«Bill Gates está
enojado. Sus ojos saltones resaltan tras sus grandes gafas, su rostro
está enrojecido y,
al hablar, la saliva sale despedida de su boca... Se halla en una
pequeña pero abarrotada sala de conferencias
del campus de Microsoft acompañado de veinte personas reunidas en
torno a una mesa ovalada
y que, en el caso de atreverse a mirarle, lo hacen con evidente
temor. El miedo se palpa en el ambiente.»
Así
comienza la crónica de una demostración del gran arte de manejar
las emociones.
Mientras
Gates prosigue su airada perorata, los atribulados programadores
titubean y tartamudean, tratando de convencerle o, por lo menos, de
calmarle. Pero nada parece surtir efecto, nadie parece hacer mella en
él, excepto una pequeña mujer chinoamericana y de hablar dulce que
parece ser la única persona que no está impresionada por la rabieta
del jefe y que, a diferencia del resto de los presentes —que evitan
todo contacto ocular—, mira directamente a Gates a los ojos.
La
mujer interrumpe en un par de ocasiones la charla de Gates para
dirigirse a él en un tono muy tranquilo. La primera vez sus palabras
parecen surtir un efecto calmante, pero inmediatamente Gates reanuda
su enojado discurso. La segunda ocasión, en cambio, Gates escucha en
silencio, con la mirada clavada pensativamente en la mesa. Luego su
enojo parece diluirse súbitamente y le responde: «De acuerdo. Eso
me parece bien. Sigue adelante». Y con ello da por terminada la
reunión.
A
pesar de que las palabras de esta mujer no diferían gran cosa de lo
que habían dicho sus otros colegas, fue posiblemente su serenidad la
que le permitió expresarse con más claridad, en lugar de hacerlo
agitada por la ansiedad. Su comentario transmitía el mensaje de que
la diatriba no había logrado intimidarla, de que podía escuchar sin
descolocarse, de que, en realidad, no había motivo alguno para estar
agitada.
En
cierto modo, esta habilidad es invisible porque el autocontrol
se manifiesta como la ausencia de explosiones emocionales. Los signos
que la caracterizan son, por ejemplo,
no dejarse arrastrar por el estrés o ser capaz de relacionarse con
una persona enfadada sin enojarnos (...).
El
acto fundamental de nuestra responsabilidad personal (en el trabajo)
es el de asumir el control de nuestro propio estado mental.
"La práctica de la inteligencia emocional", (1.999)
Daniel Goleman