miércoles, 9 de septiembre de 2020

57#. ¡Cuidado con creer demasiado a tus pensamientos!

Cuando ustedes hablan con alguien de estructura mental monolítica, que rechaza machaconamente cualquier punto de vista que no sea el suyo, se encuentran frente a alguien que, sencillamente, está fusionado a sus pensamientos, a sus convicciones. Ya sea un amigo nacionalista insistiendo en el origen sagrado de la patria, ya sea un cuñado conspiracionista disertando sobre las mentiras que nos cuentan los gobiernos, o un vulgar Pamiés promocionando su MMS (no se lo pierdan: las siglas de Miracle Mineral Solution, pero cuya composición química es la de la lejía) insistiendo en que cura el autismo y el cáncer. Todos ellos comparten una característica determinante: la rigidez mental. Esa misma que les impide salir de sus pensamientos y lograr la suficiente perspectiva para ser más flexibles y adaptativos. 

 
Solemos tomar nuestros pensamientos al pie de la letra, en particular, aquellos que se relacionan con nuestras creencias. Damos por sentado que describen de manera objetiva nuestro mundo (el exterior y el interior) y captan con precisión la esencia de la realidad. Si los tomamos como axiomas, es lógico que se deriven emociones y comportamientos congruentes con los mismos. Por decirlo sin ambages, nos los creemos del tirón; íntegramente y de manera casi automática, lo que dificulta bastante que observemos un dato capital: solo son pensamientos
 
Nuestros pensamientos no son tan definitivos como creemos. Son una mera reflexión sobre la forma de ser de las cosas. En realidad, no constituyen más que estrategias que pone en marcha ese órgano denominado cerebro para darle sentido al mundo, para resolver problemas, para orientarnos en la vida. Pero solo debemos darle validez (y por tanto, poder) en la medida en que nos sean útiles para esa función.

 
Lamento volver a citarlo, pero es que este espécimen lo merece: Cuando Trump empezó a automedicarse con hidroxicloroquina, explicó que lo hacía por que, él, creía en sus propiedades para prevenir el coronavirus (fármaco desaconsejado por las autoridades médicas). Aunque, claro, esto se queda en poco si recordamos que llegó a recomendar inyectar desinfectantes comunes (lejía, otra vez) a los enfermos de COVID-19. 
 
Salvo que esté llevando a cabo una soberbia actuación (en este caso, merecedora de un Oscar), la fusión cognitiva es este hombre con sus pensamientos es tan fuerte que llegó a afirmar que los médico no recomendaban dicho fármaco para que hubiera más fallecidos por coronavirus en el país y, de esta manera, él perdiera las próximas elecciones.
 
Una rigidez tal no solo es indicativa de lo poco capacitado que está un sujeto para funcionar en sociedad, sino que apunta ya a alguna categoría de problema mental (trastorno de la personalidad, por ejemplo). La fusión absoluta con nuestras creencias, esto es, creernos completamente aquello que pensamos, de manera acrítica y a pesar de no encajar con la realidad, en psicología tiene un nombre: delirio. Y no es un síntoma prometedor en un presidente de una nación, salvo que uno aspire a ser el mayor desquiciado del planeta. 
 
Y en el fondo, si les digo la verdad, puedo entender la causa. Esta reacción me parece del todo comprensible con la naturaleza humana (con la parte más miserable de ella, la verdad), por que obtener seguridad es esencial para nosotros. Constantemente tratamos de disminuir el grado de incertidumbres y dudas que impregnan todos los aspectos de nuestra vida, y empestillarse en una idea es una forma fácil (pueril, opino) de obtener una (falsa) seguridad. Pero igual de ilegítimo me parece que intenten convencernos a los demás de que esa es la verdad por el simple hecho de que ellos así lo crean.
 

Lo peor de todo esto, y es hacia donde iba esta disertación, es que se le otorga una prestancia a la persona convencida que, en mi opinión, no merecen. Tengo la impresión de que cuanto más obcecado y fanático el ponente, más convincente parece su discurso, más caso parece hacerle el público. Sirva la imagen del telepredicador abducido para ilustrar este punto, aunque igual pueden sustituir esta figura por la de más de un político-ideólogo conocido, por un periodista-tertuliano que un vidente echador-de-cartas.
 
Mi madre está tan fusionada a sus ideas religiosas que no lograba encajar que su yerno, a pesar de confesarse ateo convencido, (y según le inculcaron repetidamente en su educación, un individuo, de lo malo, lo peor) sea una persona tan trabajadora y atenta, responsable y leal. Los años y el contacto con la realidad le han ido mostrando que sus creencias no eran tan ciertas. Al menos a defusionarse, esto es, no tomarse tan a rajatabla lo que piensa. 
 
Al amigo Trump, no le deseo suerte ni lo contrario; sencillamente que asuma las consecuencias que se deriven del próximo tratamiento farmacológico contra el COVID-19 que se le antoje tomar. El otro de la lejía ya tiene denuncia y está siendo investigado por delito contra la salud pública y publicidad engañosa.
 
Lo más descorazonador, sin duda, son aquellos casos de fusión cognitiva extremos que, además, provocan daños irreparables. Todavía recuerdo la conmoción que produjo en Italia hace unos años la muerte de un menor, de 7 años de edad; el pequeño sufría de otitis y sus padres decidieron seguir un tratamiento homeopático, negándose a administrarle antibióticos. 

Podemos darle más o menos importancia al grado de congruencia que tienen nuestras creencias con la realidad, pero nunca debemos olvidar que la realidad manda. Antes o después, pero siempre.