Me hallaba involucrado en un programa europeo en el año
2006. Una de aquellas reuniones tuvo lugar en Jaworze (o algo así), Polonia.
Era Abril, todo apuntaba a que, al igual que en Andalucía, la primavera habría
explotado en centroeuropa, pero no fue así. Hacía un frío polar. De manera que
el segundo día, al ser invitados a presenciar un simulacro de rescate (desalojar una estación
de esquí, protocolo de incendio en escuela infantil y no recuerdo que más
escenarios), nos pilló con lo puesto. Una triste camisa de manga larga y una
cazadora de lino fue lo más abrigado que metí en la maleta. Aunque recuerdo un parterner
(italiano creo) que solo había echado tres polos de manga corta, que no dudó en
ponerse, uno encima del otro.
Nevó prácticamente todos los días. Quien iba a pensar que,
en aquellas fechas, en la estación de esquí, efectivamente, se podía practicar
esquí. Menos aún que hiciera aquel frío glacial, además de que, como
observadores, las actividades se presenciaban a la intemperie. Y que encima, las
maniobras iban a durar toda la mañana, hasta entrada la tarde.
El frío fue penetrando en mi cuerpo, milímetro a
milímetro. Sin prisa, pero sin pausa. No hubo un momento de tregua hasta que
terminó la demostración, entrada la tarde.
Deseando volver al hotel para meternos directamente en la
caldera de la calefacción central, recibimos la noticia de que había prevista
una actividad extralaboral para aquella misma tarde. ¡Me daba igual!. Por su
puesto que nada iba a cambiar mi determinación de encerrarme en mi habitación
en cuanto pisara el hotel y encajarme directamente entre el radiador y la
pared. Pero en el autobús nos informaron que la actividad era una visita al
campo de exterminio de Auschwitz.
No, no y no. Ni que me llevaran a Disneylandia con Walt
Disney recién descrionizado (descongelado, vamos) y firmando autógrafos. Ni que
me llevaran a Macondo a entrevistarme con el mismísimo Gabo recién resucitado. Así
el Dalai Lama me esperara para interesarse por mi filosofía de vida. Nadie me
iba a sacar del horno de la caldera del hotel.
Llegamos a este y la temperatura ambiente se nos antojó
tropical. Cuando terminamos de ingerir un reconstituyente chocolate a la taza,
recobré las constantes vitales, la sensibilidad en mis extremidades, y poco a
poco, empecé a sentir las yemas de mis dedos. Y a ver las cosas de otro color.
Pero ¿cómo voy a perderme una visita al campo de
exterminio por antonomasia? Mil veces referido o visto en películas y
documentales referidos a la época. Pero estaba muerto de cansancio y agotado
por la mella que deja el frío cuando te ha ido calando lentamente, durantes
horas, hasta los huesos. Penetrando hasta la misma médula ósea y escarchando el
mismísimo periostio.
Pensé, si lleva calefacción el autobús igual me lo pienso.
Finalmente decidí ir. La curiosidad pesó mucho, pero también que no es muy profesional
escaquearse de una actividad cuando tu jefe sí asiste a los actos previstos.
Claro que él, previsor el hombre, sí que había traído un confortable y aislante
abrigo. Total, que ir tenía que ir, pero acariciaba la posibilidad de quedarme
resguardado en el autobús durante la visita.
El camino fue largo, pero solo hicieron falta segundos
para que cayera en un profundo sueño. Me desperté de un frenazo. Habíamos
llegado a nuestro destino. Al abrir los ojos descubrí que el día había seguido
nublándose, más si cabe, y las temperaturas seguían bajando.
Mi plan de deserción fue abortado sin contemplaciones por
mi jefe. Bajé sin mucho afán, con el cuerpo totalmente destemplado. En cuanto
pisé el suelo, mis huesos volvieron a recobrar la temperatura ambiente que
habían mantenido durante toda la mañana. ¡Dios, resfriado no, directamente
neumonía es lo que voy a pillar hoy!.
Entramos en grupo directamente en el hall del centro, una
especie de museo, dirigido a turistas, que no me interesó nada. Todo demasiado
pulcro y comercial. Una vez implicado, busqué algo que llamara la atención.
Salí del museo y cuando miré a mi derecha divisé a lo lejos la entrada al campo
de concentración, con su depravado y retorcido lema “El trabajo os libera”.
Aquella estampa me impresionó. Me quedé como absorto.
Cuando me di cuenta estaba caminando por mi cuenta hacia aquella puerta. Me
cortó la respiración (más de lo que me la cortaba el frío) encontrarme bajo
aquel sádico lema Junto a ella podían verse el resto de elementos del campo
(postes, vigas, alambrada, barracones en segundo plano,...). Aquel primer plano
me era extraña y escabrosamente familiar. En un estado de ensimismamiento crucé
el umbral.
Me adentré en el campo y me encontré con los primeros
barracones. Me detuve para observar el primero de ellos con más detenimiento.
¡Joder! Parecía que hubieran sido abandonados solo unas semanas atrás. Aquella
presencia vacía y tétrica me pareció
profundamente desasosegante. Avancé entre los barracones de los presos,
observando detalles y dejándome arrastrar a la época en que estuvo lleno de
infortunadas víctimas. Dejó de nevar, y mientras seguí caminando lentamente. A
mitad de camino me detuve entre dos de aquellos edificios. Divisé al fondo la
pared que los unía, y llamó mi atención las decenas de velas y flores situadas
frente a él. Tuve la necesidad de acercarme y mientras lo hacía, la
irregularidad de su superficie (que a lo lejos recordaba al gotéele) descubrió
su verdadera naturaleza. Miles de impactos de bala habían destrozado la fachada
lisa de aquel muro. Era el muro de las ejecuciones.
La nieve caía pero casi no sentía ya el frío por el
entumecimiento y el cansancio. Pude imaginarme todo el dolor e injusticia de
que fue testigo aquel paredón durante años. Permanecí un rato, y antes de
volver al camino central, vi la abierta la entrada lateral de uno de aquellos
barracones. Entré y descubrí la lúgubre y desesperanzadora atmósfera que
todavía imperaba allí. No solo era la fúnebre y escasa luz; era lo que aquel
interior permitía imaginar que sucedió
allí. Los escalones estaban desgastados del antiguo trasiego de personas, la
baranda de hierro desnuda llevaba todavía la capa de grasa dejada por los
centenares o miles de manos que por allí pasaron. Los cuartuchos (dormitorios)
eran deprimentes, aunque parecían una suite de hotel si los comparabas con las
celdas de confinamiento. Un zulo sin luz ni espacio para una persona.
Tras recorrer completamente, solo y en silencio, todas las
plantas volví a salir. El gris cerrado del cielo me pareció una estampa
caribeña comparado con el agorafóbico interior. La nevada se había reanudado.
Mi cazadora de tela estaba completamente empapada, casi no sentía el frío del
entumecimiento, pero decidí seguir inspeccionando aquel antro de iniquidad.
De pronto alguien del grupo de mi autobús me vio e invitó
a que les siguiera. Lo hice y entramos en una especie de sala de exposición,
que seguía manteniendo intacta la austera decoración de la época. En la primera
estancia observamos expuestos decenas de documentos. Algunos de ellos se
exhibían abiertos y mostraban la puntillosa minuciosidad con que trabajaban los
torturadores. Todo estaba escrupulosamente detallado. Incluyendo a los presos,
su número, nacionalidad,... como quien desglosa simple mercancía. Al salir a un
estrecho pero largo corredor observé que sus paredes estaban decoradas con
decenas y decenas de pequeños cuadros, del tamaño de un folio. Cada uno de
ellos contenía el rostro de un preso, de una persona exterminada. Centenares de
personas; caras antiguas, deslucidas y ajadas por el maltrato. Envejecidas
prematuramente por las paupérrimas condiciones de vida. Con expresiones
petrificadas, aparecían mujeres, hombres, niños... que habitaron aquel antro
sitio brutal.
Tras recorrerlo subimos unas escaleras y nos encontramos
con unas instalaciones más modernas. En una amplia habitación había varias
maquetas: del campo de exterminio, de los hornos crematorios,.... Elementos
usados en la época, como latas del gas (Zyclon B) que usaban en las duchas
letales. Rodeé el perímetro de la sala y al fondo vi un corredor ancho con
cristaleras.
Cuando accedí me encontré con la imagen que más me
estremeció de todo el trayecto. Tras la primera cristalera descubrí miles de
efectos personales de los masacrados. Gafas. Decenas, centenares de ellas que
fueron arrebatadas a sus propietarios y apelotonadas en una montaña. Zapatos.
Decenas y decenas de zapatos de los presos. Cepillos de dientes, cabello humano,... Y maletas. Maletas
antiguas, de tela, algunas con su cincha de cuero. Todas con el nombre de la
familia a que pertenecían. Me sobrecogió la visión de una de ellas. Su
propietario usó pintura y una brocha gorda para identificarla, supongo que para
asegurarse que se mantuviera el mayor tiempo posible y fuera bien visible. Pero
el nombre no estaba terminado. A mitad del apellido, un rayón delataba que no
tuvo tiempo de escribirlo por completo. ¿Qué pudo haber motivado que ni
siquiera pudiera terminar de escribir su propio apellido? Era capaz de
imaginarme decenas de argumentos, alimentado por decenas de películas y
documentales vistos; y con cada cual, peor desenlace. ¿Aquella persona tuvo que
huir despavorida?, ¿Le mataron mientras intentaba escribirlo?, ¿Puede que
quedara paralizado por el mismo pánico?...
Finalmente visitamos las duchas de la muerte y los
crematorios. Estos últimos deteriorados en su interior. Un nauseabundo y
pestilente olor flotaba todavía dentro, con las paredes, el techo sobretodo,
aún tiznados de negro.
Empezó a perderse la luz del día, cuando alguien vino a
informarnos de que el autobús partía para volver a nuestra residencia. Y nos
volvimos hacia el punto de llegada.
Creo que si hubiera hecho la misma visita un día
veraniego, con un grupo de amigos, bien comidos y descansados, y en plan
turístico, dudo que me hubiera quedado tan honda huella de aquella visita. Pero
se dieron unas circunstancias propicias para comprender (en el más amplio
sentido que tenga este concepto), para aprehender lo que debió ser vivir allí
en aquella época. Para intentar imaginarte a
ti mismo allí, en aquellas condiciones criminales, con la esperanza rota
y las sospecha o certeza de que esa misma suerte la correría o habría corrido
tu familia. Eso es algo de lo que no se puede salir indemne.