Siempre he entendido que el objetivo de la política era organizar la comunidad, dar orden a la vida administrativa, social, cultural, etc. de una comunidad. En el caso de las democracias, eligiendo unos representantes que gestionen y resuelvan nuestros problemas. Negociando, pactando, acordando, o en cualquier caso, estableciendo puentes de comunicación. Pero eso ya parece formar parte del pasado, de otra época mas seria (en todos los sentidos de la palabra). La desalentadora realidad es que, hoy día, los supuestos representantes públicos no hablan, parlotean. No exponen ni explican sino que tratan de chulear al oponente. No buscan argumentar, sino manipular. No tienen como fin convencer, sino vencer.
En cualquier régimen político de corte autoritario es frecuente un tipo de gobierno más o menos populista. Pero en democracias asentadas, sorprende que este estilo de gobierno se esté extendiendo de manera tan preocupante, particularmente en las occidentales. Una deriva política que ha llevado a presenciar lamentables espectáculos, en sede parlamentaria, donde próceres que deberían conciliar y parlamentar, de dedican a comportarse como chulitos de barrio pontificando desde la barra de una taberna cualquiera. Igual gritando a un rival político que insultándolo, cuando no acusándole de alguna ilegalidad, sin sentirse en la obligación de aportar pruebas de ello.
Esta actitud no solo conlleva la obvia dejación de funciones de que hacen gala, sino que con ello degradan y desacreditan las mismas instituciones que los sustentan, carcomiendo de forma lenta pero inexorable el sistema político que nos ha permitido alcanzar derechos humanos y civiles impensables en otras latitudes.
Las cabezas pensantes de los partidos políticos debieron llegar a la conclusión de que hablando de leyes, gestiones y presupuestos, aburren a los ciudadanos, y por tanto no captas clientes. Pero si das espectáculo, si llamas la atención de la audiencia, tienes más probabilidades de conseguir su apoyo (esto es, el deseado voto). El pensamiento crítico es tedioso y demasiado racional; mas fácil y efectivo son los mensajes básicos y directos que apelan a las emociones.
Por otro lado, hay que captar a toda una generación desapegada de la política, pero criada en la cultura del entretenimiento. De manera que, si en televisión funcionan los reality shows ¿por qué no en política?
Y así vemos a respetables señores y señoras diputados dedicándose a arengar a la gente, a enervarlos, a fanatizarlos, usando una estrategia tan vieja como la humanidad: convertir al opuesto en enemigo. El político más mediático y agresivo es el más popular, mientras que los más centrados y respetuosos pasan desapercibidos, o se ven relegados a la irrelevancia.
Nos usan. Nuestros representantes públicos en lugar de trabajar para nosotros, promueven que nosotros hagamos el suyo, y de manera mas rastrera posible. Polarizando y radicalizando a la comunidad que gobiernan (lo que lejos de avergonzarles les hace sentir validados) parecen no tener escrúpulo en generan una atmósfera social crispada, que solo supura desconfianza entre los ciudadanos, y que daña seriamente la convivencia.
No quiero entrar en si son conscientes de ello, o directamente no les importa. Lo relevante es observar que, de entre toda es polvareda que levantan, si nos fijamos bien podemos atisbar el objetivo que persiguen, que desde luego no es defender un programa político en el que creen, sino, simple y llanamente, alcanzar el poder.
En fin, que estamos a un paso de alcanzar a Dostoieski cuando dijo: “La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas”.