Interpretamos la realidad en función de nuestras
creencias.
Actuarían como una especie de
gafas, o mejor dicho, de lentes de contacto (puesto que no percibimos que las
llevemos puestas) que determinan lo que vemos. Determinan la manera en que
interpretamos lo que vemos. Si yo usara unas gafas de sol pero no supiera que
las llevo puestas, vería todo en tonos pálidos, mayormente grisáceos y oscuros,
algunos directamente negros. Pero si el mismo caso se diera con una de esas
gafas infantiles de feria de colores vivos (naranja, amarillo, rosa) ocurriría
lo contrario. Veríamos los mismos objetos que sin ellas pero en este caso en
tonos vivos, claros, brillantes.
Con las creencias pasa lo
mismo. Hacen que ante los mismos hechos o evidencias unos lo interpreten de una
manera y otros de otra distinta (no necesariamente opuesta, pero desde luego
que no hay dos idénticas). Pero un factor clave, en mi opinión, es que no percibimos
que las llevamos puestas. Pero las llevamos. Siempre las llevamos.
Y el caso es que, tanto con las
gafas de cristales oscuros como las de lentes brillantes, ambas distorsionan la
realidad, cada uno hacia un extremo.
Lo que uno cree va a misa. Lo que uno cree es
lo que nos dirige. Las creencias son como los planos de una edificación, puesto
que dirigen la construcción. La construcción cotidiana que hacemos de la
realidad. Lo que creemos que es la realidad
Les cuento una incauta anécdota que
me demostró cómo influyen mis creencias en la percepción de la realidad
cotidiana.
Hace unas semanas tuve que
cambiar mi rutina cotidiana. Me encontraba de baja laboral. Llevaba varios días
con una lesión de rodilla (esguince) y como su curación, en palabras del
médico, se preveía larga y tediosa, aparte de algo dolorosa, decidí implicarme
en su rehabilitación. O sea, ir por mi cuenta (bancaria) al fisioterapeuta y
ejercitar la musculatura para que sanara antes y mejor.
Como mi cita con el rehabilitador
era a las 10.00, y su consulta me pilla a 3 manzanas de casa, me levanté a eso
de las 9,15 horas. Decidí tomarme un café antes de salir de casa, así que
preparé la cafetera y la puse al fuego. Mientras tanto me aseé y vestí. Al
volver para tomar el café, encendí la radio y escuché mi programa habitual.
Lo primero que me llamó la
atención fue que iniciaban en ese momento la sección de debate, cuando
normalmente la escuchaba en la franja horaria anterior. Pensé que estaría
confundiéndome con el horario, o que igual tenían otro debate a esa hora (que
habitualmente y por motivos laborales no escucho).
Probé el café y me supo estupendamente.
Solo, no demasiado fuerte y caliente. Después de este impagable primer sorbo me
dirigí hacia la ventana más cercana, que es exterior, y eché un vistazo a la
calle. Los fines de semana me encanta hacer eso: tomar el café mientras veo la
gente pasar por la calle. Me encontré con que no había demasiados viandantes.
Sí que vi a algunos adolescentes dirigiéndose al instituto. Pensé: “Si son las
y media, estos van tarde”. Bastante tarde. Como una hora o así. Pero observé
que no eran solo aquel par de estudiantes, sino más bien un goteo intermitente
de chicos jóvenes. Supuse que vendrían de alguna visita a algún centro o
institución, o de alguna actividad extraescolar. En fin, ¿que se yo? Cuando al
final vi llegar a un adulto tras ese alargado grupito, imaginé que debían haber
ido al polideportivo a hacer gimnasia y volvían para reincorporarse al resto de
las clases en el instituto de bachillerato que hay cerca de casa.
Terminé mi café, me puse el
chaquetón y cerré la ventana. Diez minutos antes de la cita salí a la calle y
me extrañó ver niños llegando al colegio. Madres y padres detenidos en el paso
de peatones frente a mi portal confirmaban esta evidencia, y el policía de
tráfico gestionaba a base de pitidos el tráfico, como suele ser habitual. Pensé
que debía tratarse de que los lunes los niños entraban más tarde a clase. Algo
había escuchado al respecto, colegios en los que los niños hacían una entrada
gradual al colegio, hasta adaptarse a la hora definitiva: las 9.00 horas. Igual
hacen algo parecido ahora y los lunes entran más tarde que el resto de los
días. En fin, tampoco lo tenía muy claro.
Sin más dilación, me encaminé
hacia la consulta del fisioterapeuta. Un breve paseo, brisa fresca, y cuando
llego a mi cita:
La puerta está cerrada.
Ahí va! Esto no me lo esperaba.
Ningún día de los anteriores ocurrió nada parecido. Como Jose Luís, lleva su
niño al cole pensé que se habría retrasado. Igual el crío había enfermado.
Entonces pensé enviarle un mensaje que me sacara de dudas, cuando caigo en que
me he dejado el móvil en casa. Vaya! Que hago ahora? Me alargo a casa y procedo
o me espero. Pensé que si fuera algo grave ya me habría enviado él un mensaje
informándome un rato antes de salir de casa. Por tanto, lo más probable es que
llegara en unos minutos.
“Bueno, hombre! Vamos a dar un paseíto
por la calle”. Señoras mayores limpiando la puerta de su casa (ya no es tan
frecuente ver esto), algún que otro coche circulando por la vía,… Vaya! Una
librería. Voy a ver que libros tiene en el escaparate. Me distraigo cotejando
los que conozco y los que no. Al rato, vuelvo a la puerta de la consulta y observo
que sigue cerrada. Casualmente, tampoco está abierta la peluquería que tiene su
negocio dentro del mismo portal. En fin, será que la gente tampoco anda loca
por hacerse la permanente un lunes a las 10 de la mañana.
Hala! A pasear otro ratito, ahora
calle abajo. Comercio cerrado. Tienda de confección. Casa particular. Anda,
mira, el cibercafé. Me distraeré con los
posters que decoraban la fachada. Todo un variado repertorio de soldados
futurista (Warhaimer o algo así me pareció leer) de distintos juegos virtuales.
Sigo haciendo tiempo y ahora subo la calle para comprobar si ha llegado ya.
Pero no. El portal sigue cerrado, y bien cerrado. Pues ya no sé que hacer. Como
no me vaya a la banco de la esquina (banco comercial, no de asiento) a leer sus
interesantísimas ofertas sobre hipotecas y planes de pensiones, no sé...
En ese momento se cruza conmigo por
la calle un conocido. Kiko, amigo que llevaba años sin ver. Lo saludo y me
corresponde extendiéndome la mano. La chocamos y comenzamos a charlar. Me
cuenta que iba a recoger el coche para ir al campo, como él dice, a “trapichear
con los bichos”. Le cuento lo de mi lesión y el contratiempo de encontrarme la
clínica cerrada. Entonces Kiko gira la cara y me dice:
- Perdona que te diga, pero ahora mismo no son las 10 de
la mañana. Son las 9 horas.
- Venga ya hombre. ¿Cómo van a ser las 9?
- Que sí, que son las 9, hombre. Que cambiaron la hora el
sábado.
-
No te jode! Claro que la cambiaron. Y ayer cambié yo la
hora cuando me desperté, puesto que efectivamente, tal despiste me hizo despertar
una hora antes.
-
Pues ahora has hecho lo mismo, pae.
-
Bueno, pues si no te lo crees ven para acá –me insiste.
Me coge del brazo y me lleva
hasta una taquilla de la zona azul de aparcamiento público. En estos cacharros,
otra cosa no, pero la hora la llevan clavada.
Miramos el display del poste y me
quedo de piedra cuando veo que marca las 9.
Sigo sin salir de mi asombro. ¿Pero
como va a ser eso? ¿Cómo va a ocurrirme dos días seguidos? Pero si yo ayer
cambié la hora del móvil... ¿y la del despertador? Joder!, igual no cambié la
del despertador. Pero recuerdo haberlo pensado. Supongo que debe ser eso, que
no llegué a hacerlo. A falta de otra explicación razonable, me convenzo de que
tiene que ser eso lo que ha ocurrido.
Definitivamente me voy a casa,
miro los demás relojes y confirmo que eran las nueve de la mañana. Hago tiempo
y una hora después vuelvo a la consulta de Jose Luis, el fisioterapeuta. Y allí
está, la clínica abierta y la peluquería también. Asisto a mi cita y prefiero
no contarle nada porque me va a tomar por imbécil. Y no le faltaría razón.
La cuestión es la siguiente.
- Escucho un programa de radio que conozco y la sección
que tienen es la de antes de las 9. Pero no me da por pensar que me haya
equivocado con la hora. Pienso que es el programa el que ha cambiado su horario
o un argumento igual de infundado.
- Veo alumnas ir al IES con la hora bien pasada. Y sigo
busco argumentos para justificarlo pero no pienso que ellas van a su hora y yo
soy el errado.
- Observo a los niños ir al cole, que entran a las 9 de
toda la vida, con la evidencia palmaria en la puerta de mi casa, y aun así no asumo
que yo esté equivocado y sean las 9 de la mañana. ¿Qué hago? Busco un argumento
peregrino, aunque cierto, y lo aplico al caso para que los hechos cuadren con
mi creencia: Pienso que los alumnos deben de entrar los lunes a las 10.00
No sé si me estoy explicando.
Cuando uno tiene una creencia en
la cabeza, y es firme (por el motivo que sea), no hay evidencia que sea capaz
de echarla abajo, ni siquiera de zarandearla.
Ahora me planteo. ¿Cuántas de creencias
tendré (políticas, sociales, personales,…) y no pueda detectar que me hagan ver
la realidad de una forma desvirtuada?
¡Casi nada, oiga!