Recientemente ha saltado a la opinión pública un caso de suicidio por su trascendencia mediática. Corrió como la pólvora la muerte de la actriz almodovariana y lo inexplicable del suceso. Los comentarios de allegados y conocidos eran los esperados, por que todos teníamos a Verónica por una persona alegre, alguien siempre dispuesto a ayudar, a reír contigo, incluso a acompañarte en tu sufrimiento si fuera necesario. Esas eran las cualidades que le atribuían: una persona que vivía la alegría de forma estentórea, igual que la tristeza cuando tocaba, activa y dinámica por naturaleza.
Lo que no tengo tan claro es si Veronica Forqué era una persona serena.
En estas fechas navideñas quiero hablarles de este oculto don al que apenas prestamos atención, y que sin embargo, estoy convencido de que es el material con que se elabora la felicidad. Ese estado emocional que nos estabiliza y equilibra, gracias al cual cual podemos construir un entramado emocional flexible pero estable.
Quizá en nuestra cultura haya sido denostado por aburrido o insulso, pero tengan en cuenta que en la sociedad occidental las emociones que se promueven y ensalzan son todas aquellas que venden, aquellas que son estimulantes y deseadas; en general, todas aquellas que alimentan nuestro ego (el reverso oscuro de la autoestima). De esta manera, quedan excluidas todas las demás, las denostadas, las que no deseamos, pero que inevitablemente también forman parte de nuestra vida.
Sin embargo, la cultura oriental se focaliza en la búsqueda de la armonía del ser humano con su entorno, con el universo. En este sentido, las diferentes prácticas taoístas, como las budistas, propugnan como estrategia la disolución del ego. En Occidente nos gusta demasiado mimar a nuestro yo más orgulloso, pero no somos conscientes de que desinflarlo y minimizarlo nos permite vivir con serenidad y encauzarnos hacia el centro de nuestro ser, ese más auténtico que todos llevamos dentro. En este sentido, la serenidad es una forma del ser, y quizá sea el estado que más necesitamos en estos tiempos convulsos de incertidumbre y desorientación.
Si tomamos al mar, al océano, como el ser, podemos ver que cambia y adopta distintas formas según el día. En ocasiones el mar está revuelto, a veces agitado y otras tranquilo. Cuando se encuentra tempestuoso muestra enormes olas de cresta blanca, de varios metros de altura que rompen con furia sobre la costa. Estas olas serían la emociones que nos alteran y zarandean a lo largo de nuestra existencia, igual de signo positivo (euforia, apasionamiento, vehemencia,...) que negativo (abatimiento, desesperanza,...), y nos hacen perder el control, el equilibrio. Sin embargo, el estado de calma (chicha) denota un momento de quietud, paz y sosiego en que la mar está llana y no sopla el viento. Es el estado en que nos hallamos estables y podemos ver las cosas con claridad. Pero fíjense que, en cualquiera de estos estados, siempre hablamos del mismo mar. Y a diferencia del ejemplo, nosotros tenemos la potestad de manejar nuestros estados emocionales (como mínimo, intentarlo). Como dice el filósofo Lou Marinoff, "la felicidad no es una presa a la que haya que dar caza, sino una sensación de serenidad que reside en nuestro fuero interno".
A medida que van pasando los años y la rebosante energía vital de la juventud se va aplacando, es cuando podemos ver que la felicidad igual no es ese constante trasiego de altibajos emocional (por emocionantes y ensalzados que sean). Quizá tenga más que ver con centrar mi existencia desarrollando un carácter que me permita, por un lado, ver la vida con ecuanimidad, y por otro, evitar sufrimientos que no necesito en absoluto. Dos mil quinientos de filosofía taoista no pueden estar equivocados; menos aún, cuando han ayudado a tantas personas a encontrarse a sí mismos.
Estoy seguro de que Verónica debía ser consciente de esto tanto como de que debió intentarlo. Mi deseo llega tarde para ella, pero, en cualquier caso, mi deseo de Navidad para ustedes es, definitivamente, que puedan abrazar la virtud de la serenidad y la ejerciten para disfrutar plácida y tranquilamente de la vida.