domingo, 30 de abril de 2023

81#. Tu sufrimiento es proporcional al tamaño de tu ego

Aunque el sufrimiento no es placentero (salvo en algunas prácticas sexuales), tampoco es exactamente sinónimo de dolor. La base del sufrimiento es el dolor, pero su significado tiene que ver con la forma en que interpretamos este dolor.

Entra en escena el elemento que modula tal interpretación: el ego.




El ego es un concepto que se presta a definiciones ampulosas, de manera que para no perdernos con nociones más literarias y etéreas que rigurosas, partiremos de su entidad básica. El ego nace con el instinto de supervivencia; ese impulso que llevamos impreso en los genes, no solo los seres humanos o mamíferos, sino todo ser viviente del planeta. Su valor evolutivo es inestimable: a través del proceso de selección natural, los individuos capaces de detectar e identificar amenazas estuvieron más preparados para resolverlas (enfrentarlas o rehuirlas); lograron, así, sobrevivir más tiempo, principio esencial donde los haya para ejecutar el cometido, no menos esencial para la naturaleza, de reproducirse y asegurar la continuidad del linaje o especie.

Pues bien, en los animales, en los mamíferos, este instinto de supervivencia se mantiene a lo largo de su desarrollo ajustado a los límites que marcan sus instintos. En el ser humano, como mamífero superior que también es, la cosa no debería ser muy distinta... si no fuera por nuestras capacidades superiores. De manera que nuestra elaborada estructura psíquica nos provee de unas particulares herramientas (cognición, lenguaje, atención, concentración, etc.) que facilitan sobremanera resolver los problemas de nuestra existencia. Pero igual que toda moneda tiene su cara y su cruz, también tiene sus desventajas. Y una de las más sutiles es la preminencia del ego.




Enlazando con el apego del que hablábamos en el post anterior, al nacer el ser humano se convierte en un ser único, pero simultáneamente, separado de su madre. El vínculo de apego promoverá una estrecha relación entre cuidador (madre) y sujeto (bebé) a fin de lograr la mencionada supervivencia de este. Este objetivo se logrará de manera más o menos adaptativa (hay apegos más seguros y otros más desorganizados), y en función de estos se irá conformando el ego del bebé, dando lugar a una forma típica de responder a los estímulos, sean externos o internos, que solemos denominar con el término de personalidad.

Vaya por delante la necesidad que tenemos de ese ego, de esta estructura psicoemocional que no solo actúa como mecanismo de autoprotección sino que nos permite tener noción de nuestro yo, diferenciar entre yo y los demás. Nos permite reconocernos y a hacernos valer. Nos facilita también ser conscientes de las necesidades que tenemos así como de nuestras preferencias. En definitiva, el ego nos provee de una identidad.

Visto así, no parece que tenga ninguna contraindicación. Y ciertamente, cuando nuestro ego está templado y equilibrado cumple perfectamente las funciones señaladas. Es la versión más sana y adaptativa del mismo, y solemos denominarla autoestima. Pero cuando en el lenguaje vulgar nos referimos al ego de alguien estamos hablando de otra cosa: de una noción del yo excesiva; desproporcionada, en ocasiones. Y aunque aparentemente parezca que el egoísta sale ganando con esa actitud... yo no estaría tan seguro.

Ese ser humano que al nacer empezó a ser necesariamente egoísta, con el tiempo irá evolucionando. Su estructura psicoemocional se irá reelaborando y complejizando gracias a nuestras formidables capacidades mentales. Se irá conformando una identidad que será más confiada o más desconfiada, más colaboradora o menos, más o menos activa, sensible, empática,... Cuanto mayor sea el grado de egocentrismo del individuo, más probabilidad de que priorice su bienestar por encima del de los demás, incluso a costa de ellos; de que solo contemple su perspectiva de las cosas como correcta y, en consonancia con esto, entienda que las cosas tiene que ser como ellos las interpretan; de que cuando no sucede esto, atribuyan la culpa a otras personas o circunstancias,... Nos encontramos, entonces, con una personalidad muy apegada a sí misma, (fusión cognitiva, se denomina en Terapia de Aceptación y Compromiso) que entiende la vida en función de sí misma y a los demás en relación a sí misma. No los observa como iguales. La vida, el mundo y los demás están en un plano de realidad diferente, inferior. Estamos ante un perfecto egoísta.




Y aquí radica el motivo por el que cuanto más egoísta sea un sujeto, más sufrirá.

El egocéntrico, al darle tanta prioridad a sus intereses, al concentrar su conciencia en su yo, al "sentirse" tanto a sí mismo, se valora muy afectado por todo aquello que le perjudica (o esa, que rompe sus sacrosantos esquemas mentales). En contraposición, la persona más altruista, que también siente dolor, y también sufre, sin embargo sus intereses y expectativas se amplían a otros (a los demás, al grupo, a la comunidad,...) transformándose así en un recurso muy útil para modular su sufrimiento. 

El egoísta no puede apoyarse en sus iguales, en los demás (suele confiar poco en ellos y ni haber tenido muchos miramientos hacia ellos, por no hablar de que en ellos habrá encontrado casi siempre la causa de sus males). Aunque pueda disponer de personas cercanas o familia, no hay una conexión trascendente con ellas; ese vínculo no es realmente altruista o generoso. Conscientemente o no, él mismo ha decidido su suerte: quedarse solo. El egoísta, en el fondo, es una persona presa de sí misma.

El problema que tiene es que pone todos los huevos en un canasto (SU canasto) mientras que el altruista los distribuye en varios. Aunque en el suyo ponga la mayor parte de los huevos, si este se cae y se rompen, no los pierde todos. Al egoísta, en cambio, si se le cae el canasto de SUS huevos...