El
jueves
previo a la declaración de Estado de Alarma ante
el
COVID-19 me
encontraba reunido
con una responsable municipal. Habíamos sobrepasado la hora del
desayuno debatiendo (y debatiéndonos) sobre la pertinencia de
iniciar un curso breve al que asistirían unas 20 o 25 personas. El
dilema no lo centramos tanto en el riesgo de contagio como en la
responsabilidad política que conllevaba el evento; incluso, por qué
no confesarlo, si estaría mejor o peor visto públicamente, dadas
las primeras restricciones
oficiales contra
la epidemia. Finalmente y con bastante frustración, decidimos
postergar la actividad.
Al
día siguiente,
mientra
conducía
a casa y dentro de la burbuja musical en que me hallaba inmerso, mi
atención continuaba
presa
de
una
especie de revelación. “¿Cómo es posible que me planteara,
siquiera, iniciar la actividad?”, pensaba y repensaba, sin salir de
mi asombro.
El
sábado
(día en que se declaró el Estado de Alarma), a vueltas con este
mismo asunto, me parecía una locura habernos plateado la sola
posibilidad de iniciar aquel cursillo. Algo más de 24 horas después,
veía
con la claridad de una epifanía bíblica
que
era algo completamente descabellado.
¿Cómo
puede cambiar tan radicalmente nuestra percepción de un
suceso
un día para otro?
El
aprendizaje
causal es
el
proceso que
nos permite captar
las relaciones entre sucesos.
Gracias
a él podemos
predecir
acontecimientos
futuros basándonos
en la información actual; podemos,
pues,
actuar para provocar consecuencias deseables o evitar las
indeseables. El
esquema es simple: debe
ocurrir un evento A (brote
vírico) y
luego suceder
el evento B (miedo
al contagio) para
que exista
contigencia,
o
sea, que
percibamos
relación
entre ambos:
Si
no
se da el brote, no se
da el contagio
(ni el
miedo).
Pero
para
ser contingente, las consecuencias deben producirse de
manera contigua al
evento. Esto
es, una
explosión nuclear provocaría consecuencias inmediatas
(encomendémonos
la la diosa Fortuna),
pero con el brote inicial
de
coronavirus en
Wuhan, las
consecuencias (muerte por
contagio) no se produjeron
de
manera tan contigua,
sino
que
se expandió de manera lenta
e
insidiosa.
Lo
suficiente como para que no lo percibiéramos como
"tan
contingente",
y
por tanto subestimásemos
sus posibles propagación
y efectos.
Esta
sería la explicación técnica, pero opino que el factor
más determinante para que la pandemia del COVID-19 nos haya pillado
con los pantalones bajados no
es
teórico,
sino la práctico:
todas las experiencia
previas
que
hemos tenido con alarmas
similares... después
quedaron
en menos.
Relean
la experiencia
que
tuvimos con
el SARS
en 2003. Aunque
China
no
estuvo muy fina en su reacción inicial,
el mayor impacto
que
tuvo se
ciñó
al lapso temporal de
3 meses y afectó solo
a
unos
pocos
países, de
manera que el brote se contuvo en unos 9
meses.
A
principios de 2009 se declaró
otra oleada
mortífera. La
llamada gripe
porcina,
a
pesar de las medidas de contención, se
extendió por el todo el orbe (la
OMS decretó
el
grado máximo de alerta por pandemia).
Los cálculos
pronosticaban cientos de miles de ingresos en las UCI's hospitalarias
y millones de muertos. El
pánico nos
estranguló por el cuello y
los países
occidentales esperábamos
su
llegada
como una
versión
actualizada y
apocalíptica de
peste
negra. Europa invirtió
millones de euros en vencerla y vacunó
a un 10% de su población, con la excepción de Polonia (que
decidió no hacerlo).
Paradójicamente,
el
indice de mortalidad en este
país
fue similar a la del resto del mundo. En España fueron destruidas
6.000.000 de vacunas (que
nos salieron por unos 40
millones de euros) cuando la gripe A se mostró menos agresiva
de lo esperado.
Hay
más ejemplos, pero por finalizar, la epidemia del ébola duro
dos años (2014-16) y aún siendo un agente más letal (tasa de
mortalidad del 70%), segó la vida de algo más de 11.000 personas.
¿Recordaban
estas epidemias antes de tener
que permanecer confinados
en casa?
Rafael
Bengoa fue
asesor
sanitario del Gobierno de Barack Obama y
lo es de
la Unión
Europea y
de la OMS, entre otros cargos. Declara
que, desde hace más de 15 años, infectólogos
de todo el planeta concluían
que
estamos teniendo suerte: Las
epidemias-pandemias que estamos sufriendo son de baja letalidad.
Lo
acongojante
de
la declaración es que
lo atribuyan al mero
factor
suerte.
El
dato es inquietante: “Cada
tres o cuatro años tenemos algún tipo de pandemia-epidemia; lo que
es extraño es que las sigamos viviendo como una sorpresa. Nos
sigue sorprendiendo algo que no debería sorprendernos”.
Hace
solo
unas semanas seguíamos
subestimando
algo que es una
amenaza permanente, pero
contra la que solo
reaccionamos cada
vez que surge. Apunta
el experto que si
tenemos en cuenta que el
75% de estos agentes infecciosos vienen del mundo animal (zoonosis),
es
obvio que van
a seguir
sucediendo
(en
progresión
creciente,
dada la esquilmación
que están sufriendo los
ecosistemas que
nos protegían).
Ahora
tenemos que convencer a nuestros políticos de esto, para que tomen
medidas. Por que, aunque
le suene a ultimátum
de melodrama
hollywoodiense, la
cuestión no es si
ocurrirá.
La única incógnita de
la ecuación es
“cuándo” sucederá.