Siempre que hablamos de trauma emocional se nos viene a la cabeza la violación rastrera en una calleja oscura, el accidente de tráfico con resultado de siniestro total o el ataque inesperado de un perro con malas pulgas, pero el trauma tiene otras formas de permear en nuestra personalidad e incrustarse en nuestra vida.
El llamado trauma relacional temprano es aquel que se genera en los menores que viven en un entorno hostil, y al hablar de entorno me refiero al grupo familiar en que se desarrolla su vida. El trauma que va haciendo mella día a día, cuando la persona que tenía que proveerte de cuidados y apego también es el agente de malos tratos, vejaciones o negligencias graves, ejerciendo estos delitos de manera sistemática, o bien de manera imprevisible. La incertidumbre y miedo se van instaurando poco a poco, hasta terminar adueñándose de la vida del pequeño/a.
No se trata de la inesperada tormenta de pedrisco que arrasa con todo y provoca la inundación de calles y avenidas, arrastrando contenedores, ramas y vehículos. Es más parecido a la lluvia fina. Esa que cae pero apenas se nota, que va empapando sin que ser consciente de ello, y que provoca la sensación de no poder huir de ese humedad fría que ya te ha calado hasta los huesos.
Este tipo de maltrato genera en los niños/as una sensación de confusión, de malestar, de no saber donde se encuentra el norte, y provoca que sus comportamientos sean inestables y disruptivos: no acatar la autoridad, inquietud, agresividad, falta de atención y de concentración, hiperactividad,... Técnicamente se le denomina Apego Desorganizado y es la consecuencia más frecuente del trauma relacional... pero ningún manual diagnóstico de enfermedades mentales lo nombra, y por tanto, no se puede diagnosticar. Posiblemente se le adjudique la etiqueta de Trastorno de la conducta o Déficit de Atención e Hiperactividad, un cajón de sastre que nos da un nombre pero no alcanza al núcleo del problema.
Son los niños que en clase no dejan de levantarse de su mesa sin permiso, que tiran trozos de goma a otro para divertirse, que discuten con el profesor cada dos por tres, que infravaloran o se burlan del compañero de pupitre,... Niños que alteran el orden y llaman la atención (no precisamente haciendo méritos). Niños que rompen, pegan, gritan, afrentan... cobrando protagonismo, y a su vez, ensombreciendo a otros. A esos chico/as situados al final de la clase, más discretos y reservados. A esos otros que no dan problemas.
Nadie se fija en ellos por que su comportamiento es normal, incluso deseable. Esos chicos y chicas que, muy al contrario, están pendientes de lo que ocurre, que ayudan, que incluso sonríen, a veces de una manera que pareciera compulsiva. Esos chicos que, sin embargo, tienen en su mirada un fondo turbador, oscuro, triste.
Maestros y profesores, padres y familiares, vecinos y amigos están pendientes de los pendencieros y problemáticos, derivan al orientador escolar, psicólogo o pedagogo de turno, tratando de hallar una solución a su comportamiento antisocial. Pero rara vez repararán en los segundos; en pocas ocasiones atenderán a los segundos, a los que son "normales", a los que sufren en silencio, por que cargan con el mismo tipo de trauma que los primeros, pero que en vez de haber adoptado la estrategia de exteriorizar su malestar, lo han interiorizado.
Algunos de ellos tienen padres que que se muestran orgullosos por tener un hijo/a absolutamente obediente, por ser buen estudiante, por estar atentos siempre a prestar ayuda, solícitos y agradables, pero la verdad es que pueden ser tan víctimas como los primeros.
Cuando el apego desorganizado se ha instalado en el sujeto, lograr el control con estrategias punitivas es habitual, obteniendo así lo que quieren de su entorno. Sin embargo, los segundos adoptan la opuesta: el cuidar, el agradar, el satisfacer,... Agradar para que no despierte el monstruo y me machaque con sus gritos e insultos, para lograr una mirada de cariño, un gesto de apoyo. Ayudar para que cuando llegue la figura de apego borracha no la pague con él o ella. Sonreír para que parezca que todo va bien, que no soy importante, que haré lo que pidas.
La próxima vez que se encuentren con chicos y chicas buenos, demasiado buenos, sospechosamente buenos, no hagan interpretaciones bienpensantes e idealizadas. Puede tratarse de una defensa que le proteja de la desorganización grave que conlleva no sentirse cuidados o sentirse amenazados.
Ser tan buenos no es necesariamente un indicador de felicidad; podría tratarse de un grito de ayuda disimulado.