¿Don
Quijote y Sancho Panza eran realmente amigos? A pesar de sus obvias
diferencias, así se dirige el primero al segundo, y así se comporta el segundo
con el primero ¿Astérix y Obélix serán amigos eternamente? Yo apostaría a que
sí. Hay un algo en su amistad que me inspira esa confianza, y que no veo, por
ejemplo entre Mortadelo y Filemón ¿Huckleberry Finn y Tom Sawyer mantendrían su
amistad de adultos? No estoy seguro, pero si tengo que opinar, me decantaría
por el sí; aunque albergue serias dudas sobre cómo habrían prosperado en sus
vidas cada uno. Sin embargo, la de los Tres Mosqueteros sí que me parece una
amistad que se salvaguardaría hasta la vejez, y más allá.
A pesar de lo que uno pueda saber
sobre la amistad, sea de manera empírica (todos tenemos nuestra experiencia
personal) o a través de fuentes bien informadas, se me sigue escapando el punto
crítico. La chispa, el germen qué hace que dos amigos sean íntimos sigue
siendo un misterio para mí.
La amistad es la familia que
elegimos voluntariamente. Se va engrosando (en cantidad y/o calidad) a lo largo
de la vida, y al igual que hay descartes también admite nuevas filiaciones. Como
cualquier cosa valiosa de la vida, hay que cultivarla, seleccionar los mejores
brotes, y dedicarles atenciones. Dos amigos íntimos lo pueden ser por motivos
muy variados: desde el simple compañerismo que se mantiene desde aquella
incipiente relación en el colegio a compartir preocupaciones existenciales
significativas para ambos, desde paralelismos vitales a lo largo de la biografía
de cada uno a, sencillamente, poseer cualidades que a uno le gratifican. Como
sea, aquello que uno/a valora en el otro/a no tiene porqué ser lo mismo que
aprecia ese otro/a en uno/a, o no encontrarse en la misma proporción. Pero sí
que hay un requisito indispensable, un requerimiento esencial, y es que debe existir
una semilla, un impulso. Tiene que darse una comunión personal, especial,
(espiritual, si me apuran) para que sea auténtica amistad. Quiero decir que,
por ejemplo, Han Solo y Chewbacca (“La guerra de las galaxias”) son amigos
íntimos, y lo son a pesar de no compartir el idioma; por no compartir, ni
siquiera pertenecen a la misma especie animal. Por el contrario, los personajes
principales de la serie True Detectives, Martin y Rust, jamás llegarán a
establecer el tipo de amistad de que les hablo. Nunca serán amigos
inseparables; ni quitando el adjetivo inseparables. Me extrañaría mucho que el
Dr. Watson y Sherlock Holmes mantuvieran su amistad para siempre, de la misma
forma que Walter White y Jesse (“Breaking Bad”) no podrán conseguirlo nunca, ni
aunque los condenaran a cadena perpetua en la misma celda. Y por el contrario, a
pesar de militar en bandos antagónicos, de estar directamente enfrentados, los protagonistas
de Blade Runner (Deckard, el policía, y Roy, el replicante), en
circunstancias más afines, los veo no solo como amigos sino además con potencial
para alcanzar una amistad más que consistente.
Pajas mentales aparte, la
amistad, como vínculo afectivo, me da la impresión de no haber tenido un justo
reconocimiento público. De estar, en muchas ocasiones, ensombrecida por otros vínculos
más urgentes. Y ya sabemos que urgente no es sinónimo de importante.
La amistad parece la hermana
pobre de los sentimientos bienintencionados. La cenicienta de los afectos
amorosos entre iguales. Un actor secundario, de reparto, en la historia de
nuestras vidas. Si es así, deberíamos tener presente que no siempre la estrella
rutilante que protagoniza la película es la que mejor resulta, y que, en ocasiones,
hay actores secundarios que salvan una película. Si nuestra vida fuera una
melodía, la amistad sería el sonido del bajo. Indudable que otros instrumentos
son más atractivos, incluso seductores. La guitarra puede predominar, despuntar
y lucirse, pero el bajo es el que presta consistencia y solidez al conjunto, a
la composición.
La amistad, personalmente,
siempre ha sido el vínculo humano que he tenido en mayor estima. Entiendo a
quienes recelan de la relación-estrella (el amor de pareja), al menos en los
primeros escarceos sentimentales. La sensación de ligazón, la exclusividad que
implicaba salir con una chica, no poder ver a los amigos cuando se deseara, la
obligación moral de hacer cosas que podían no apetecerte, incluso el intento de
colonización de tus ideas que puede emprender la pareja (dice el refrán que dos
que duermen juntos se vuelven de la misma opinión, aunque no aclara quién se
vuelve más de la opinión del quién) pueden hacerse sospechosos. La atracción
entre dos personas puede adoptar distintos matices. El eros es luminoso,
refulgente y espectacular, pero philia es la base del vínculo sólido.
Cuando el eros se desvanece, es la philia quien mantiene la unión.
Intentando ubicar la raíz de este
sentimiento podemos observar que la cosa arranca mucho, mucho tiempo atrás. La
inmensa mayoría de nuestra historia como especie transcurrió llevando una vida
como nómadas. Grupúsculos, hordas o clanes, el nombre que usemos no importa
demasiado, pero sí las exigencias draconianas que requería tal estilo de vida.
El número de hijos era muy limitado, puesto que había que trasladarse de forma
frecuente, cuando no continua. No se podían poseer salvo algunas pertenencias
necesarias, puesto que había que cargar con ellas. Las relaciones sexuales se
establecían de todos con todos de forma natural. Extrayendo factor común,
podemos decir que hallamos en la cooperación la estrategia más exitosa de
supervivencia. Cuanto más coaligados los miembros del clan, más probabilidad de
obtener provisión de alimento, de organizarse en la vida doméstica, de asegurar
la crianza de la prole, de defenderse de amenazas externas, etc. En definitiva,
de sobrevivir. Esta necesidad convirtió en ineludible el vínculo afectivo que
promovía la unión entre sus integrantes. La necesidad de cooperar rubricó la
validez de sentimiento de la amistad.
Aristóteles consideraba que, al
ser seres sociales, la convivencia es un factor crítico para el hombre. No se
puede alcanzar la felicidad sin convivencia. Pero es condición necesaria, para
que esta convivencia sea tal, que se dé la amistad. Una persona plena y
satisfecha necesita amigos. Amplía su idea describiendo una escueta taxonomía:
Se puede ser amigo por interés (en virtud del beneficio personal que
extraemos), por placer (circunscribiéndonos a lo placentero que pueda
proveernos esa compañía) y por utilidad. Pero la máxima expresión de la amistad
trasciende a las mencionadas. La amistad verdadera muestra unas características
que la hacen particularmente preciosa, incluya (o no) algún tipo de los anteriores.
En este sentido, quizá no se
trate de desdeñar una categoría o demonizar otra. Más realista me parece
reconocer cuál de ellas ejercitamos o practicamos. En el día a día se suelen
combinar, alternamos amistades de distintas categorías, simultáneamente o no, y
en distintas intensidades. Hacer una estimación lo más precisa posible del tipo
de relación que tenemos con cada persona, nos hace conscientes de lo cabe
esperar de ella, y viceversa. Nos permite decidir si es la que deseamos o
preferimos buscar otra distinta, además de que, este conocimiento, evitará que
nos sintamos defraudados.
Pero ¿Qué es la amistad?
La amistad básicamente es una relación
de confianza, lo que implica un vínculo afectivo. Para que se dé es
necesario el prerrequisito del respeto, esto es, admitir que la otra
persona es como es, y aceptarlo. No significa que no se pueda discrepar o
directamente oponerse a ella. Supone, sencillamente, entender que ella es tan
persona como usted y, desde ahí, admitir que legítimamente tiene derecho a
pensar y hacer como considere oportuno. Para que se genere y establezca debe
existir un trato, una comunicación, entre ambos, que tiende a ser
correspondiente, recíproca, y en el caso de la buena amistad, generosa.
Uno aporta algo a esa persona, y de la misma manera, esto es,
desinteresadamente, esa persona nos aporta algo. Una vez dados estos
ingredientes, es fácil entender que la lealtad surja de manera
espontánea.
Supongo que todos tenemos la
experiencia de conocer a gente durante largo tiempo. Personas que han estado en
nuestro círculo de amigos y que, por unas circunstancias u otras, siguen
estando en nuestra vida, pese a que no nos una nada sólido. Es una amistad
coyuntural, meramente circunstancial. Igualmente, habrán conocido a personas con
las que han conectado de manera rápida, instantánea quizá, personas con las que
ha habido una progresión afectiva que ha sucedido de la forma más natural, sin
saber exactamente por qué.
La amistad auténtica, la
esencial, según Emilio Lledó, es aquella
que busca el bien del otro. Es por su propia constitución emocional que esa
persona busca ese bien, que en buena lógica, redundará también en beneficio
propio. Aunque mi definición favorita de amigo es la de aquella persona con quien puedes hablar como hablarías contigo mismo.
Como sea, el resultado es un lazo constructivo, una relación fértil afectiva y
psicológicamente, que amplía nuestra perspectiva de lo que es la vida y de lo
que somos nosotros, y nos permite aprender (de nuestros errores o aciertos, o de
los suyos). En suma, que nos proporciona nutrientes para el crecimiento
personal.
Y no solo eso. La amistad nos
permite avanzar en nuestra existencia, relativizando la incertidumbre y
temores, sabiendo que mitigará el dolor de las adversidades y compartirá
nuestras satisfacciones. Un inestimable salvavidas en caso de que naufrague
nuestro barco. En ocasiones, la última línea de defensa frente a la ofensiva de
la desesperación. Una apuesta a nuestro favor, incluso en los momentos en que,
ni siquiera nosotros, apostamos por nosotros mismos.
Esas peculiaridades de la verdadera amistad.
Es probable que la amistad
tenga más que ver con nosotros que con el otro/a. Hablamos de amistad y
solemos aludir a algo que depende de los otros. Puede suceder que pasemos por
alto un aspecto central: El cómo y cuánto nos sintamos con nosotros mismos influirá
directamente en el tipo de relaciones que podemos establecer. Las distintas
cualidades, inquietudes, y facetas que conforman nuestra personalidad (y forma
de sentir) están intrínsecamente relacionadas con el tipo de amigo que encaja
con cada individuo. Si soy capaz de sentir empatía, de ser asertivo, de
conocerme a mí mismo,… puedo apreciar, saborear, y sentirme atraído por esas
mismas cualidades en otros. Quiero decir que si soy desconfiado por naturaleza
(estilo Golum), o me muestro intolerante (como cualquier terrorista armado) o
desagradablemente egocéntrico (estilo Justin Bieber) o no tengo capacidad para
sentir compasión (estilo Charles Manson), me va a costar mucho hacer buenos
amigos a lo largo de la vida. No se trata tanto de lo que quiero como de lo que
ofrezco.
Esto enlaza con sus cimientos.
La amistad es un acto de voluntad, pero sobre todo, de libertad. Uno puede
ser compañero de otra persona por motivos laborales, vecino de alguien por
causas meramente geográficas, hermano de otro por orígenes familiares, aliado
por compartir intereses, cómplice por razones delictivas, etc… pero ninguna de
estar relaciones cumplen con el requisito obligatorio de que esa persona quiera
ser amigo de otra y viceversa. En la amistad verdadera debe existir una
conexión particular, una atracción, una afinidad, quizá difícil de identificar
o imposible de describir. Pero es esa inclinación hacia esa persona la que
promueve la generosa correspondencia. En ese sentido, no podemos ser amigos exactamente
de quien queramos, sino de aquellas personas con las que exista química. Que
puedan y quieran. Sí, quizá sea algo parecido al flechazo amoroso, pero sin el
deseo sexual.
La amistad auténtica tiende a
ser inclusiva, y este punto discrepa diametralmente del amor de pareja. La
verdadera amistad es compatible y permisiva con otras amistades. Tiende a
aunar, a comprender (en las dos acepciones del término, esto es, como capacidad
superior de entender las circunstancias pero también como sinónimo de abarcar). Mientras que el amor
romántico o de pareja, en nuestra sociedad, posee un fuerte componente de
exclusividad.
La verdadera amistad,
subsiste.- Cuando ese algo que les une, es consistente, es sustancial, el
factor espacio y tiempo se vuelve relativo. Quizá sea le punto que me parece
más fascinante de este concepto, digno solo de personas con grandeza de
espíritu. No se necesita disponer de la presencia física del amigo para saber
que está ahí, así como saber que el motivo de su existencia no es atender nuestras
demandas. No podemos exigir que esté disponible en cualquier momento ni para
cualquier necesidad que tengamos. La amistad no determina obligación; solo
predisposición.
Pero una vez establecido el enlace
significativo con alguien, una vez esa persona se ha hecho acreedora de nuestra
amistad, tal vínculo nunca desaparece. Claro está, excepto si traicionamos o
somos traicionados en esa relación. El desprecio y la deslealtad son los
enemigos naturales de la amistad. E incluso, dados estos supuestos, una amistad
verdadera nunca es irrecuperable. Amistades distanciadas, en el espacio y/o en
el tiempo, aún sin contactos esporádicos, pueden mantener el vínculo. Se
encuentra ahí, dormitando, hibernando, pero no ha fenecido. La demostración
empírica de esto se observa en las recuperaciones espontáneas de amigos. Esa
batería que parecía haberse agotado, hallarse definitivamente descargada, en el
momento en que se actualiza y se hace presente el amigo/a, se vuelve a mostrar
con toda su potencia y consistencia, mostrándonos que puede llegar a ser
incombustible. Es algo así como si nos encontráramos en una habitación escuchando
un CD musical. Por circunstancias hemos de irnos, así que pulsamos la tecla pause
del reproductor. Pasa el tiempo y no volvemos hasta años después. En la
misma estancia encontramos el reproductor. Pulsamos la tecla play y
vuelve a sonar la melodía. Y lo hace exactamente en el mismo punto en que la
dejamos.
No me digan que este suceso no tiene
algo de mágico.
En definitiva (y ustedes lo
saben), este tipo de amistad tan especial es un bien escaso. Como con todo en
la vida, depende del factor suerte que nos crucemos con ellos/as, que los
encontremos, y depende posteriormente de nuestra elección de fomentar esa
unión. La satisfacción que se alcanza cuando uno puede ayudar a un amigo es tan
gratificante o más que la percibida cuando se recibe ese apoyo. Tanto que mi
dilema no es estar predispuesto a ayudar a mis amigos en el momento crítico, quiero
decir, cuando realmente les haga falta, sino el tener la oportunidad de
hacerlo. Hay algo peor que no asistir a un amigo cuando lo necesita: querer ayudarlo/a
y no tener la posibilidad de hacerlo.