Hace
unos años, me encontraba impartiendo una charla dirigida a a
personas mayores, y que versaba sobre el bienestar en la tercera
edad. Incidía particularmente en el aspecto emocional del concepto.
Terminé recordando la importancia de los pensamientos como
generadores de estados mentales, y orientando al auditorio sobre cómo
usarlos para modificar emociones y sentimientos adversos. Como suelo
hacer, dejé un tiempo para resolver las dudas que tuvieran al
respecto. También para que me hicieran las preguntas que
consideraran pertinentes, sugerencias que quisieran proponerme, o, en
general, cualquier comentario al respecto.
Una señora, al fondo de la sala, levantó la
mano. Le pedí que se pusiera en pie para verla y escucharla mejor.
Nos habló sobre su situación de viudez. Incidió en que, desde que
falleció su marido hacía casi 5 años, ella seguía sin levantar
cabeza. No dejaba de echarlo de menos día tras día, y, en sus
propias palabras, "no tenía ganas ningunas de seguir viviendo".
Entendí lo que me quería decir, y cuando iba a responderle,
una voz distinta, también al fondo, comenzó a hablar. Le pedí que
se levantara y nos dijera su nombre. La nueva interviniente nos
comentó que estaba en una situación muy parecida a la primera
señora. Había sido muy feliz con su marido, pero este falleció
hacía algo más de 3 años. Me esperaba una conclusión similar a la
primera mujer, pero no fue así. Aquella señora terminó su
comentario diciendo: "Desde que falleció mi marido, y aunque lo
eche mucho de menos, me esfuerzo más por vivir. Él ya no puede
hacerlo, pero yo sí. Por eso mismo, ahora intento vivir por
los dos, por él y por mí".
Me pareció una actitud brillante, la que mostraba aquella mujer. Me encantó escuchar semejante lección de lucidez, en
una persona mayor. Es posible que no hubiera cursado estudios ni
tuviera formación alguna, dedicada toda su vida a las labores
femeninas clásicas, y sin haber viajado ni salido del pueblo. Lo que
si parecía haber tenido aquella persona era experiencia en la vida,
y sabiduría suficiente para aprender de ella. Su comentario me
indicó que contaba con la suficiente flexibilidad mental como para
interpretar aquella desoladora situación vital (viudez) de la manera
más constructiva posible. Aquel era un ejemplo claro
de pensamiento resiliente.
Tras
ser deformado, un objeto con elasticidad suficiente, es capaz de
recobrar su forma inicial. En el caso de los seres humanos, aquellos
que poseen flexibilidad mental, tendrán la posibilidad de reponerse a
los estresantes de su vida, incluyendo los más agrios y dolorosos.
Este es un proceso crítico en nuestra capacidad de recuperación. La
flexibilidad mental actúa como el mecanismo que pone en marcha y
promueve nuestra capacidad de resiliencia.
Las personas rígidas cognitivamente tienen
dificultad para cambiar creencia, actitudes o sentimientos, aunque
estas muestren ser ineficaces. Disponen, por tanto, de menos recursos
para salir airosas de los estresantes vitales. En cierta manera, son
prisioneras de esta rigidez al no ponerlas en duda ni someterlas a
revisión. Puede que por creer que solo hay una manera de hacer las
cosas, quizá porque piensen que su forma es la correcta y los demás
están equivocadas, quizá por que aferrarse al pasado es su forma de
evitar el miedo que genera el cambio,... Sea cual sea la causa,
no disponer de plasticidad mental limita seriamente su resiliencia.
Su capacidad para interpretar las circunstancias de manera
constructiva, resiliente, se ve restringida, quizá a una sola
interpretación de su circunstancia. En cierta forma, quedan
encajonadas en ella, sin poder salir de esa conclusión.
En cambio, la
flexibilidad cognitiva nos permite hallar distintas formas de ver
un problema, y no solo la más obvia. Estas otras perspectivas
amplían y suman su carga emocional, permitiendo hacer de contrapeso a las negativas,
e incluso, pudiendo tener más peso que la primera.
Aquellas
dos mujeres, diferencias personales aparte, habían sufrido el duelo
de sus respectivos esposos. Pero hicieron interpretaciones
distinta del hecho.
La primera mujer se quejaba de no poder
disfrutar de la vida, de no tener ganas de vivir. Es innegable el
dolor que expresaba, pero también es muy posible que se encontrara
confinada en aquel sufrimiento. Que no hubiera sabido o querido gestionar
esa pérdida (y sus consecuencias) de una manera más razonable y
constructiva, más flexible cognitivamente. Comparaba la vida con su
marido (anterior e inexistente ya) con su situación actual (la única
que era real), y focalizaba su atención en lamentarse de aquel feliz
pasado, del que solo quedaba el recuerdo. No ofrecía ninguna
oportunidad al presente, que, por desábrido que fuera, era lo único
real de lo que disponía. Conste que la suya era una reacción absolutamente
humana, pero también contraproducente para ella. Conscientemente o no,
parecía seguir viviendo en el pasado. Anhelándolo, sin asumir el
presente, y, en el mejor de los casos, resignándose a su desgracia.
La segunda interviniente comentó la pérdida
de su marido en los mismos términos que la primera, pero adoptó un
esquema mental mucho más adaptativo. Sufrir esa pérdida debió ser
duro para ambas, pero esta mujer estaba afrontando e integrando ese dolor. Desestimó un esquema mental rígido y estricto (del tipo “No puedo
vivir sin...”), a otro más flexible, más sano (“Vivo por mí y
por él”). Esta manera de comprender la situación le permitía
reincorporarse a la vida. Soportar su duelo, sí. Pero también, y en
la medida de sus posibilidades, disfrutar de su vida.
Y esta última debería ser la misión ineludible de
cualquier persona ¿no creen?