Steve
Jobs pasa
por ser uno de los tipos más inteligente de la última generación.
Un personaje brillante. De hecho, el apelativo genio va casi siempre
adosado a su nombre. Personaje controvertido donde los haya, desde
luego que encarna el más alto estándar del llamado american
dream.
Estudió budismo zen durante años, y se consideraba budista, dato
difícilmente alineable con sus legendarios subidones de testosterona
y ataques de soberbia. Empresario hecho a sí mismo, de hábitos
vegetarianos, su budista espiritualidad no fue incentivo para hacer
gala de caridad alguna (“pensaremos en la caridad cuando seamos una
empresa rentable”). Creyó que la mezcla de espiritualidad y
alimentos sanos serviría como antídoto contra toda enfermedad,
incluido el cáncer.
Cuando
se lo diagnosticaron en octubre 2003, se negó a ser operado y optó
por tratarse con zumos de frutas, acupuntura y remedios medicinales
que encontraba en internet. "No quería que abrieran mi cuerpo,
no quería que me violaran de esa forma". Mujer, hermana e hijos
le suplicaron que se operara,
pero
Jobs se negó durante nueve meses, manteniendo en ese tiempo la
enfermedad en secreto. "Pensaba que si ignoras algo, si no
quieres que algo exista, puedes lograr magia con la mente...”. Este
fue el error, su gran desatino. Una creencia idealista y novelesca,
pero igual sin demasiada consistencia empírica. Cierto que ese tipo
de creencias, antes, le habían funcionado. Pero no en este. “Se
arrepintió", confesó Jobs a su biógrafo. Al parecer, ser un
genio no te vacuna contra la insensatez.
Mario
Conde
posee
un currículo profesional portentoso, deslumbrante, estratosférico.
Aprobar unas oposiciones de abogado del estado no lo consigue
cualquiera. Dirigir un emporio bancario tampoco. No obstante, en 2001
fue condenado y encarcelado por los delitos de estafa y apropiación
indebida en la trama de corrupción bancaria de Banesto. Considerado
como uno de los mayores “tiburones” de la banca española, aboga
hoy por la corriente ética que postula que ser empresario no
inhabilita para la espiritualidad. Muchos se preguntan ahora es si
tales principios guiaban su interés cuando cometió los delitos por
los que pasó varios años en la cárcel. ¿Cuál es el verdadero
Mario Conde? Al pronto, parece que el primero, el estafador
espiritual. Cómo explicarse, si no, que esté de nuevo detenido, por
un delito de blanqueo de capitales, al igual que su hija e hijo. La
pregunta que automáticamente me asalta: ¿Es inteligente un
comportamiento que te lleva a la cárcel dos veces, y además condena
también a tus hijos? A mí no me lo parece.
Bernie
Madoff fue
el inversor de moda en la jet set hace pocos años. Fundador de una
de las empresas de inversión más reconocida y prestigiosa de Wall
Street, llegó a defraudar más de 50.000 millones de dólares. El
capcioso sistema piramidal en que se basaba su negocio estaba abocado
al fracaso. Resultado: 150 años de condena. Bill
Clinton desperdició
su gobierno a raíz de una práctica sexual, “inapropiada” la
llamaron ellos, arruinando, de esta manera, su presidencia. Y así,
existe toda una dilatada lista de personas inteligentes que, de forma
aventurada, desacertada o irreflexiva, la cagaron de gordo.
¿Por qué
personas tan inteligentes cometieron errores tan morrocotudos?
Identificar
inteligencia con sabiduría es confundir la velocidad con el tocino,
que decía mi abuelo. Inteligencia y sabiduría no son sinónimos,
aunque sea frecuente que la gente las confunda. La inteligencia tiene
que ver con saber hacer bien algo, con la eficiencia en la tarea. La
sabiduría tiene que ver con la pertinencia o idoneidad de ese algo,
esto es, saber elegir bien la tarea. De manera que se puede ser
inteligente, inteligentísimo, inteligentérrimo que diría Forges,
y, sin embargo, cometer errores que trunquen tus metas, o
directamente, te hundan la vida. De la misma forma, se puede ser
sabio y competente en la tarea de dirigirse en la vida, y por el
contrario no destacar con el esplendor de los más “brillantes”.
Ambas cualidades no son incompatibles, pero sí que bastante raras de
encontrar juntas en una persona. Así, al pronto, intento rescatar de
mi memoria ejemplos representativos de tal categoría y créanme que
me cuesta trabajo encontrarlos: Einstein, Sampedro (no confundir con
el apóstol), Aristóteles,... Sí, seguro que hay más. Denme unos
minutos para recordar…
El error de la
inteligencia, hay quien lo denomina el síndrome de la inteligencia
autodestructiva, radica en la incapacidad del sujeto para ver las
consecuencias últimas de sus actos, al centrarse exclusivamente en
los resultados inmediatos. Ser capaces de distinguir nítidamente a
corto plazo, pero sufrir una monumental miopía para ver a largo
plazo. En este sentido, uno de los factores que añaden dioptrías a
dicha miopía es el propio narcisismo. Sea promovido por los halagos
del entorno (cantos de sirenas) o bien cultivado a pulso por nosotros
mismos hasta brotar en forma de arrogancia o soberbia. La cuestión
es que nuestro ego puede confinar nuestra visión exclusivamente al
éxito deseado, considerando despreciables los efectos que a
posteriori pueda conllevar tal triunfo. Y todos nuestros actos, todas
nuestras decisiones, tienen consecuencias, en el presente y en el
futuro. Virginia Berasategui, campeona del mundo de triatlón en
2003, confiesa públicamente que se dopó al final de su carrera
deportiva. Reconoce su debilidad en aquel momento. Quería despedirse
del mundo del deporte triunfando. Ello después de una carrera
deportiva jalonada de éxitos. Confiesa que fue el ego. Incluso hubo
pruebas deportivas que podría haber ganado sin doparse, pero…
Solemos creer en la excelencia de una persona solo por sus méritos demostrables, que en no pocas ocasiones, se ciñen a un área determinada de su vida. Solemos creer que un juez es justo solo por el hecho de que estudió lo suficiente como para superar un proceso selectivo. Y en virtud de ese mérito, damos por sentado que posee la facultad de la ecuanimidad en sus juicios (nunca mejor empleado el término), esto es, que se convierte en persona justa por el hecho de haber aprobado una oposición. No me cabe duda de la dificultad en lograr tal título, pero esta meta, en muchos casos, no requiere de una inteligencia supina ni de una sabiduría asentada, sino más bien, de tener la suficiente voluntad como para estudiar, memorizar y empollar leyes y normas. A mi entender, esto no capacita a esa persona en el arte del rey Salomón.
Todos hemos tenido
maestros en el colegio que fueron nombrados según ese mismo sistema
de selección, y todos hemos sido deslumbrados por la inmanente
sabiduría que destilaban algunos de ellos (pocos, siempre muy
pocos), y del mismo modo, sufrido la miseria moral de que hicieron
gala otros (espero que también pocos).
Un
político no es mejor político por el hecho de encandilarnos con un
brillante discurso, sino por gestionar bien la res
pública (bienes
de dominio público, el gobierno político o el propio Estado). No
por mostrarse capacitado para lograr sus objetivos, sino por elegir
bien cuáles deben ser estos objetivos, a la postre y en teoría, los
más deseables para sus ciudadanos.
Desafortunadamente,
a la inteligencia en la actualidad le sucede igual que al caviar
iraní o al Volkswagen Golf: están sobrevaloradas. Supongo que debe
ser el sistema socioeconómico en que nos movemos el que promueve, de
manera inconsciente (o quizá no tanto) este prestigio de la
inteligencia individual. Si me detengo a pensar en el término, es
realmente amplia la cantidad de ocasiones en que se escucha decir de
alguien que es muy inteligente, pero son muy escasas las ocasiones en
que oigo decir de alguien que es muy sabio o juicioso. Mi impresión
es que esta es una palabra que está cayendo en el desuso. Se utiliza
para hablar de personajes históricos, de alguna personas adultas
quizá, pero poco más. No les niego que quizá solo se trate de que
se esté sustituyendo el término por otros sinónimos más actuales:
cordura, sensatez, madurez,… suelen ser los más frecuentes. Aun
así, creo que el concepto pierde, al restringir el amplio espectro
que abarca el concepto sabiduría. Al respecto, y aprovechando el 400
aniversario de su muerte, un buen ejemplo de sabiduría me parece el
de Don Miguel. No se trata de confundir al autor con su personaje,
pero me parece obvio que El Quijote no puede hablar por otra boca que
por la de su autor. Sí, quizá sea un buen ejemplo de inteligencia
limitada (en el sentido que se le da al término en la actualidad),
es posible que el hombre no aprovechase bien sus oportunidades,
incluso como el personaje, estar loco, pero la sabiduría que emanan
las páginas de la obra universal es indiscutible.
Hablando en plata,
La inteligencia es la destreza sobrada para escalar una cumbre. La
habilidad para hacerlo lo más rápido posible con menor gasto de
recursos y llegar en mejores condiciones. Esto es, de la manera más
eficiente. La sabiduría tiene más que ver en la pertinencia de
escalar esa cima. ¿Puedo o no puedo hacerlo? ¿Conviene a mi interés
escalarla o no? ¿Una vez logrado, podré bajarla sobradamente?
¿Tiene sentido para mí escalar ese u otro pico? Ambas cualidades
son necesarias para la buena vida aristotélica. La inteligencia es
la más obvia, pero la sabiduría es esencial. Sin la sabiduría,
escalar dicha montaña puede suponer un eficiente esfuerzo en subir a
lo más alto para después despeñarnos mejor.
Como rezaba aquel
eslogan comercial de la marca Pirelli: “La potencia sin control no
sirve de nada”.