"Cuando la vida nos hiere, ¿qué hacemos? Quedamos
heridos de por vida, y adoptamos el papel de víctima. O bien, buscamos cómo
volver a vivir de la mejor manera posible. Esta es la definición de
resiliencia". Con estas simples pero esclarecedoras palabras abre una
entrevista el neurólogo, psiquiatra, psicoanalista, etólogo, y superviviente del holocausto, Boris Cyrulnik.
La resiliencia es la
capacidad de afrontar y sobreponernos a la adversidad. Y no se trata de una
capacidad sobrehumana, ni un don divino. No es un superpoder que nos haya sido
concedido, sino que se trata de un proceso natural, inherente a nuestra
naturaleza, común en los seres humanos. Esta cualidad para enfrentarnos a los
reveses de la vida la llevamos inyectada en nuestros genes. Es el instinto de
supervivencia, con que nacemos todos los seres vivos, el que se asegura de
ello.
A lo largo de nuestro desarrollo, todos los seres vivos,
nos vamos encontrando con dificultades, con problemas, con retos y conflictos,
a los que hacemos frente. Tras una frustración, un fracaso o una pérdida, las
personas tratamos de seguir adelante, y de hacerlo en las mejores condiciones
posibles. A medida que vamos abordando y resolviendo los acontecimientos
difíciles que jalonan nuestra existencia, vamos aprendiendo y nos vamos
fortaleciendo. Nuestra capacidad de resiliencia, así, se va robusteciendo según
la cantidad y la dificultad de situaciones a que hagamos frente. Y nuestra
personalidad va ganando en consistencia y solidez.
No obstante, cuando acontece una situación que nos impacta
y rompe nuestro equilibrio, que sobrepasa nuestros recursos personales
(manifestado por la aparición de sentimientos de miedo intenso,
incontrolabilidad, horror,...) decimos que se ha producido un trauma. Será
entonces cuando más necesitemos nuestra capacidad de afrontamiento. De manera que,
cuanto mejor hallamos resuelto situaciones críticas a lo largo de nuestra
biografía, mayor será nuestra capacidad de resolución en este momento. Más
probabilidad tendremos de asumirlo y superarlo. Cierto que la resiliencia no
nos inmuniza frente a la fatalidad, pero sí que maximiza la capacidad de poder
lidiar con el trauma y salir airosos.
No debemos confundir resiliencia con resistencia. No estamos hablando de la solución simplista de aguantar
obstinadamente el envite, de ser tozudos o tercos. Tampoco consiste en eludir
la situación traumática. La solución no estriba en pasar de puntillas por el
suceso, quizá intentando mantenerlo oculto (represión) o autoengañándonos
(negación), si es que realmente podemos hacer esto. Quizá pueda parecer que
hablamos de erradicar el impacto y dolor de la situación; que las personas
resilientes no sufren ni les cuesta esfuerzo sobrellevar la situación
traumática. Como cualquier otro mortal con mayor o menor resiliencia, han de
soportar el golpe, y con él, el dolor que comporte.
Pero con el sufrimiento también se incrementa la
posibilidad de entender qué sucede, de atribuirle una explicación. El dolor nos
obliga a preguntarnos por lo sucedido, y a tratar de hallar respuestas.
Respuestas que, en muchos casos pueden ser esquivas, o directamente
inexistentes. Pero, de una manera u otra, el acto de reflexionar tiene la
propiedad de ampliar nuestra conciencia. Y la toma de conciencia nos abre la
posibilidad de darle un sentido para superarla.
Con respuestas a nuestras preguntas o sin ellas, la vida
nos está enseñando algo importante. Estamos aprendiendo las reglas del juego
(lo que no significa que nos agraden, ni siquiera que deseemos conocerlas).
Cuanto mejor conozcamos las reglas por las que se rige la vida, mejor podremos
jugar. Aquello que podamos extraer de nuestras frustraciones, aquello
constructivo que podamos incorporar a nuestro acervo personal tras la
desgracia, ayudará a reparar nuestro entramado emocional. Y esa enseñanza hará
que seamos más personas.
No se
trata de un aprendizaje, digamos, intelectual. Cuando estudiamos y nos
preparamos para un examen, los conocimientos adquiridos están en nuestra
memoria en forma de conceptos, claros y diáfanos. Pero, en nuestro caso, igual
ha de pasar tiempo hasta entender qué hemos aprendido, en qué hemos mejorado.
Pero sucede. Supone una reconstrucción, un proceso de elaboración, que no de
supresión. El objetivo que se persigue no es olvidar, si no integrar el hecho en
nuestro bagaje de vida.
Eso sí.
Existe un requisito, obvio e imprescindible: querer aprender. No cerrarse a esa
enseñanza, a ese devenir tras el suceso. El dolor, combinado con la negativa a
experimentarlo, genera el trauma. Y este se mantendrá si uno se niega a
aprender de lo sucedido.
La
resiliencia trata de que logremos recuperar el nivel de desarrollo que teníamos
antes del golpe. Podemos sufrir un trauma, pero también podemos reconstruir
nuestra vida asumiéndolo. La persona que
se sobrepone a la fatalidad con honestidad, incrementa su valor como persona,
su dignidad. Expande su capacidad de comprensión de la vida, y puede intentar
usar el producto de su sufrimiento sabiamente: para lograr una mayor y mejor
apreciación de todo lo que la vida contiene, promover unas relaciones más
íntimas, sentirse agradecido (suena paradójico ¿verdad?) o incrementar su
consistencia humana. En definitiva, amplifica su capacidad para ser feliz.
El descubrimiento del Kintsugi me pareció toda una revelación. No es la última innovación
en cocina creativa, ni un arte marcial desconocido. Es una disciplina japonesa
dedicada a la reparación de objetos rotos. Concretamente, recomponer fracturas
en objetos de cerámica, que son restaurados con oro u otros metales preciosos.
La
filosofía que hay a la base es simple, pero absolutamente inspiradora. Entiende
que hay que mostrar las cicatrices, roturas o heridas de los objetos. Y lo hace
por una razón sencilla: ¿Qué sentido tiene ocultar algo que, realmente, ya
forman parte de ese objeto? No solo no se pueden eliminar de su historia, si no
que no es deseable camuflarlas o esconderlas. Deben incorporarse y mostrarse,
porque forman parte de la esencia del objeto: nos hablan de su historia, nos
muestra su personalidad actual, su ser real.
Suele
suceder que, algunas piezas reparadas con esta técnica, llegan a tener más
valor que el original. Llegan a ser más apreciadas que cuando estaban
intactas. La restauración ha provocado cambios en la pieza que la han hecho más
valiosa.