Si quiere ser infeliz, busque solo su placer. Satisfaga sus deseos renunciando a cualquier logro que requiera un esfuerzo personal, y confunda lo placentero con lo gratificante.
La manida búsqueda de la felicidad ha experimentado un crecimiento exponencial en los últimos años. Si tecleo en San Google la palabra “búsqueda”, la primera propuesta del oráculo es “búsqueda de la felicidad”. Si escribo la palabra “felicidad”, muestra más de 77 millones de resultados. Un peso exagerado el que se le da al concepto en la actualidad (por supuesto, en nuestro minoritario primer mundo) pero en cuyos procelosos mares estamos inmersos. El mantra del Usted también puede ser feliz se ha ido extendiendo como una epidemia, hasta llegar a proclamarse casi una religión. Hacer realidad el eslogan publicitario porque yo me lo merezco se ha convertido en dogma de fe, y no hay forma de escapar de él. Como decía Prince (el artista, no la marca de raquetas), una muestra del signo de los tiempos.
El problema radica en el tipo de felicidad a la que se nos incentiva, se nos impele y casi se nos fuerza a conseguir. Somos bombardeados constantemente con mensajes que estimulan la satisfacción de nuestros deseos, el disfrute del placer. Podemos no darnos cuenta de que estos eslóganes que han hecho fortuna, tienen el objeto de alimentar la maquinaria de la sociedad consumista e individualista que, finalmente, han conseguido colarnos. Salvo que uno tenga la suficiente consistencia interna, la necesaria solidez emocional para darse cuenta de que solo se trata de una estrategia de marketing.
Por que se trata más de una felicidad estética que ética, un reclamo publicitario más que un servicio útil, es más un tener que un ser. ¿Creen que los animales buscan la felicidad? ¿Nuestros abuelos se afanaban por buscar la felicidad? ¿Realmente le ha preocupado la felicidad a la especie humana, excepto a unos pocos privilegiados (que ya la poseían)?
No obstante, no deja de ser desconcertante el hecho de que “para sentirnos bien” elijamos preferentemente saciarnos con placeres que realizar actividades gratificantes. Así, después de trabajar, entre una buena lectura y ver la TV, elegimos esta última (y eso a pesar de que las encuestas demuestra sistemáticamente que el estado anímico que nos produce ver TV es de depresión leve). De manera que llegamos a la gran paradoja: Mientras que nuestros indicadores objetivos de bienestar han aumentado considerablemente en los últimas décadas (poder adquisitivo, nivel educativo y cultural, nivel nutritivo, etc.), los indicadores subjetivos de bienestar han decrecido alarmantemente, tanto que la depresión actualmente se ha multiplicado por 10 en relación los índices de prevalencia de tal enfermedad en 1960.
La gratificación, no el placer, incrementa nuestro capital psicológico.
Escuchaba el otro día a Fernando Savater afirmar que "La educación no es un gasto, es una inversión. Aunque cueste, la buena educación siempre va a rentabilizar social y humanamente lo que se ha invertido".
Me llamó la atención la diferencia entre gasto e inversión, porque confundir un concepto con otro es (como decía Machado) caer en la necedad de confundir valor con precio.
En la ciencia económica, se denomina gasto a aquello que consume buscando una contraprestación. Se le llama inversión a aquel consumo con el que se espera conseguir un rendimiento en el futuro.
Cuando yo saco dinero de mi cuenta corriente para gastarlo, estoy disminuyendo el dinero que tengo ahorrado, mi capital. Una vez con el dinero en la mano, puedo usarlo de distintas forma. Si lo utilizo para comprar una entrada de un partido de fútbol, por poner un ejemplo, simplemente estoy gastando, consumiendo ese dinero. Si lo que hago es comprarme la equipación para jugar al futbol para practicarlo, estoy invirtiendo.
En el primer caso lo que obtengo es el placer de ver un partido de balompié. Aunque también podría estar solo dando rienda suelta mi frustración vital acumulada al ir al estadio a soltar berridos, poner a parir al árbitro y hacer el cafre. Un placer de dudoso pelaje. En el segundo caso, no obstante, dispongo de la indumentaria necesaria para obtener la gratificación de jugar al fútbol.
El placer se disfruta pero se agota, no nos reporta nada posteriormente, no acumulamos nada para el futuro; solo la emoción sentida durante la contienda, que necesariamente será breve y finalizará. Sin embargo, la gratificación no es exactamente placentera. Requiere esfuerzo, tener en mente un objetivo, poner en marcha recursos y aptitudes para alcanzarlo,... Pero a cambio, tras el partido, uno se siente satisfecho, se siente bien por el esfuerzo realizado. Mucho más si el resultado está a la altura de nuestras expectativas.
La distinción más interesante es que las actividades gratificantes SÍ nos reportan algo a posteriori. Nuestra forma física, emocional y mental mejora, y lo hace porque la hemos puesto en acción, la hemos practicado, entrenado si se quiere decir así. Hemos incrementado nuestros recursos psicológicos para el futuro. Aumentamos nuestro capital psicológico y promovemos el deseable crecimiento personal.
Eso sí. Estos conceptos, como todo en la vida, son relativos. Dependen de la intención o predisposición con que se realicen. No se trata solo del acto en sí, sino también de la actitud con que las desarrollamos. Quiero decir que comprarme la equipación, de por sí, no tiene por qué ser gratificante. Si me compro la indumentaria futbolística de Iniesta o Casillas para enmarcarla y colgarla en el salón de mi casa, estoy disfrutando de un placer pero no una gratificación. Lo será si la uso para jugar, para ejercitarme. Igualmente, si el dinero lo gasto en ir al estadio para inspirarme porque estoy escribiendo un artículo o novela sobre el asunto, o es una excusa para mantener una amistad personal, por poner dos ejemplos, entonces estoy poniendo en práctica fortalezas personales, las estoy desarrollando, de manera que tendría más de gratificación que de placer.
Hecha la salvedad de que disfrutar (con moderación) de los placeres forma parte de nuestro bienestar psicológico, hay que matizar que satisfacer a toda costa nuestros apetitos tiene más que ver con la comodidad o el orgullo mal entendido (arrogancia o prepotencia) que con la felicidad real. Complacernos en la obtención de nuestros deseos, obtener cuantos placeres puedan imaginarse, nos conduce más a la molicie que al bienestar personal. Y la comodidad no nos hace crecer como personas, porque no nos enseña nada… salvo a ser más cómodos aún.
Me llamó la atención la diferencia entre gasto e inversión, porque confundir un concepto con otro es (como decía Machado) caer en la necedad de confundir valor con precio.
En la ciencia económica, se denomina gasto a aquello que consume buscando una contraprestación. Se le llama inversión a aquel consumo con el que se espera conseguir un rendimiento en el futuro.
Cuando yo saco dinero de mi cuenta corriente para gastarlo, estoy disminuyendo el dinero que tengo ahorrado, mi capital. Una vez con el dinero en la mano, puedo usarlo de distintas forma. Si lo utilizo para comprar una entrada de un partido de fútbol, por poner un ejemplo, simplemente estoy gastando, consumiendo ese dinero. Si lo que hago es comprarme la equipación para jugar al futbol para practicarlo, estoy invirtiendo.
En el primer caso lo que obtengo es el placer de ver un partido de balompié. Aunque también podría estar solo dando rienda suelta mi frustración vital acumulada al ir al estadio a soltar berridos, poner a parir al árbitro y hacer el cafre. Un placer de dudoso pelaje. En el segundo caso, no obstante, dispongo de la indumentaria necesaria para obtener la gratificación de jugar al fútbol.
El placer se disfruta pero se agota, no nos reporta nada posteriormente, no acumulamos nada para el futuro; solo la emoción sentida durante la contienda, que necesariamente será breve y finalizará. Sin embargo, la gratificación no es exactamente placentera. Requiere esfuerzo, tener en mente un objetivo, poner en marcha recursos y aptitudes para alcanzarlo,... Pero a cambio, tras el partido, uno se siente satisfecho, se siente bien por el esfuerzo realizado. Mucho más si el resultado está a la altura de nuestras expectativas.
La distinción más interesante es que las actividades gratificantes SÍ nos reportan algo a posteriori. Nuestra forma física, emocional y mental mejora, y lo hace porque la hemos puesto en acción, la hemos practicado, entrenado si se quiere decir así. Hemos incrementado nuestros recursos psicológicos para el futuro. Aumentamos nuestro capital psicológico y promovemos el deseable crecimiento personal.
Eso sí. Estos conceptos, como todo en la vida, son relativos. Dependen de la intención o predisposición con que se realicen. No se trata solo del acto en sí, sino también de la actitud con que las desarrollamos. Quiero decir que comprarme la equipación, de por sí, no tiene por qué ser gratificante. Si me compro la indumentaria futbolística de Iniesta o Casillas para enmarcarla y colgarla en el salón de mi casa, estoy disfrutando de un placer pero no una gratificación. Lo será si la uso para jugar, para ejercitarme. Igualmente, si el dinero lo gasto en ir al estadio para inspirarme porque estoy escribiendo un artículo o novela sobre el asunto, o es una excusa para mantener una amistad personal, por poner dos ejemplos, entonces estoy poniendo en práctica fortalezas personales, las estoy desarrollando, de manera que tendría más de gratificación que de placer.
Hecha la salvedad de que disfrutar (con moderación) de los placeres forma parte de nuestro bienestar psicológico, hay que matizar que satisfacer a toda costa nuestros apetitos tiene más que ver con la comodidad o el orgullo mal entendido (arrogancia o prepotencia) que con la felicidad real. Complacernos en la obtención de nuestros deseos, obtener cuantos placeres puedan imaginarse, nos conduce más a la molicie que al bienestar personal. Y la comodidad no nos hace crecer como personas, porque no nos enseña nada… salvo a ser más cómodos aún.