Conocerán,
igual que yo, personas a las que el concepto humildad no les genera
una idea o imagen clara, y por tanto, no le encuentran sentido. Hay
quien la considera una cualidad sin demasiado glamour y que aporta poco
beneficio. Comparado con la reputación tradicional que tienen otros
atributos como la valentía, la audacia o la fortaleza, invertir
esfuerzos en tratar de sensibilizarte ante la vida, tratar de que
nada de lo humano te sea ajeno, no vende tanto como otras; no
estiliza, ni da lustre. De manera que, en una sociedad que santifica
el consumo y la apariencia, la humildad es perfectamente denostable.
Despreciable, sin más.
Sin
embargo, la
humildad parte de un
sentimiento interno de seguridad, de un ser consciente de
nuestro
valor como ser humano,
por tanto nada más alejado de la imagen de inseguridad, apocamiento o sumisión con la que se puede confundir.
La
humildad es el arte de valorarse
a sí mismo en la
justa medida; reconocer
nuestra
verdadera esencia y
plantarle
cara
a ese monstruo invisible que habita en nosotros denominado ego.
De
hecho es el
valor opuesto a la soberbia o
la prepotencia, a la arrogancia y el engreimiento, y entronca
directamente con la dignidad, con esa concepción vital de que todas
las personas poseemos inherentemente una serie de derechos
inalienables
por el simple hecho de haber nacido humanos. Ser consciente de que
provenimos del mismo sitio (la tierra = humus = humildad, y también
humanidad) y terminaremos en el mismo lugar.
Párense
a pensarlo: ¿Qué mérito
tiene nacer humano? De
hecho, es que no podemos ser otra cosa más que seres humanos porque
nos viene genéticamente determinado. Llegar a ser persona es
distinto. Nuestra biología no es suficiente para superar o
trascender nuestra naturaleza. Tener conciencia de uno mismo nos
permite pensar y actuar en función de nuestra libertad, asumiendo
las consecuencias de nuestros actos, pero sobre todo, permitiéndonos
orientarnos, decidir qué camino seguimos en la vida. Eso nos va
construyendo y termina por definir y perfilar a la persona: un ser
humano diferenciado de sus iguales, con un valor propio. Un individuo
humano con capacidad de autoconsciencia, racional y ético.
Aunque
quizá no lo parezca, la humildad requiere de una sana autoestima,
no de una gran autoestima, de una autoestima enorme.
Me refiero a que no se trata de verse a si mismo como competente y
superior a los demás y en todo momento o circunstancia, si no a
contemplarnos de manera objetiva (y crítica) como competentes (o
no), pudiendo así reconocer nuestras cualidades pero también
nuestras limitaciones. No obstante, el egocéntico se halla
deslumbrado por sus virtudes. Tendrá un alto concepto de sí mismo,
un enorme concepto, desmesurado, pero es ciego a sus limitaciones, de
manera que dificilmente va a ser capaz evolucionar, de ser más
persona.
En
las entrevistas de selección cada vez es más frecuente que se
valore cual ha sido su mayor error o que mencione el fracaso más
estrepitoso de su carrera. Todos sabemos echarnos flores y
vanagloriarnos, pero no todo el mundo saber hacer crítica de sí
mismo. Si no hay autocrítica, no hay cambio, por tanto, la persona
no evolucionará, perpetuándose en sus errores como un moscardón
pegandose contra el soleado cristal de una ventana.
Decía
Cervantes que la humildad es "la
base y fundamento
de
todas la virtudes y sin ella no hay ninguna que lo sea". La
humildad estaría en la raiz del arbol de las cualidades humanas, y
como raiz se encuentra oculta bajo tierra (en
el humus).
Igual esta
es la razón por la que es
tan difícil de
reconocer y
valorar.