El concepto de felicidad, manido, estrujado y comercializado hasta la
saciedad, es una abstracción. Se trata básicamente de una ficción.
Sin ofrecer más aclaración, podría parecer que lo acuso de nimio o
insustancial, pero no se confundan: vivimos en un mundo de ficciones.
La primera sugerencia que la noción les traerá a la mente será
relativa a alguna categoría del cine o la literatura. Y algo de eso
tiene, por que las ficciones son relatos que nos contamos y nos
creemos puesto que nos protegen del miedo y la incertidumbre. Miren
alrededor suya, en nuestro entorno cercano, y descubrirán que
estamos rodeados de ficciones de lo más variadas. Conceptos tan
familiares como patria, libertad, democracia no son entidades
tangibles ni palpables, sino un acuerdo, una convención que usamos
para organizar y ordenar nuestra realidad. El dinero es una ficción
y las leyes también. Hace siglos la esclavitud se entendía como
normal; hoy entendemos que lo normal es la igualdad de los seres
humanos. Cuando sobrevolamos la frontera entre dos países no vemos
una raya discontinua separándolos; esa frontera que aprendimos en el
colegio es artificial, es una invención consensuada. No obstante,
como dice Juan José Millás, el hombre no puede vivir sin ficciones.
La felicidad parte de un hecho real, la experiencia (que todos
conocemos) de haber satisfecho una necesidad. Pero si se extrae esta
experiencia de su contexto y la reubicamos en mundo simbólico,
podemos manipularla; bien ampliándola o perfeccionándola, bien
deformándola o tergiversándola. Si yo diseño una casa en mi
aplicación informática Photoshop, puedo modificarla a placer. Si
soy diestro con el programa, puedo conseguir que parezca bastante
real. No solo eso, incluso más atractiva o espectacular que ninguna
otra casa de verdad. Pero no está materializada ni es terrenal; no
es verdadera. Esta misma impresión me da el concepto comercial de felicidad.
Parto de la base de que el ser humano no está diseñado para la
felicidad, puesto que eso supondría un riesgo para nuestra
supervivencia (y no pierdan de vista que este es el objetivo esencial
e inapelable de nuestro cerebro; no buscar la alegría, el placer o
la verdad). Es una ficción intentar alcanzar un estado de felicidad
sostenida e inmutable en el tiempo, a pesar de los millones de euros
que mueve anualmente este nicho de mercado. No obstante, opino que
eso no inhabilita la noción para tomarla como ideal al que tender.
Me parece completamente legítimo intentar sentirse lo mejor posible
en la vida, eso sí, observando nuestras limitaciones como especie, y
sin hacer trampas, como recurrir al consumo de drogas (sean estas
sustancias o ideologías).
Al saciar nuestras necesidades alcanzamos el estado de homeostasis.
Tenemos suficiente con cubrir dicha carencia, pero podemos intentar
ir un poco más allá. Podemos tratar de potenciar las facultades
de las que nos valemos (como herramientas)
para satisfacerlas, y que por otra parte, nos definen como
especie.
Igual no tengo que estar todo el día patullando por la selva para
cazar a mis presas y saciar mi hambre. Pero ya que dispongo de un
potencial innato como es la actividad física, ¿por qué no
aprovecharlo? Nuestros ancestros debían patearse mucha pradera para
sobrevivir, cuando nosotros solo necesitemos llegarnos al mercado más
cercano. Y sin embargo, todos los especialistas médicos insisten en
la importancia del caminar para nuestra salud, recomendándonos la
meta de recorrer 10.000 pasos diarios (al cambio, algo más de 8
kilómetros).
Es posible que a lo largo del día no necesitemos relacionarnos con muchos individuos, pero el trato con personas nos es intrínsecamente gratificante, de manera, que ¿por qué no sacar partido de nuestra naturaleza social ampliando nuestro círculo de amistades?
Quizá no tengamos que estrujarnos el cerebro en exceso para cumplir con nuestras obligaciones y compromisos cotidianos, pero dado nuestra capacidad mental ¿por qué no aprovecharla para cultivarla y progresar su vertiente artística, racional o espiritual?
Es posible que a lo largo del día no necesitemos relacionarnos con muchos individuos, pero el trato con personas nos es intrínsecamente gratificante, de manera, que ¿por qué no sacar partido de nuestra naturaleza social ampliando nuestro círculo de amistades?
Quizá no tengamos que estrujarnos el cerebro en exceso para cumplir con nuestras obligaciones y compromisos cotidianos, pero dado nuestra capacidad mental ¿por qué no aprovecharla para cultivarla y progresar su vertiente artística, racional o espiritual?
En definitiva, la tesis que defiendo es que lo más parecido al
concepto de felicidad (al menos que yo conozca) tiene que ver con el
proceso de promover y desarrollar nuestras potencialidades
como seres vivos, de ejercitar al máximo nuestras capacidades o
destrezas, ya sean las físicas, psicológicas, sociales o
emocionales.
Hay personas que se entregan al deporte, los hay que lo hacen a una
actividad artística y quienes dedican su vida a los demás. Individuos que viven para participar en carreras de ultraresistencia, que
dedican su vida a pintar graffitis en las paredes urbanas y quien se larga a
un país perdido para colaborar con una ONG. En no pocos casos, esa
actividad tan consustancial a su persona les permite ocuparse en algo
que entienden como valioso y les hace sentirse plenos. Algunos lo
identifican con el sentido de la vida.