Llama poderosamente la atención el hecho de que hasta el siglo XIX, históricamente, los matrimonios se llevaban a cabo por interés. Algo que chirría con nuestra mentalidad actual, en que parece darse por sentado que el amor debe ser el factor determinante para casarse. El matrimonio era una cosa, y el amor era para los amantes. Si amor y matrimonio son dos conceptos distintos, aunque relacionados, que podemos distinguir sin dificultad (aunque solo sea porque el segundo debe quedar firmado y rubricado de manera fehaciente), igualmente amor y enamoramiento no son sinónimos. Ambos procesos no son exactamente independientes pero tampoco son iguales. A pesar de que haya quien pueda confundirlos.
El enamoramiento fue definido por algún iluminado en un
día inspirado como “estado de enajenación mental transitorio”. Ortega y Gasset
ya lo clasificó como “estado de imbecilidad transitoria”. Y, ciertamente, lo
es. Tanto en lo enajenado como en lo transitorio. En su momento, los clásicos ya nos lo presentaron
como locura, como una fuerza irracional. El hombre se siente
esclavizado, es una manía, un enloquecimiento enviado por Afrodita y Eros. Y
algo de cierto tiene esta concepción mítica. Manía y locura comparten una
característica clave con el enamoramiento. En el momento en que uno se
encuentra con una persona que le cuadra, que le encaja, que le hace tilín, toda una serie de procesos
bioquímicos explosiona en nuestro interior. Lamento que no tenga el aroma
romántico con que nos ha sido popularmente descrito este estado de ánimo. Pero
la evidencia (bioquímica, en este caso) no engaña. Cuando nos enamoramos
nuestro cerebro genera el neurotransmisor feniletilamina (FEA), pariente cercano
de las anfetaminas (ahí llevan una pista de a dónde va a ir a parar todo esto).
Cuando estas moléculas empiezan a inundar nuestro cerebro, este responde
secretando dopamina, norepinefrina y oxitocina, entre decenas y decenas de
distintas sustancias químicas. No hace falta que nos salgan estos
neurotransmisores y hormonas por las orejas para notar que perdemos la cabeza
(la concentración, desde luego), que empezamos a ver el mundo de color de rosa
(un rosa vívido y resplandeciente) y que sentimos como si estuviéramos flotando
en el éter (quizá levitando). Parece, pues, que no es gratuita la expresión
“hay química entre los dos”.
A esto añádanle una particularidad que me parece sorprendente: Durante la fase de
enamoramiento las estructuras cerebrales que nos permiten identificar los
defectos de la persona amada quedan suspendidos, anulados. Como nuestra TV por
la noche, quedan en stand by. La
catedrática de Bioquímica de la Universidad de Navarra, Natalia López-Moratalla
es clara y concisa: "En el enamoramiento, tras el impulso emocional del
inicio, se ponen en marcha los circuitos cerebrales de la confianza para
consolidar el vínculo amoroso, y se silencian específicamente las áreas que
crean distancias, aquellas que se activan en estados depresivos o de tristeza".
De manera que, esta visceral conexión entre dos personas, se establece por una doble vía: “atrayéndose, porque ante la persona amada se activa la vía de recompensa emocional que usa la dopamina, conocida como la hormona de la felicidad, y superando las distancias personales, al desactivarse la desconfianza, para lo que utiliza el neurotransmisor positivo en las relaciones sociales, la oxitocina, con frecuencia denominada hormona de la confianza”, nos dice Natalia.
Las
ideas populares sobre el enamoramiento lo consideran como una etapa de
obnubilación, un estar fuera de sí, con el pensamiento en el otro. Un estar
descentrado de sí mismo para centrarse en el otro, distinguiendo con dificultad
entre el yo y tu, lo que conlleva ese tanto de locura. Desconectando las áreas
cerebrales asociadas con el juicio crítico, suspendiendo las valoraciones
negativas, y sin objetividad para ver sus defectos. Y que, aparte de todo esto,
debe dar paso a “la clarividencia del amor”.
No
menos asombroso me parece que en tal estado de efervescencia emocional, de
conciencia alterada, no pocas personas aprovechen para tomar decisiones
trascendentales sobre su vida. Me sobrecoge porque, en función de ese
sentimiento, somos capaces de tomar decisiones que pueden ser, no solo determinantes,
sino en algunos casos, también irreversibles para nuestra vida. ¿A alguien se
le ocurre firmar una hipoteca tras haberse puesto hasta arriba de cannabis?
¿Usted realizaría el ejercicio final de una oposición para funcionario bajo el
efecto de ácidos y cocaína?
Cuando uno se para a pensar en la
cantidad de decisiones vitales que las personas toman por amor (sea lo que sea
a lo que hayan querido referirse con este término), no puede por menos que
estremecerse y sospechar que el azar controla más nuestras vidas de lo
quisiéramos creer. Y el azar nos puede regalar el premio gordo del sorteo del
Euromillón con la misma facilidad que un macetazo en medio de la cabeza
mientras paseamos tranquilamente.
Solo hay que echar un vistazo a
la historia para ver que el amor puede con todo: Con la paz, con la religión,
con el arte, y hasta con la familia. En su nombre se han declarado guerras,
caído imperios, arruinado fortunas y cercenado estirpes. Todos recordamos el affaire
que se montó por Helena de Troya. Enrique VII anuló su matrimonio, se enfrentó
a un rey y generó un cisma que terminó con la ruptura con la Iglesia (de hecho,
fundó su propia religión para divorciarse), por Ana Bolena. Dante Alighieri
escribió su obra maestra ("Divina Comedia") dedicada su amor
platónico, amor que duró toda la vida, y con la que nunca llegó a cruzar ni una
palabra. En 1936, el hombre que debía ser el rey de Inglaterra renunció a la
corona para poder casarse con una divorciada americana (ningún monarca antes,
en la historia de su país, había rechazado a la corona voluntariamente). El
príncipe heredero de Nepal, Dipendra, se casó en secreto con una joven, ante el
rechazo real contra tal relación. Durante una cena, y tras una violenta riña
familiar, el muchacho volvió ataviado con uniforme militar y montó la escena
final de la película Scarface.
Acribilló a su familia, sus 2 padres y otros 6 familiares. Me parece
suficiente, como botón de muestra. Y si sucesos como estos acontecieron por
amor, no les cuento nada sobre las atrocidades que se habrán cometido por su
opuesto, el desamor.
De
vuelta al asunto, Jose Antonio Marina lo expresa bien. “Tomamos decisiones de
vital importancia para nuestra vida mediante un procedimiento rocambolesco.
Experimentamos un sentimiento con frecuencia confuso, lo nombramos con la
palabra amor, y, por ensalmo, la palabra concede una aparente claridad a lo que
sentimos y, de paso, introduce nuestro sentimiento en una red de significados
culturales que imponen, exigen, o nos hacen esperar del amor una serie de
rasgos y efectos que acaso ni siquiera sospechábamos. Parecería más sensato
esperar a ver qué sale de nuestro sentimiento para saber si era amor y qué tipo
de amor era, o si era algún otro sentimiento emparentado”. Pura sabiduría
concentrada.
Como
sea, atravesada la fase de enamoramiento, el organismo se distiende
(afortunadamente). Si se paran a pensarlo, sería inviable un organismo en pleno
subidón bioquímico durante años y años. Algo agotador, extenuante, que
terminaría por hacernos sentirlo más como una condena que como una bendición.
El organismo se va haciendo resistente a los efectos de nuestra propia
bioquímica desatada y la pasión se desvanece gradualmente. A los 2 o 3 años de
iniciada la relación sentimental, los niveles de dopamina vuelven a su ser, la
norepinefrina y oxitocina se normalizan, y cesa ese torrente de estimulación
aglomerada. De manera que, después de esa efusión de emociones embriagadoras,
volvemos a despertarnos y poner los pies en el mundo real. Así descrito, me viene
a la cabeza un pasaje de la novela “El perfume”. Aquel en que el pueblo entero
despierta, tras haber sido subyugados y perdido el control de todos sus actos,
frente al patíbulo del reo, Jean Baptiste Grenuille. Aunque no puedo evitar
recrear en mi cabeza esa escena, clásica en los films americanos de desmadre,
en que tras una noche loca de juerga, amanece y el protagonista se despierta.
Abre los ojos concierta dificultad, toma conciencia de su identidad, trata de
ubicarse espacio-temporalemente, y sin haber terminado de completar ninguna de
estas operaciones ni haber hecho un reset del sistema, se da cuenta de que
tiene cogida la mano de alguien. Mira con sorpresa a su lado y encuentra a una
persona con la que comparte (al menos, compartió, afinidad sexual). Podrá
recordarla o no, ser una amiga o una completa desconocida, gustarle o
desagradarle,... Pero, amigo, ya es tarde. Ese anillo en su dedo corazón
derecho le indica que ha consumado la relación amorosa, y también el matrimonio,
oficialmente. A pesar de la resaca, intenta recordar... ¿qué sucedió?. ¡Ah!
Aquella capilla abierta a las tantas de la madrugada en Las Vegas (¡dónde si no
está dispuesto un párroco, pastor o juez de paz casarte a esas horas!). ¡Ah!
Mis impresentables amigos con una cogorza olímpica ¡Ah! La sala de striptease
aquella... Y, repasando, repasando, concluye que con el ánimo exaltado por
ingesta desmesurada de alcohol, todos llegaron a la conclusión de que no solo
era una buena idea, sino que además, era la idea perfecta. Por tanto, estamos
en el momento en que, como los niños en la mañana del día de Reyes, nuestro
protagonista va a ver qué regalo te ha tocado.
Será
algo más tarde, habrá de pasar algún tiempo, cuando podrá constatar si el
regalo fue solo la sorpresa de la novedad o resultó algo significativo que
amplió sus posibilidades. Si la persona que conoció durante la etapa de
hormonas hiperactivas es la misma que la que ahora puede observar con más
detenimiento y juicio, con sus virtudes y defectos, en una fase más centrada.
Si previamente se asentaron sólidamente las bases de la relación, comienza una
etapa de permanencia, caracterizada por un sentimiento más tranquilo. En esta
fase son las endorfinas las que toman el control, aportando sensación de
seguridad y apego. Las reglas han cambiado. Ya no se trata de disfrutar,
festejar o palpitar. Ahora la tarea tiene más que ver con un compromiso, un
respeto mutuo y un planteamiento de objetivos o metas comunes. Se supone que
esta es la parte buena de la historia, el progreso natural del proceso que se
inició con el enamoramiento (o eso es lo que nos han dicho siempre). Ahora que
cesó el huracán emocional, por fin, con más calma y tino, los protagonistas se
pueden reconocer como personas. Es la fase que se denomina amor.
Y el
amor de pareja tiene una condición que lo diferencia claramente de otros tipos:
el componente sexual. Puede parecer que hablamos de un mecanismo de
acción-reacción, automatizado durante generaciones, promovido por el instinto
de perpetuación de la especie. Y sí, es cierto, el deseo sexual tiende a la
fusión, pero no tiene porqué ser solo un alivio o un apetito físico. Es lo que
sucede cuando este deseo sexual está inspirado por el amor. En el resto de los
animales, el instinto de reproducción se activa durante el celo y todas las
emociones mueven al individuo a lograr la cópula. En los seres humanos, “la
atracción sexual se dirige a una fusión de las personas, de los cuerpos, que
por su propia naturaleza desconecta el pensamiento analítico, discursivo. No es
irracional sino que implica todo el ser, que es más que razón fría; somos
así. De alguna forma se deja algo propio en la otra persona y se toma
algo de ella”. En este sentido, el sexo puede ser solo sexo, pero también puede
ser una experiencia trascendental (y quiero decir exactamente eso, algo que nos
trasciende). A pesar del matiz egocéntrico de que está impregnado el factor
sexual, la persona en este estado emocional propende a buscar el bienestar del
otro individuo, a cuidar y ser cuidado.
Todos los amores son egoístas, pero dependiendo del grado
de madurez personal, mi felicidad puede necesitar que la otra persona sea
feliz. No sé si será el perfil ideal de relación, pero de entrada, esta
característica me parece, como mínimo, sana y equilibrada. Característica de la
que carecen las relaciones compuestas por personas que muestran un talante
netamente egocéntrico; que se aman el uno al otro, pero a nadie más. En ellos,
camuflado en mayor o menor medida con ornamentos y alharacas, maquillado con
apariencia de amor, podemos encontrar lo que Fromm denominó “egoísmo á deux”
(“Tú y yo contra el mundo”). El caso opuesto es el que peca de altruismo excesivo, en que la persona que
ama concede a la amada aquello que incluso puede ir en contra de sus intereses.
Es un amor desprendido y filantrópico (quizá por ello vaya en contra de los
sacrosantos principios evolutivos), en el que el amante disfruta dando,
despreocupándose de recibir. Aunque sin llegar a caer en lo que también el
amigo Fromm llamaba la “neurosis generosa”, donde la persona encuentra sentido
a su vida solo ayudando a otras personas pero cometiendo el error de no amarse
a sí misma. Para los demás será una persona bondadosa y magnánima, pero este
activismo solo es una forma de intentar ocultar que no se aprecia a sí misma.
Como sea, por suerte, existen bastantes parejas que muestran un amor
correspondiente (simbiótico). Un sentimiento vicevérsico, de inspiración
simétrica, caracterizado por un reconfortante matiz de generosidad, que es
arropado por la necesidad de apoyar y ser apoyado.
Exquisito y descriptivo como él solo, Marina hace una
comparación geométrica que capta la esencia del concepto a la perfección. Si el
egoísmo es como un círculo con un solo centro, el amor es como una elipse con
dos puntos de apoyo. La elipse parte de dos círculos, dos centros equidistantes
que generan algo más grande que ellos mismos, algo que los trasciende. No se
trata de dos círculos desparejos ni se sobreponen (ocupando uno el espacio del
otro). No tienen dimensiones desproporcionadas (uno no es más que el otro), ni
ninguno de ellos circunscribe al otro (no lo absorbe). Están juntos, pero no se
confunden. Respetan una distancia mínima entre ellos. Y esta distancia es la
necesaria para evitar que cada uno deje de ser quien es.