Dialogar no es vencer. Dialogar ni siquiera convencer. Dialogar es compartir, es formar parte de esa mente común que emerge entre dos interlocutores.
Uno de los factores que determinan nuestra capacidad para lograr esa verdadera comunicación es nuestra habilidad para suspender nuestros propios juicios. Si no somos capaces de neutralizarlos, recibiremos la comunicación de la otra persona filtrada, sesgada a través de nuestros propios prejuicios, y por tanto, viciada.
Sin embargo, llevamos nuestros pensamientos tan integrados que nos identificamos con ellos, sin darnos cuenta de que solo son eso, productos de nuestra mente. La vesícula segrega bilis, el intestino las heces, y nuestro cerebro el pensamientos.
Nuestros procesos cognitivos nos pasan desapercibidos, de la misma forma que cuando estamos entusiasmados nos sentimos eufóricos, vivimos con intensidad el momento y la situación, actuamos con energía, etc., pero no nos damos cuenta de que estamos entusiasmados.
Y tal y como sucede con la emociones, aunque nuestros pensamientos pasen inadvertidos, nos identificamos con ellos. Difícilmente nos percatamos de que nosotros no somos nuestro pensamiento. En nuestra vida cotidiana sentimos que nosotros somos esas historias o narrativas que construye nuestra mente. Nos fusionamos con ellas e influyen en nuestra forma de vivir; nos mediatizan y nos dejamos guiar por ellas, puesto que las percibimos como si fueran parte de nuestra esencia.
Pero por muy envueltos que estemos en ellos, no dejan de ser historias construidas. David Foster Wallace lo reflejó así:
Dos peces jóvenes que iban nadando cuando se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor les saludo con la cabeza y les dijo: "Buenos días, chicos ¿Cómo está el agua?". Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho. Por fin uno de ellos miro al otro y le dijo: "¿Qué demonios es el agua?"
Vivimos como esos pececillos, inmersos en el agua de los sistemas culturales en que habitamos, en los prejuicios y creencias que contienen. Y esas narrativas, esas historias están tan integradas en nuestra vida que se invisibilizan; dejamos de verlas y consideramos que “esto es así” por propia naturaleza. Todos conocemos individuos, más de uno de la esfera pública, que se aferran a sus narrativas, sosteniéndolas con criterio de “verdad universal”, que en algunos casos se convierten en formas de abuso contra quienes sostienen perspectivas diferentes.
Cuando se ponen en entredicho o las cuestionan, las defienden como si las hubieran parido ellos mismos, como si fueran sus hijas, parapetándose y aprestándose a luchar celosamente por ellas. Es posible que no sepan ni siquiera el por qué; que no tengan conciencia de ello, pero no están actuando de forma muy diferente de como el hooligan de futbol defiende a su equipo hasta la muerte.
Llegados a este punto, el diálogo se torna imposible.
Es cuando aparecen los conflictos. Con nuestras sesgada y subjetiva percepción del entorno, generamos una representación de la realidad a la que nos aferramos. Vivimos, así, envueltos en la ignorancia de no saber que, en el fondo, no dejan de ser puras construcciones mentales.
Por contra, si somos conscientes de esto, si somos capaces de trascendernos y compartir nuestras opiniones de forma honesta, neutralizando ese sentimiento de posesión o identidad que le adjudicamos, seremos capaces de pensar juntos.
El objetivo del diálogo no consiste en analizar las cosas, ni en imponer un determinado argumento o modificar las opiniones de los demás, sino en suspender nuestras propias convicciones y observarlas, para así poder escuchar todas las opiniones y valorar su significado de manera ecuánime.
Dialogar es una cosa y convencer o persuadir es otra.
Tal y como necesitamos las narrativas para comunicarnos, necesitamos tomar conciencia, despertar de la ilusión de que los conceptos designen cosas sólidas o sean verdades absolutas.
En el diálogo no estamos jugando contra los demás sino con los demás. A diferencia de lo que sucede en la discusión, en el diálogo verdadero siempre se gana; todos ganan.