miércoles, 30 de noviembre de 2016

21#. Resiliencia, los cimientos de la felicidad (I)


"Cuando la vida nos hiere, ¿qué hacemos? Quedamos heridos de por vida, y adoptamos el papel de víctima. O bien, buscamos cómo volver a vivir de la mejor manera posible. Esta es la definición de resiliencia". Con estas simples pero esclarecedoras palabras abre una entrevista el neurólogo, psiquiatra, psicoanalista, etólogo, y superviviente del holocausto, Boris Cyrulnik. 
 
 

La resiliencia es la capacidad de afrontar y sobreponernos a la adversidad. Y no se trata de una capacidad sobrehumana, ni un don divino. No es un superpoder que nos haya sido concedido, sino que se trata de un proceso natural, inherente a nuestra naturaleza, común en los seres humanos. Esta cualidad para enfrentarnos a los reveses de la vida la llevamos inyectada en nuestros genes. Es el instinto de supervivencia, con que nacemos todos los seres vivos, el que se asegura de ello.

A lo largo de nuestro desarrollo, todos los seres vivos, nos vamos encontrando con dificultades, con problemas, con retos y conflictos, a los que hacemos frente. Tras una frustración, un fracaso o una pérdida, las personas tratamos de seguir adelante, y de hacerlo en las mejores condiciones posibles. A medida que vamos abordando y resolviendo los acontecimientos difíciles que jalonan nuestra existencia, vamos aprendiendo y nos vamos fortaleciendo. Nuestra capacidad de resiliencia, así, se va robusteciendo según la cantidad y la dificultad de situaciones a que hagamos frente. Y nuestra personalidad va ganando en consistencia y solidez.

No obstante, cuando acontece una situación que nos impacta y rompe nuestro equilibrio, que sobrepasa nuestros recursos personales (manifestado por la aparición de sentimientos de miedo intenso, incontrolabilidad, horror,...) decimos que se ha producido un trauma. Será entonces cuando más necesitemos nuestra capacidad de afrontamiento. De manera que, cuanto mejor hallamos resuelto situaciones críticas a lo largo de nuestra biografía, mayor será nuestra capacidad de resolución en este momento. Más probabilidad tendremos de asumirlo y superarlo. Cierto que la resiliencia no nos inmuniza frente a la fatalidad, pero sí que maximiza la capacidad de poder lidiar con el trauma y salir airosos.




No debemos confundir resiliencia con resistencia. No estamos hablando de la solución simplista de aguantar obstinadamente el envite, de ser tozudos o tercos. Tampoco consiste en eludir la situación traumática. La solución no estriba en pasar de puntillas por el suceso, quizá intentando mantenerlo oculto (represión) o autoengañándonos (negación), si es que realmente podemos hacer esto. Quizá pueda parecer que hablamos de erradicar el impacto y dolor de la situación; que las personas resilientes no sufren ni les cuesta esfuerzo sobrellevar la situación traumática. Como cualquier otro mortal con mayor o menor resiliencia, han de soportar el golpe, y con él, el dolor que comporte.

Pero con el sufrimiento también se incrementa la posibilidad de entender qué sucede, de atribuirle una explicación. El dolor nos obliga a preguntarnos por lo sucedido, y a tratar de hallar respuestas. Respuestas que, en muchos casos pueden ser esquivas, o directamente inexistentes. Pero, de una manera u otra, el acto de reflexionar tiene la propiedad de ampliar nuestra conciencia. Y la toma de conciencia nos abre la posibilidad de darle un sentido para superarla.

Con respuestas a nuestras preguntas o sin ellas, la vida nos está enseñando algo importante. Estamos aprendiendo las reglas del juego (lo que no significa que nos agraden, ni siquiera que deseemos conocerlas). Cuanto mejor conozcamos las reglas por las que se rige la vida, mejor podremos jugar. Aquello que podamos extraer de nuestras frustraciones, aquello constructivo que podamos incorporar a nuestro acervo personal tras la desgracia, ayudará a reparar nuestro entramado emocional. Y esa enseñanza hará que seamos más personas.

No se trata de un aprendizaje, digamos, intelectual. Cuando estudiamos y nos preparamos para un examen, los conocimientos adquiridos están en nuestra memoria en forma de conceptos, claros y diáfanos. Pero, en nuestro caso, igual ha de pasar tiempo hasta entender qué hemos aprendido, en qué hemos mejorado. Pero sucede. Supone una reconstrucción, un proceso de elaboración, que no de supresión. El objetivo que se persigue no es olvidar, si no integrar el hecho en nuestro bagaje de vida.

Eso sí. Existe un requisito, obvio e imprescindible: querer aprender. No cerrarse a esa enseñanza, a ese devenir tras el suceso. El dolor, combinado con la negativa a experimentarlo, genera el trauma. Y este se mantendrá si uno se niega a aprender de lo sucedido.






La resiliencia trata de que logremos recuperar el nivel de desarrollo que teníamos antes del golpe. Podemos sufrir un trauma, pero también podemos reconstruir nuestra vida asumiéndolo.  La persona que se sobrepone a la fatalidad con honestidad, incrementa su valor como persona, su dignidad. Expande su capacidad de comprensión de la vida, y puede intentar usar el producto de su sufrimiento sabiamente: para lograr una mayor y mejor apreciación de todo lo que la vida contiene, promover unas relaciones más íntimas, sentirse agradecido (suena paradójico ¿verdad?) o incrementar su consistencia humana. En definitiva, amplifica su capacidad para ser feliz.

El descubrimiento del Kintsugi me pareció toda una revelación. No es la última innovación en cocina creativa, ni un arte marcial desconocido. Es una disciplina japonesa dedicada a la reparación de objetos rotos. Concretamente, recomponer fracturas en objetos de cerámica, que son restaurados con oro u otros metales preciosos.

La filosofía que hay a la base es simple, pero absolutamente inspiradora. Entiende que hay que mostrar las cicatrices, roturas o heridas de los objetos. Y lo hace por una razón sencilla: ¿Qué sentido tiene ocultar algo que, realmente, ya forman parte de ese objeto? No solo no se pueden eliminar de su historia, si no que no es deseable camuflarlas o esconderlas. Deben incorporarse y mostrarse, porque forman parte de la esencia del objeto: nos hablan de su historia, nos muestra su personalidad actual, su ser real.

Suele suceder que, algunas piezas reparadas con esta técnica, llegan a tener más valor que el original. Llegan a ser más apreciadas que cuando estaban intactas. La restauración ha provocado cambios en la pieza que la han hecho más valiosa.

Sin duda, una de las metáforas más deliciosas que he escuchado en mi vida.


miércoles, 16 de noviembre de 2016

CITA: Florecer es vivir, no limitarse a existir





Durante siglos, la salud se ha definido simplemente como “ausencia de enfermedad”. Tan somera descripción era suficiente. Pero en los últimos años esta visión comienza a cambiar. No nos basta un bienestar que sea ausencia de dolor. 
 
Ahora queremos un modo de vida que aproveche todas nuestras capacidades, una forma excelente de vivir. Y eso ha hecho que nos interesemos por enriquecer nuestro modo de hablar de la salud, del bienestar, de la felicidad. Han aparecido palabras para designarla: crecimiento vital, realización personal, sentimiento de flujo, fortalezas personales y una que, como floricultor me gusta especialmente: flourishing, “florecer”. Es difícil utilizar la palabra en castellano en sentido psicológico sin resultar cursi, pero, a pesar de todo lo haré. ¿Qué podemos entender por “una vida floreciente”?
 
Demos una vuelta por el jardín, que en todas las culturas ha sido una gran metáfora para la vida humana. Es la naturaleza humanizada. Cuando una planta florece, está en la cima de su desarrollo mostrando su vitalidad, energía, belleza y fertilidad. Pues bien, estas son las cualidades que atribuimos a un ser humano cuando utilizamos el florecer como metáfora. Según define una obra recién publicada -The Encyclopedia of Positive Psychology, de Shane J. López (Ed. Wiley-Blackwell)-, flourishing es “un estado de vitalidad emocional y de buen funcionamiento en la vida íntima y social”. 




Para medirlo, hay que atender a tres aspectos: El primero es el bienestar emocional, concretado por los sentimientos positivos que experimenta la persona: la alegría, la serenidad, el entusiasmo, el optimismo... El segundo es el modo de gestionar la propia vida, las buenas relaciones con uno mismo: el sentimiento del propio valor, las metas vitales, la autonomía, la autoconfianza. Y el tercero es la forma de gestionar la relación con los demás, la buena convivencia, la aceptación social, el amor, la pertenencia, la utilidad social.

Una vida floreciente se opone a la enfermedad: por eso es un tipo de salud. Pero se opone también a la languidez, a una vida a medio gas. Como dicen los especialistas en este tema, “florecer es vivir verdaderamente, no limitarse a existir”. Tiene un carácter expansivo que se manifiesta en el interés por las cosas y las personas, en los lazos de afecto que facilita. Me gusta hablar de “inteligencia resuelta”, porque la palabra resolución tiene dos sentidos: “resolver un problema” y “andar con decisión”.




Florecer es un modo intenso, entusiasta de vivir; opuesto al mero vegetar. Lo caracterizan dos funciones: la percepción de posibilidades y la capacidad de disfrutar. Descubrir posibilidades en la realidad amplía el campo de acción, es la raíz de la creatividad y anima nuestros proyectos. La depresión podría definirse como la “ausencia de posibilidades” y también como “anhedonia”, como “ausencia de placer”. En cambio, el florecimiento incluye la capacidad de disfrutar con muchas cosas, grandes y pequeñas, la vitalidad emocional, la resistencia en los momentos malos y los sentimientos positivos hacia la propia vida.

Cada persona florecerá a su manera. Como jardinero, presumo de ser un experto en floreceres. Los disfruto, los colecciono y los clasifico. Desde el explosivo florecer de los hibiscos, hasta el pausado de las rosas; desde el precipitado de los prunus hasta el lento y humilde de las encinas. Cada planta tiene su ritmo y sus hechuras. Bajo el sol, mi jardín florece.
 
Ojalá los lectores de estas páginas florezcan también, armónica, bella, poderosamente.



Extracto “El arte de florecer”, por Jose Antonio Marina
Revista Mente Sana, nº52, p.46-48