La desinformación, palabro de reciente cuño pero que se está convirtiendo en uno de los términos más usados en internet, se intuye malsano (quizá por las connotaciones negativas que suele tener el prefijo des-) pero no necesariamente nocivo, ni mucho menos catastrófico. Pero, fíjense, que estoy convencido de que es la piedra de toque que nos ha llevado a que, actualmente, el orden mundial esté patas arriba.
A partir del momento en que la información que un individuo recibe se puede segmentar, y esto es lo que sucede cuando la obtenemos del vasto universo de internet, el camino de la información se desdobla, abriéndosenos una nueva vía a la derecha.
Nadie obliga a nadie a tomarla, pero resulta que ese desvío no tiene mala pinta. De hecho es una alternativa bastante tentadora. En primer lugar, por ser de tan cómodo ingreso (si dispones de acceso a internet, ya se encargan las redes sociales y entes similares de hacerte fácil fácil la entrada), y en segundo lugar, por ser más atractiva (la cercanía emocional del formato de tú a tú supera con creces el vínculo que se puede crear con la lectura de noticias o el presentador de televisión clásicos). A esto habría que añadir, en algunos casos, la recompensante sensación de estar descubriendo un atajo, que encima parece más placentero y novedoso (explicado por el famoso sesgo de confirmación).
Mientras que la carretera convencional por la que circulamos es fiable y está verificada, la maravillosa autovía que se nos abre no ofrece ninguna prueba sobre su validez y confiabilidad. De hecho, nadie nos ha dicho que es esta vía tendrá un coste; un pago que realizaremos a cambio de permitirles que nos manipulen.
Pues esa es la autovía de la desinformación, entendida como la difusión de contenidos (datos, hechos, ideas,...) falsos o engañosos, compartidos deliberadamente y con la intención de engañar o confundir a los receptores.
En un mundo lleno, repleto, incluso desbordado, de información, es fundamental tener un mínimo de pensamiento crítico, para entender y utilizar los medios de manera efectiva. Aquí cobra todo su sentido el concepto de alfabetización mediática, que como pueden intuir, es la capacidad de crear y evaluar contenidos en los distintos medios de comunicación. Presupone identificar las fuentes de información fiables y objetivas así como valorar la credibilidad de la información concreta que estemos tratando.
Pero es más frecuente de lo que quisiera que no seamos conscientes de la diferencia entre información y opinión. La primera aporta contenidos objetivos, más o menos precisos, y sobre todo, verificables; ni que decir tiene que excluye juicios de valor o interpretaciones personales, puesto que su intención es la de describir la realidad de la manera más veraz posible. La opinión, sin embargo, incluye sobre todo, la valoración de los contenidos por parte del autor. Es una interpretación subjetiva, pero suele presentarse de manera que parece ser veraz y confiable, lo que la hace más difícil de detectar, pero ¡ojo!, no es información.
El problema sobreviene cuando creemos que estamos adquiriendo información y lo que nos están vendiendo es opinión.
Si el proyectil de la opinión lo cargamos en el arma de las redes sociales, encontramos el mecanismo perfecto para la disparar la desinformación. Puesto que las redes sociales son asequibles, accesibles, entretenidas y, además, gratuitas. Nada ni nadie nos asegura que la información que nos provean sea cierta o esté, al menos, contrastada, y si las usamos sin capacidad crítica, estamos internándonos en el ecosistema ideal en que prosperan narrativas populistas. Muy parecidas a la realidad, pero están sesgadas, cargadas de la retorcida intención de cambiar nuestra percepción del mundo y la sociedad, por sutilmente que lo hagan.
Y así hemos llegado al punto en que nos hallamos. Los líderes autoritarios no solo se están organizando para convencernos con sus fake news, sino que lo están consiguiendo. Ya estamos viendo la arbitrariedad con que están actuando los populistas más poderosos. Inmiscuyéndose en la política de otros países (para sacar su propio beneficio), amenazando con anexionarse territorios con el único argumento de ser más fuerte, tergiversando descaradamente los hechos (Trump acusa a Ucrania de haber iniciado la guerra con Rusia). De hecho, hoy me he despertado con la noticia de que uno de los tipos más ricos del planeta, y propietario de un reputado medio de información (Washington Post), ha ordenado que en su periódico solo se hable de los temas que a él le interesan (las libertades personales y el libre mercado).
Comprobaremos que las soluciones rápidas y fáciles que proponen son injustas y desequilibradas. Pero sobre todo, descubriremos que los ciudadanos les votaron por entender que eran la mejor opción para defender los intereses públicos, cuando en realidad solo defienden un único interés: el suyo.
Va a ser que Nostradamus solo era un pensador enrevesado. Día tras días se nos confirma que el auténtico visionario y profeta era George Orwell.