perdemos, corremos el riesgo de quedar cegados por el malestar
subsiguiente y no prestar atención a la otra cara de la moneda. Es comprensible
que el primer impacto nos deje descolocados, que nos abrume o directamente nos
haga naufragar. Será doloroso, sí. Pero pasado ese primer momento, tenemos la
posibilidad de elegir cual va a ser nuestra actitud. Podemos, pues, actuar como
la mosca que se pega contra el cristal del que proviene la luz. Dejándonos
llevar por esa primera reacción emocional de frustración, insistiendo una y
otra vez, pero sin conseguir nada. Podemos seguir machacándonos la cabeza
contra el vidrio, pero si no hay reflexión no se pueden alcanzar a ver otras
opciones: Igual buscar otra ventana, igual probar en otra parte, lo mismo
descansar,… desde luego, cualquier cosa menos volver a pegarnos de cabeza
contra el mismo cristal.
Como decía, el quid de la cuestión está en cómo se
supera ese primer momento de ofuscación. La forma de afrontar las consecuencias
de la pérdida está mediada por la manera en que las sintamos. Tengamos en
cuenta que una misma pérdida en idénticas circunstancias, puede tener efectos
emocionales distintos en distintas personas.
Junto a esa inevitable la
sensación de fracaso podríamos probar a buscar otros factores que también están
ahí. Se trata de no obcecarse en retener algo que ya probablemente no tenemos,
si no ampliar nuestra percepción de la situación. Quizá se pueda equilibrar la
balanza o al menos, compensar pesos. Distanciarnos un poco, ensanchar nuestra
perspectiva, ser capaces de sentir que eso que perdimos, también los estuvimos
disfrutando. De que tras una pérdida se puede esconder una ganancia que ahora
mismo estamos incapacitados para ver. Aparte que, de una manera u otra, estamos
aprendiendo algo que necesitábamos saber (aunque tampoco digo que expresamente
quisiéramos aprender esa enseñanza). Igual necesitamos ser conscientes de que
el esplendor del árbol florido no sería tal si no existiera otra parte, oculta
y embarrada, pero absolutamente necesaria: su raíz.
Si somos capaces de expandir nuestra perspectiva en cada pérdida,
podremos entender que perder es también un entrenamiento vital. Y como
cualquier aptitud humana (en este caso, emocional), cuanto más se entrena,
mejor preparado se está. Saber elaborar las pérdidas es una forma de madurar y
seguir creciendo, pero sobretodo de estar más capacitado para afrontar las
siguientes. La ruleta sigue girando.
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