En Sierra Leona,
los guerrilleros cortan la mano derecha de los habitantes de una aldea antes de
retirarse. Una niña, que está muy contenta porque ha aprendido a escribir, pide
que le corten la izquierda para poder seguir haciéndolo. En respuesta, un guerrillero
le amputa las dos.
En Bosnia, unos soldados detienen a una muchacha con su hijo. La llevan
al centro de un salón. Le ordenan que se desnude. «Puso al bebé en el suelo, a
su lado. Cuatro chetniks la violaron. Ella miraba en silencio a su hijo,
que lloraba. Cuando terminó la violación, la joven preguntó si podía amamantar
al bebé. Entonces, un chetnik decapitó al niño con un cuchillo y dio la
cabeza ensangrentada a la madre. La pobre mujer gritó. La sacaron del edificio
y no se la volvió a ver más» (The New York Times, 13/12/1992).
Los periódicos están llenos de horrores. La historia también. Hitler,
Stalin, Pol Pot y muchos otros deberían formar parte de un retablo maldito que
no olvidáramos nunca. Resulta incomprensible que ante tanta maldad, ante tanto
comportamiento indigno e indignante, afirmemos que todos los seres humanos
están dotados de dignidad, es decir, de un valor intrínseco, independiente de
sus actos, de su barbarie, de ese inicuo refinamiento de la crueldad.
Resulta incomprensible que no sigamos enarbolando el equilibrado
principio del talión, culminación de la justicia conmutativa, que tengamos
consideración con quien no la tuvo previamente, que nos empeñemos en librar de
la pena capital a quien ha violado y matado a una niña, o en rehabilitar a
quien sin razón y sin excusa nos ha destrozado la vida. ¿De dónde hemos sacado
una idea tan extraña? ¿Por qué la aceptamos hasta el punto de que está recogida
en muchas Constituciones modernas? ¿No va contra el sentido común, contra los
sentimientos comunes, contra la sana indignación ante el salvajismo, contra el
equilibrio de la justicia? Es contradictorio afirmar la dignidad de los
indignos. ¿Por qué lo hacemos?
Tal vez nos suceda
lo mismo que a Sigmund Freud, que abrumado por su escepticismo y su enfermedad
escribía a un amigo: «Durante toda mi vida me he empeñado en ser honrado y en
cumplir con mis obligaciones. No sé por qué lo he hecho»
Rorty, un
prestigioso filósofo contemporáneo, comenta que la afirmación de la dignidad
humana por encima de la dignidad animal no es más que «la petulancia
injustificada de una especie que sabe hablar».
A pesar del comienzo dramático, éste es un libro sobre la felicidad
política. Sobre la Ciudad feliz. Hace unos años, cuando las facultades de
psicología estaban inundadas por el conductismo de Skinner, se leía mucho un
libro suyo titulado Más allá de la libertad y la dignidad. En él
sostenía que el ser humano sólo conseguiría la felicidad cuando se librara de
esos dos mitos ensoberbecidos y absurdos. Nosotros, en cambio, consideramos que
la dignidad es una invención imprescindible para alcanzar la felicidad.
Estamos embarcados en un gran proyecto. No somos ilusos,
aunque estemos llenos de ilusiones. Hay que tomarse en serio a Shakespeare: «La
vida es un cuento absurdo, contado por un idiota sin gracia, lleno de ruido y
furia.» Queremos añadir: «... pero que se empeña en escribirlo de otra manera».
El hombre es un animal, desdichado por comprender
que es un animal, y que aspira a dejar de serlo. Ésta es la patética y
parricida historia de la humanización.
El hombre nuevo quiere matar al hombre viejo. Es nuestra historia común,
en la que todos podemos buscar nuestra identidad. Creemos que la Humanidad
navega por un mar azaroso con rumbo pero sin mapas. Su historia es la crónica
de múltiples naufragios. Pero como escribió el sentencioso Séneca: «El buen
piloto, aun con la vela rota y desarmado y todo, repara las reliquias de su
nave para seguir su ruta.»
La gente generalmente asume que el mundo en que vivimos es
predecible, justo y seguro. Y, en cierta medida, dentro de unos límites, es
así. Sobre todo si lo comparamos con otras sociedades de nuestro planeta donde,
por ejemplo, no se respetan (porque no existen) derechos humanos básicos.
Aunque nos cueste creerlo, vivimos en el mejor de los
mundos posibles. Cualquier otra cosa es ciencia ficción.
Históricamente nunca se han reconocido tantos derechos
humanos como en el Primer Mundo en la
actualidad. Huelga decir que confronten ustedes su calidad de vida con la de
cualquier adulto criado en su misma localidad 100 ó 200 años atrás. Por poner
un dato: La esperanza de vida en España a principios de siglo pasado era de...
¡34 años!
Para más datos, en el próximo noticiario (prensa, radio o
TV) pueden encontrar ejemplos abundantes.
Cualquier persona nacida en Eritrea para llegar a la
madurez ha de sobrevivir al disparado índice de mortalidad infantil (de los más
altos del planeta), la baja esperanza de vida, los conflictos étnicos, la guerra
latente con Etiopía, el servicio militar continuo y, por si no tenían
suficiente, hambre, enfermedades y epidemias.
Compárenlo con sus circunstancias sociales. ¿Es justo?
Una de las falacias más frecuentes con que me encuentro es
esta: Creer que la vida tiene que ser
justa. Una noción que nos han inculcado desde pequeños: pensar que la
bondad y virtud serán finalmente premiadas, y la maldad castigada. El concepto
de justicia universal, poética o divina, según la cual, actos buenos merecen
ser recompensados, y actos malos obtener su correspondiente en negativo
(castigo), no es una axioma indefectible de la vida. Y si bien hay ocasiones en
que se da (benditas ocasiones), me temo que no es la norma habitual.
Cualquier proyecto de civilización, en general, no es más
que un intento de asentar un orden concreto, una forma de organizarnos. Esencial
será proveer de las herramientas apropiadas para la necesaria convivencia. La
justicia se transforma así en el instrumento que asegura (en mayor o menor
medida) que las normas establecidas serán respetadas por los consumidores. Sí, sí,
yo también hubiera preferido llamarles (llamarnos) ciudadanos, pero a la vista
de las circunstancias, hay que ser realista, y por encima de otra cosa, lo que
somos es consumidores.
Pero, como les decía, esas reglas morales, jurídicas y
sociales son válidas para los miembros de una comunidad, pero no necesariamente
para los ajenos a ella. Hemos de tener claro que el concepto de justicia es una
convención. Como cualquier ley, se trata de algo convenido entre un grupo de
individuos. Algo que tiene validez dentro de esa comunidad o sociedad, pero no frente
a circunstancias imprevisibles de la vida.
La vida contiene a la sociedad. La vida es más grande que
cualquier civilización. Inmensa, quizá exorbitante, y siempre inabarcable.
De manera que, por muy bien planificada que esté una
civilización, muchos factores escaparán al intento de control humano, por
inconmensurables, por imposibles de atar o fiscalizar o imprevisibles. Sí, más
o menos como los seguros de hogar. Contemplan situaciones típicas que denominan
“garantías” (un tanto inflado y ampuloso el término), pero cuando nos ocurre
algún incidente (ellos lo llaman siniestro, igualmente excesivo me parece) que
rompe con la normalidad, casualmente no está incluido dentro de los términos
firmados con la aseguradora (al menos, esa es mi experiencia). Hablo igual de
un tsunami o un terremoto, como de un accidente múltiple de tráfico; igual de un
despido masivo que de un infanticidio…
El entramado social que hemos urdido de certidumbre y
confianza es provisional, y mayormente endeble. No es ninguna mentira que la
más cruel, despiadada e insufrible realidad puede destrozar de golpe todo lo
que creíamos seguro y sólido, dejándonos en la más ruinosa de las miserias
(moral y/o física y/o emocional). Un avión de pasajeros es abatido por un misil
y deja más de 300 muertos. Ahí mismo, a las puertas de Europa. Algo
impensable... hasta que ha ocurrido. Un tipo tiene secuestradas a varias niñas,
a alguna de las cuales ha violado (e incluso dejado embarazadas), en el corazón
de Europa. Algo imposible de creer... hasta que acontece... En la India, 3
niñas son violadas y ahorcadas a la luz pública, y nadie hace nada…
Cuando suceden estos hechos, los supuestos básicos que
asumíamos como seguros son sacudidos atrozmente y saltan por los aires. Es
entonces cuando la versión más cruda de la realidad rompe los diques de
contención de tales supuestos instituían y se muestra en su vertiente más
brutal y tremenda.
Las normas que rigen
la vida pueden ser más o menos explícitas, pero entre ellas no se encuentra la
de justicia. Que las circunstancias existenciales tengan que ser ecuánimes es
un añadido puramente humano. De manera que podemos criarnos pensando que esa
justicia es extrapolable a todas las áreas de la vida. “Si pago mis impuestos,
merezco estos servicios”, “si soy buena persona no deben pasarme cosas malas”,
“si cumplo como trabajador debería recibir una prestación justa”, “si hago
esto, me corresponde obtener aquello”, etc...
Pero
lamentablemente no tiene por qué ser así. Piensen. ¿Cuántas veces escuchan
frases del tipo?
“Esto no es justo”
“Qué he hecho yo para merecer esto”
“Esto es un castigo del cielo”
“Porqué siempre me pasa esto a mí”
“Esto no puede estar sucediéndome a mí!”
Pes me temo que
sí que puede estar sucediéndole.
Existe, como
mucho, una mayor o menor probabilidad de que seamos correspondidos, pero nunca
una certeza de que así suceda. De manera que, me parece bastante más realista
pensar: “Si soy buena persona, deberían pasarme cosas buenas... pero nada me lo
asegura, ni tampoco me inmuniza contra las malas”. Puede que sea menos amable,
más ingrata, pero les aseguro que más sana para su salud mental.
Pensar “Esto es
injusto” o “Las cosas no deberían ser así” no le resuelve ningún problema, y
por el contrario le genera un estrés adicional (que por supuesto no necesita).
Pensamientos de este tipo solo logran que nos sintamos ultrajados, agraviados o
zaheridos, pero no promueven la acción para enmendar la circunstancia que nos
atenacen ni nos ayuda a entender la situación. Más bien nos coloca en una posición
de pobre víctima golpeada por el destino, de inocente damnificado por la
desgracia, cuyo único recurso consiste en quejarse.
En el ámbito
social, y amparados por las leyes humanas, la queja o denuncia puede proveer de
un resultado, una reposición o resarcimiento (que precisamente es a lo que
llamamos “hacer justicia”). Pero fuera de estas, quejarse no sirve para nada.
No habrán visto
ustedes nunca por ahí a una cebra o un elefante (por poner un ejemplo) lamentar
la pérdida de su cría recién devorada. Dolor sí, puesto que es una reacción
puramente visceral (y no solo humana). Pero quejarse, nunca.
¿Por qué? Porque
no tiene sentido. A quien clamarían ¿A la manada de perros salvajes o hienas
que han devorado a su retoño? No hace falta tener mucha imaginación para
anticipar el resultado de esta querella ¿A los leones, por aquello de que nos
dijeron eran los reyes de la selva (y lo mismo imparten justicia en su reino)?
Anticipo el mismo resultado que el anterior. ¿Al Alto Tribunal de la Haya? Sin
comentarios.
Y una cosa tengo
por segura. A “las cosas” (esas que “no deberían ser así”) les trae sin cuidado
lo que usted piense de ellas, sus cuitas o cómo las valore. No pierdan tiempo y
energías lamentándose.
Para concluir.
Mi experiencia es que la justicia, como tal, no existe en la vida real. Y como
dolorosamente vemos día tras día, parece que cada vez menos en la civilizada.
“La justicia no
existe, acostúmbrate a ello”, reza el eslogan. Triste, sí. Lamentable, más
aún. Definitivo, no. En absoluto.
Pero desde
luego, no esperen ustedes que aparezca un salvador, mesías o superhéroe volador
con capa que nos saque las castañas del
fuego. Me temo que tendremos que ser nosotros, las personas corrientes, las
que hagamos algo al respecto.