No hace mucho, en una conversación nada trascendental con mi hermana, descubrí que siente un miedo irracional cuando escucha pasos acelerados detrás suya mientras sube las escaleras. Consternado, fui consciente durante la charla, de que mi hermano y yo fuimos los causantes de ese miedo, cuando de pequeños volvíamos a casa y subíamos detrás de ella haciendo el cafre.
Es un miedo con el que ella puede vivir, del que ha descubierto su origen, y que me sirve de ejemplo para ilustrar lo que es una emoción condicionada aversivamente.
La emociones primarias son esos estados internos que se activan para orientar nuestro comportamiento. Esto es, nos orientan sobre cómo debemos actuar. Su objetivo, pues, es incrementar nuestra probabilidad de supervivencia y promover nuestro bienestar.
Cada emoción se elicita para lograr un objetivo, una acción. Como ejemplos, podemos apuntar que la función del miedo es la de protegernos ante una posible amenaza (real o imaginada), la de la tristeza es la de lograr recuperarnos o reintegrarnos tras una pérdida (cerrándonos en nosotros mismos para reponernos) y la alegría promueve la filiación, que con su carácter expansivo nos insta a relacionarnos con otros (no olvidemos la función reproductiva).
Este tipo de emociones básicas podemos denominarlas adaptativas. De hecho, el profesor Greenberg las denomina así para diferenciarlas de las emociones primarias desadaptativas, que no son otra cosa sino la primeras pero después de haber sido sometidas a un proceso de condicionamiento. Esto es, haber sido asociadas a otros estímulos o desencadenantes significativos, acontecidos a lo largo de nuestra biografía, que alteraron su significado, y por tanto, desvirtuaron su función evolutiva.
Si hace años tuve una indigestión con un helado, perfectamente puede ocurrir que mi organismo haya asociado aquel malestar con el sabor, textura, forma, etc. del mismo. De manera que cuando ahora veo un helado, o quizá un producto lácteo, u otro componente de aquella situación, genera en mi una reacción de desagrado. O quizá una emoción más intensa, como el asco. O podría ser que directamente una repulsión visceral e instantánea.
Probablemente el helado no me sea perjudicial, pero la emoción primaria del asco está ejecutando su función corregida (protegerme de comer algo que mi organismo etiquetó como peligroso) en virtud de aquella mala experiencia.
¿No conocen a nadie que, tras una broma simple, reacciona con una desproporcionada seriedad o agresividad? ¿A nadie a quien vive un episodio de soledad como una inconsolable situación de abandono? Una reacción desproporcionada ante un desaire, ante una simple negativa, indica que la persona está muy sensibilizada a ese tipo de circunstancia y reacciona probablemente como lo hizo cuando vivió aquella experiencia, que en aquel momento debió ser extremadamente estresante.
Si fui objeto de una agresión sexual de joven, puede suceder que igualmente me repugne el olor a alcohol (que impregnaba al agresor), o el hecho de que se me acerque súbitamente alguien (dado que así me sorprendió el tipo), o ampliarse este condicionamiento hasta temer a los hombres en general. Aquí, el condicionamiento no es adaptativo, ni tampoco parece ser muy protector (salvo que en mi vida cotidiana no deba de relacionarme con hombres). De hecho, si el condicionamiento fue lo suficientemente aversivo, podría encajar en la categoría de trauma.
Pues así funcionamos los seres humanos. Así funcionan nuestras emociones. Y es importante entenderlo, por que nuestras experiencias van cristalizando en nuestra historia, en nuestra memoria de vida, e igual que acumulamos miles de pasajes perfectamente insignificantes, hay otros que habrán condicionado aversivamente alguna de nuestras emociones básicas. Las convierten entonces en insanas, en defectuosas, ya no son válidas por que pierden su valor como buenas y fiables consejeras.
El principal inconveniente surge cuando no lo sabemos, cuando no somos conscientes de esa adulteración, puesto que al prestarles la misma atención que a las adaptativas, nos van a orientar pero de manera errónea. Y esto puede desembocar en un problema tan nimio como que no te apetezca comer helados, pero también puede suponer una barrera muy limitante en caso de pertenecer a un grupo de trabajo que incluya hombres.
Ese sentimiento de culpa como causante (aunque fuera inconsciente) del miedo irracional de mi hermana sigue ahí. No es algo que me impida dormir; tampoco nada de lo que me enorgullezca; y ojalá en aquel momento hubiera sido consciente de las consecuencias que tenían en ella.
Por mi parte, me sucede que cuando en una interacción social alguien me grita, me quedo paralizado. Igual que otras personas reaccionan y resuelven, yo me quedo sin poder reaccionar, como si me hubieran congelado instantáneamente. A diferencia de mi hermana, no tengo bien identificada la causa, pero sé que se debió al trato severo de los adultos que me rodeaban cuando niño (quizá mis padres; puede que los profesores,...).
Y así nos vamos conformando como personas a lo largo del camino, con nuestros triunfos y nuestras vergüenzas, benefactores en ocasiones y malhechores en otras, concientemente o no. Para bien o para mal, ¡c'est la vie!