miércoles, 24 de diciembre de 2014

#5. Sin toma de conciencia, la vida solo es un sucedáneo




Me hallaba involucrado en un programa europeo en el año 2006. Una de aquellas reuniones tuvo lugar en Jaworze (o algo así), Polonia. Era Abril, todo apuntaba a que, al igual que en Andalucía, la primavera habría explotado en centroeuropa, pero no fue así. Hacía un frío polar. De manera que el segundo día, al ser invitados a presenciar un  simulacro de rescate (desalojar una estación de esquí, protocolo de incendio en escuela infantil y no recuerdo que más escenarios), nos pilló con lo puesto. Una triste camisa de manga larga y una cazadora de lino fue lo más abrigado que metí en la maleta. Aunque recuerdo un parterner (italiano creo) que solo había echado tres polos de manga corta, que no dudó en ponerse, uno encima del otro.

Nevó prácticamente todos los días. Quien iba a pensar que, en aquellas fechas, en la estación de esquí, efectivamente, se podía practicar esquí. Menos aún que hiciera aquel frío glacial, además de que, como observadores, las actividades se presenciaban a la intemperie. Y que encima, las maniobras iban a durar toda la mañana, hasta entrada la tarde.

El frío fue penetrando en mi cuerpo, milímetro a milímetro. Sin prisa, pero sin pausa. No hubo un momento de tregua hasta que terminó la demostración, entrada la tarde.

Deseando volver al hotel para meternos directamente en la caldera de la calefacción central, recibimos la noticia de que había prevista una actividad extralaboral para aquella misma tarde. ¡Me daba igual!. Por su puesto que nada iba a cambiar mi determinación de encerrarme en mi habitación en cuanto pisara el hotel y encajarme directamente entre el radiador y la pared. Pero en el autobús nos informaron que la actividad era una visita al campo de exterminio de Auschwitz.


No, no y no. Ni que me llevaran a Disneylandia con Walt Disney recién descrionizado (descongelado, vamos) y firmando autógrafos. Ni que me llevaran a Macondo a entrevistarme con el mismísimo Gabo recién resucitado. Así el Dalai Lama me esperara para interesarse por mi filosofía de vida. Nadie me iba a sacar del horno de la caldera del hotel.

Llegamos a este y la temperatura ambiente se nos antojó tropical. Cuando terminamos de ingerir un reconstituyente chocolate a la taza, recobré las constantes vitales, la sensibilidad en mis extremidades, y poco a poco, empecé a sentir las yemas de mis dedos. Y a ver las cosas de otro color.

Pero ¿cómo voy a perderme una visita al campo de exterminio por antonomasia? Mil veces referido o visto en películas y documentales referidos a la época. Pero estaba muerto de cansancio y agotado por la mella que deja el frío cuando te ha ido calando lentamente, durantes horas, hasta los huesos. Penetrando hasta la misma médula ósea y escarchando el mismísimo periostio.


Pensé, si lleva calefacción el autobús igual me lo pienso. Finalmente decidí ir. La curiosidad pesó mucho, pero también que no es muy profesional escaquearse de una actividad cuando tu jefe sí asiste a los actos previstos. Claro que él, previsor el hombre, sí que había traído un confortable y aislante abrigo. Total, que ir tenía que ir, pero acariciaba la posibilidad de quedarme resguardado en el autobús durante la visita.

El camino fue largo, pero solo hicieron falta segundos para que cayera en un profundo sueño. Me desperté de un frenazo. Habíamos llegado a nuestro destino. Al abrir los ojos descubrí que el día había seguido nublándose, más si cabe, y las temperaturas seguían bajando.

Mi plan de deserción fue abortado sin contemplaciones por mi jefe. Bajé sin mucho afán, con el cuerpo totalmente destemplado. En cuanto pisé el suelo, mis huesos volvieron a recobrar la temperatura ambiente que habían mantenido durante toda la mañana. ¡Dios, resfriado no, directamente neumonía es lo que voy a pillar hoy!.

Entramos en grupo directamente en el hall del centro, una especie de museo, dirigido a turistas, que no me interesó nada. Todo demasiado pulcro y comercial. Una vez implicado, busqué algo que llamara la atención. Salí del museo y cuando miré a mi derecha divisé a lo lejos la entrada al campo de concentración, con su depravado y retorcido lema “El trabajo os libera”.


Aquella estampa me impresionó. Me quedé como absorto. Cuando me di cuenta estaba caminando por mi cuenta hacia aquella puerta. Me cortó la respiración (más de lo que me la cortaba el frío) encontrarme bajo aquel sádico lema Junto a ella podían verse el resto de elementos del campo (postes, vigas, alambrada, barracones en segundo plano,...). Aquel primer plano me era extraña y escabrosamente familiar. En un estado de ensimismamiento crucé el umbral.

Me adentré en el campo y me encontré con los primeros barracones. Me detuve para observar el primero de ellos con más detenimiento. ¡Joder! Parecía que hubieran sido abandonados solo unas semanas atrás. Aquella presencia vacía y tétrica me pareció  profundamente desasosegante. Avancé entre los barracones de los presos, observando detalles y dejándome arrastrar a la época en que estuvo lleno de infortunadas víctimas. Dejó de nevar, y mientras seguí caminando lentamente. A mitad de camino me detuve entre dos de aquellos edificios. Divisé al fondo la pared que los unía, y llamó mi atención las decenas de velas y flores situadas frente a él. Tuve la necesidad de acercarme y mientras lo hacía, la irregularidad de su superficie (que a lo lejos recordaba al gotéele) descubrió su verdadera naturaleza. Miles de impactos de bala habían destrozado la fachada lisa de aquel muro. Era el muro de las ejecuciones. 


La nieve caía pero casi no sentía ya el frío por el entumecimiento y el cansancio. Pude imaginarme todo el dolor e injusticia de que fue testigo aquel paredón durante años. Permanecí un rato, y antes de volver al camino central, vi la abierta la entrada lateral de uno de aquellos barracones. Entré y descubrí la lúgubre y desesperanzadora atmósfera que todavía imperaba allí. No solo era la fúnebre y escasa luz; era lo que aquel interior  permitía imaginar que sucedió allí. Los escalones estaban desgastados del antiguo trasiego de personas, la baranda de hierro desnuda llevaba todavía la capa de grasa dejada por los centenares o miles de manos que por allí pasaron. Los cuartuchos (dormitorios) eran deprimentes, aunque parecían una suite de hotel si los comparabas con las celdas de confinamiento. Un zulo sin luz ni espacio para una persona.

Tras recorrer completamente, solo y en silencio, todas las plantas volví a salir. El gris cerrado del cielo me pareció una estampa caribeña comparado con el agorafóbico interior. La nevada se había reanudado. Mi cazadora de tela estaba completamente empapada, casi no sentía el frío del entumecimiento, pero decidí seguir inspeccionando aquel antro de iniquidad.

De pronto alguien del grupo de mi autobús me vio e invitó a que les siguiera. Lo hice y entramos en una especie de sala de exposición, que seguía manteniendo intacta la austera decoración de la época. En la primera estancia observamos expuestos decenas de documentos. Algunos de ellos se exhibían abiertos y mostraban la puntillosa minuciosidad con que trabajaban los torturadores. Todo estaba escrupulosamente detallado. Incluyendo a los presos, su número, nacionalidad,... como quien desglosa simple mercancía. Al salir a un estrecho pero largo corredor observé que sus paredes estaban decoradas con decenas y decenas de pequeños cuadros, del tamaño de un folio. Cada uno de ellos contenía el rostro de un preso, de una persona exterminada. Centenares de personas; caras antiguas, deslucidas y ajadas por el maltrato. Envejecidas prematuramente por las paupérrimas condiciones de vida. Con expresiones petrificadas, aparecían mujeres, hombres, niños... que habitaron aquel antro sitio brutal.


Tras recorrerlo subimos unas escaleras y nos encontramos con unas instalaciones más modernas. En una amplia habitación había varias maquetas: del campo de exterminio, de los hornos crematorios,.... Elementos usados en la época, como latas del gas (Zyclon B) que usaban en las duchas letales. Rodeé el perímetro de la sala y al fondo vi un corredor ancho con cristaleras.

Cuando accedí me encontré con la imagen que más me estremeció de todo el trayecto. Tras la primera cristalera descubrí miles de efectos personales de los masacrados. Gafas. Decenas, centenares de ellas que fueron arrebatadas a sus propietarios y apelotonadas en una montaña. Zapatos. Decenas y decenas de zapatos de los presos. Cepillos de dientes,  cabello humano,... Y maletas. Maletas antiguas, de tela, algunas con su cincha de cuero. Todas con el nombre de la familia a que pertenecían. Me sobrecogió la visión de una de ellas. Su propietario usó pintura y una brocha gorda para identificarla, supongo que para asegurarse que se mantuviera el mayor tiempo posible y fuera bien visible. Pero el nombre no estaba terminado. A mitad del apellido, un rayón delataba que no tuvo tiempo de escribirlo por completo. ¿Qué pudo haber motivado que ni siquiera pudiera terminar de escribir su propio apellido? Era capaz de imaginarme decenas de argumentos, alimentado por decenas de películas y documentales vistos; y con cada cual, peor desenlace. ¿Aquella persona tuvo que huir despavorida?, ¿Le mataron mientras intentaba escribirlo?, ¿Puede que quedara paralizado por el mismo pánico?...


Finalmente visitamos las duchas de la muerte y los crematorios. Estos últimos deteriorados en su interior. Un nauseabundo y pestilente olor flotaba todavía dentro, con las paredes, el techo sobretodo, aún tiznados de negro.

Empezó a perderse la luz del día, cuando alguien vino a informarnos de que el autobús partía para volver a nuestra residencia. Y nos volvimos hacia el punto de llegada.


Creo que si hubiera hecho la misma visita un día veraniego, con un grupo de amigos, bien comidos y descansados, y en plan turístico, dudo que me hubiera quedado tan honda huella de aquella visita. Pero se dieron unas circunstancias propicias para comprender (en el más amplio sentido que tenga este concepto), para aprehender lo que debió ser vivir allí en aquella época. Para intentar imaginarte a  ti mismo allí, en aquellas condiciones criminales, con la esperanza rota y las sospecha o certeza de que esa misma suerte la correría o habría corrido tu familia. Eso es algo de lo que no se puede salir indemne.

No les voy a decir que saliera de allí como uno de aquellos pobres desagraciados prisioneros el día en que liberaron el campo en el 45. Tampoco que aquella aquella experiencia fuera una epifanía que cambiara el sentido de mi vida. Pero sí puedo decirles que aquellas imágenes se me siguieron apareciendo durante los siguientes días. Que se actualizan en cuanto veo alguna reseña de la Segunda Guerra Mundial. Que para mí, el concepto “campo de exterminio”, tiene ya un significado mucho más amplio (y sobretodo, profundo) que una simple referencia en un ensayo o novela, bastante más que una imagen en un documental o película. En fin, que salí con el “pellizco” en el estómago. Y creo que ese pellizco sigue dado.  

domingo, 30 de noviembre de 2014

Cita: Intuición de experto




El psicólogo Gary Klein cuenta la historia de un equipo de bomberos que penetraron en una casa en la que la cocina estaba en llamas. Poco después de aplicar la manguera a la cocina, el jefe de bomberos dio un grito. «Salgamos de aquí», exclamó sin saber por qué. El suelo se hundió casi inmediatamente después de que los bomberos escaparan. Solo después de ocurrir aquello, el jefe de bomberos se dio cuenta de que el fuego había sido extrañamente silencioso y que sus orejas habían estado extrañamente calientes. Estas impresiones juntas despertaron lo que llamó un «sexto sentido del peligro». No tenía ni idea de lo que andaba mal, pero sabía que algo andaba mal.

Resultó que el foco del incendio no estaba en la cocina, sino en el sótano, debajo de donde sus hombres habían estado.

 




Todos hemos oído historias de intuición experta: El maestro ajedrecista que pasa por delante de una fila de jugadores y anuncia sin pararse: «Blancas dan jaque mate en tres jugadas», o el médico que hace un complejo diagnóstico después de una sola mirada a un paciente. La intuición de los expertos nos parece mágica, pero no lo es. Cada uno de nosotros realiza muchas veces al día verdaderas proezas de experto intuitivo. La mayoría de nosotros tenemos un oído perfecto para detectar un enfado en la primera palabra de una conversación telefónica, o para reconocer, cuando entramos en una habitación, que hemos sido tema de conversación, y rápidamente reaccionamos a señales sutiles de que llevar el coche por el carril de al lado es peligroso.

Nuestras capacidades intuitivas cotidianas no son menos maravillosas que las asombrosas percepciones de un bombero o un médico experimentados. Solo son más comunes.





La psicología de la intuición acertada no encierra magia alguna. Quizá la mejor formulación al respecto es la del gran Herbert Simon, que estudió a maestros ajedrecistas y mostró que tras miles de horas de práctica llegaban a ver las piezas en el tablero de otra manera que nosotros. Podemos comprender la impaciencia de Simon respecto a la mitificación de la intuición experta cuando escribe: «La situación proporciona la ocasión; esta da al experto acceso a información almacenada en la memoria, y la información da la respuesta. La intuición no es ni más ni menos que el reconocimiento». 

No nos sorprende que un niño de dos años mire a un perro y diga «chuchi», porque estamos acostumbrados al milagro de los niños aprendiendo a reconocer y nombrar cosas. La cuestión central en Simon es que los milagros de la intuición experta tienen el mismo carácter. Las intuiciones válidas se producen cuando los expertos han aprendido a reconocer elementos familiares en una situación nueva y a actuar de manera adecuada a ella. Los buenos juicios intuitivos vienen a la mente con la misma inmediatez que «chuchi».




Cuando se enfrenta a un problema –el de elegir una jugada de ajedrez o el de decidir invertir en acciones–, la maquinaria del pensamiento intuitivo hace lo mejor que puede hacer. Si el individuo tiene una experiencia relevante, reconocerá la situación, y es probable que la solución intuitiva que le venga a la mente sea la correcta.


"Pensar lento, pensar despacio"
Daniel Kahneman (2011)