viernes, 25 de octubre de 2013

Punto de no retorno (II)

María era una chica risueña, sensible, curiosa y conversadora. Vestía de manera desenfadada, como corresponde a una veinteañera; una particular combinación entre hippy y gótica (andaríamos a principios de los 90). Adoraba a Chrissie Hynde (cantante de los Pretenders), leía repetidamente a Walt Witman (“Hojas de hierba”) y le encantaba escuchar a los Waterboys. 




Normalmente la gente suele tener un recuerdo inmaculado del momento en que conoció a según qué persona relevante de su vida. Me temo que yo no puedo presumir de algo así, y un ejemplo paradigmático de tan pésima memoria es este caso. Por más vueltas que le he dado, no logro recordar ese momento (mágico, según las películas románticas) del primer encuentro, pero supongo que sería en alguna de aquellas interminables reuniones de estudiantes en la cafetería.

Mi asignatura favorita, en palabras de mi amigo Manuel, era “psicología de la peña”, esto es, aquella que ejercíamos en la cafetería de la facultad charlando con la gente. Las clases empezaban a las 16.00, y en ellas, el sopor post-almuerzo combinado con las escasas habilidades pedagógicas de algunos profesores provocaban que a medida que iban transcurriendo los minutos yo empezara a sufrir una alteración que me iba convirtiendo en algo parecido a un zombi narcoléptico, solo que disfrazado de alumno. No tan espectacular como aquella transformación en licántropo de “Un hombre lobo americano en Londres” (espectacular para la época en que se rodó esa película, se entiende) pero igual de contundente a efectos neuronales. Recuerdo como un enorme esfuerzo el invertido en impedir que se me cerraran los ojos. Lo de, encima, aparentar interés por la disertación, era un nivel solo al alcance de los más avezados, entre los que no me encontraba yo.

Por tanto, lo primero que hacía antes de llegar a clase era entrar por la puerta de la cantina y pedir un café cargado. Acto seguido buscaba una mesa bien situada (estratégicamente hablando) y esperaba a que pasara quien fuera que quisiera unirse al coffee break. Igual no aparecía nadie que se montaba una timba de tahúres. Charlas desenfadadas, incomprensiones paterno-filiales, confesiones inesperadas, mano a mano de chistes, agobios estudiantiles, problemas de convivencia con los compañeros de piso, desencantos sentimentales, etc. No me cabe duda de que este era su máximo atractivo: Todo podía acontecer en aquella mesa. 


Cafelito


Ahora que lo pienso, creo que fue a través de un chico. Un compañero que colgó los hábitos (siempre me ha hecho gracia esta expresión) o ni siquiera llegó a lucirlos. No consigo traer a la memoria su nombre, pero la cuestión es que de una manera u otra, había abandonado el seminario. Él era amigo de María, y supongo que un buen día aparecería por la cafetería con ella en el momento adecuado y se sentarían en la mesa.

Lo que sí recuerdo es que aquella chica me gustaba. Me hizo tilín. Andábamos por esa edad que podríamos denominar adolescencia tardía. Esa época en que la risa es fácil y brota sola de los labios; en que no entiendes que dormir pueda tener ninguna función fisiológica, salvo la de perder el tiempo; en que el organismo se reponía de una resaca con una simple ducha fría, y podíamos permitirnos la inconsciencia de dejar transcurrir los días de forma indolente. La cosa es que todo te pillaba de nuevas, y el impacto de aquella chica, hasta aquel momento, también era desconocido para mí.

Empecé a salir con el grupo de amigos de ella, y ciertamente me encontré a gusto en él. La mayoría éramos chicos, no tardamos en hacer buenas migas. Y entre nosotros, ella. Una de sus mejores cualidades era saber hablar el lenguaje de los hombres. Y no me malinterpreten, no se trata de que le gustara escupir al suelo, ni el fútbol (que a nosotros tampoco) ni entrar en esa escalada de guarrerías verbales que se convoca entre machos embrutecidos, generalmente durante la ingesta de alcohol (que tampoco). Era sencillamente que sus intereses parecían encajar con los nuestros: pubs y buena música, algún libro o película recomendable, planteamientos vitales parejos, ganas de vivir... Cosas así.

De manera que entre clases y exámenes, cañas y tapas, charlas y risas fueron pasando los meses y aumentando mi aprecio por ella. Pero simultáneamente también fue creciendo un malestar difuso, un sentimiento insano: la frustración de no poder salir juntos, como pareja. ¿Conocen ustedes el sinsabor ese que te queda cuando llegas a la heladería y no tienen chocolate fondant (tu favorito) y pides cualquier otro? Sí, el de limón tampoco está mal... pero te quedas con las ganas. Pues eso.

Durante mucho tiempo estuve enganchado a ella. Alguno de mis compañeros de piso entendían que me gustara, pero no que estuviera tan colado. En puridad, el concepto que mejor lo define, y les pido perdón anticipadamente por la grosería, sería "encoñamiento".

Me disponía a precisar la definición vulgar (nunca mejor dicho) del concepto, cuando me encuentro (cual no es mi sorpresa) con que el diccionario de la R.A.E. lo recoge. Mi intención en realidad era descartar tal posibilidad. Pero no. La Real Academia lo define como: “Sentir atracción sexual por una mujer hasta llegar a tener obsesión por ella”, o bien “Encapricharse con algo”. Efectivamente coincide con la idea que, personalmente, tenía del concepto. Yo personalmente incluso que lo completaría añadiéndole algo así como: ¿Saben ustedes lo que es el amor platónico? Ea!, pues exactamente lo contrario.

Quizá fuera el que no terminara de decantarse por mí (ni por otro, que yo supiera); quizá que todavía pesara como una losa la sombra de su novio anterior; quizá que la relación parecía guiarse por el axioma “sí, pero no” (cuyo poder adictivo supera al de cualquier droga conocida),... Como fuera, el tiempo iba transcurriendo sin que se modificara ese estatus, de manera que poco a poco fue tornándose en una relación confusa, desnortante, truculenta,... pero de la que no podía ni quería desembarazarme. No digo que la efervescencia de la testosterona fuera el único motivo que me incitara a acercarme a ella, porque desde luego que congeniábamos. Pero también les digo que echar las tardes escribiéndole lacónicas cartas románticas quedaba lejos de mis pretensiones.

Lo mirara como lo mirara, había solo una verdad que debía aceptar manque me doliera: ella no quería encadenarse a nadie. Quería ser libre, como el viento, como Espartaco, como Thelma y Louise, como Willy. Y si les digo la verdad, esta forma de ser encajaba bastante bien con su actitud vital. ¡Cierto! Pero ahora, explíquenle eso sus testículos, en época de producción intensiva, y a su corazoncito, que tampoco tenía experiencia en conocer chicas raritas pero con encanto.

Así que hubo de llegar el momento en que casi prefería no verla. Pero tomar la decisión de dejarla no era nada fácil: A mí me era imposible hacerlo, y ella no quería perderme como amigo. ¡¡Hay que fastidiarse!! Y ahí andaba, encajado en el punto en que no me merecía la pena mantener su amistad si tenía que soportar el escozor de la desilusión. Desgraciadamente no existía un tratamiento como el de la película “Olvídate de mí” (sí, la protagoniza Jim Carrey, pero no actua como él; deber ser un clon. Aún así, se la recomiendo encarecidamente) donde el facultativo puede borrar de tu mente los recuerdos que no desees. No olvida el que quiere, sino el que puede. Y normalmente, cuanto más necesitas olvidar, menos puedes.


Y entonces, ¿Qué hace uno?

Pues como alternativas, encontré 3 posibles maneras de solventar el dilema:

-Resolución según Werther: ¡Pegarse un tiro!. Sí, demasiado extrema, dramática y descabellada. Pero no se crean, que en según que momento de la vida adolescente, esta idea puede pasearse alegremente por tu inmadura cabecita. No obstante, no me estoy refiriendo a confeccionar un plan detallado de cómo suicidarte. Más bien era un “ojalá que me parta un rayo ahora mismo”, o “sería el momento perfecto para que nos invadieran los extraterrestres de Mars Attack a la vez que se cumple la profecía maya de la película 2012”.

-Resolución según Jarabe de Palo: ¿Recuerdan aquella canción de los 90? “Agua y sed, serio problema. Cuando uno tiene sed y el agua no está cerca. Cuando uno quiere beber pero el agua no está cerca. ¿Qué hacer? Tu lo sabes. Conservar la distancia. Renunciar a lo natural. Y dejar que el agua corra”.
Lastima que se editara casi una década después de este episodio de mi vida, porque me hubiera ayudado a tomar una decisión.

-Resolución según Florentino Ariza: Que resumida en tres palabras sería: Insistir, insistir e insistir, haciendo todo lo que fuera necesario para ganarte a al chica. Ya saben, tener detalles de todo tipo con ella y buscar momentos oportunos a lo largo del tiempo para ver, si en uno de ellos, baja la guardia y accede. Tengo que decirles que, intuitivamente, esta estrategia me parece más similar a una cacería que a otra cosa. Algo me decía no era la forma en que yo deseaba estar con ella, aparte de que, por lo general, no suele funcionar a largo plazo.

Si les digo la verdad, en este tipo de dilemas, no sé que es más difícil: si decidirse por la alternativa más adecuada (al menos, la menos mala) o lograr ponerla firmemente en práctica. En mi caso, el tiempo fue descartando opciones, hasta quedarme con la única posible.

Un buen día bajé de la facultad con ella. Era frecuente que la acompañara hasta su casa, con o sin otros compañeros. Aquel día caminábamos solos. Me comentó que podíamos estudiar en su cuarto. Andábamos charlando, distendidamente en apariencia, pero soportando en mi interior una tormenta de sentimientos encontrados.

Ella sacó las llaves de casa y abrió la puerta de entrada a su bloque de pisos. Entró y yo me quedé en la puerta. No puedo decir exactamente qué es lo que estaba pensando en aquel momento. Solo sé que la vi caminar hacia el interior y que la verja de hierro fue cerrándose lentamente. Pero no hice nada para detenerla. Se cerró y me quedé mirándola a través del enrejado. Ella subía la escalinata de acceso al ascensor cuando se dio cuenta de que no la seguía. Se volvió y mostró un gesto de interrogación. Pensó que la cancela se habría cerrado inadvertidamente y se acercó al interruptor de la pared para activar su apertura.

Sonó el desagradable sonido del cierre automático abriéndose. Alcé mi brazo, tomé el pomo, pero ahí me detuve. No empujé la puerta. La miré y pude ver en su cara una expresión de desconcierto. Continué contemplándola, sonreí vagamente y le indiqué con un movimiento de negación de mi cabeza que no iba a entrar. Creo que ella empezó entones a darse cuenta de qué significaba aquel proceder.
Le dije adiós con la mano, me volví, y me fui.
La escuché salir a la calle y llamarme, pero no me volví.

En mi cabeza solo bullían ideas antagónicas, enzarzadas a muerte, como Áquiles contra Héctor, Churchill contra Stalin, o los protagonistas de la película “Los Duelistas”. No terminaba de entender porqué había hecho aquello. Pero lo había hecho. Había que hacer algo. Quizá debía de haberlo hecho antes. Pero por motivos que todavía desconozco, aquel día algún proceso inconsciente debió llegar a su punto de no retorno, a su culminación. Y decidí que se había acabado.

Y se acabó.

No volví a verla en mucho tiempo. Solo hablé con ella por teléfono y le informé de mi decisión. No terminó de entenderla, creo, pero la respetó.

Solo cuando cae el telón, cuando por fin se pasa esa fase de enajenación mental transitoria (que no significa sea necesariamente corta) que es el enamoramiento, el encoñamiento o como se llame, uno es capaz de valorar a la otra persona de una forma objetiva y realista, con sus defectos y virtudes. Y es entonces cuando puede tomar una decisión más cabal sobre la idoneidad o no de tal relación.

Pero supongo que esto nunca ocurre cuando a uno le hace falta, que es en ese instante, sino que ha de transcurrir tiempo. Ese que te da la perspectiva sosegada, la visión equilibrada.


En fin, esta fue mi experiencia. Por otro lado, nada fuera de lo normal, creo. Incluso ¿no les parece a ustedes que más bien frecuente? ¿No pasaron ustedes sus malos ratos por otra persona y después esa relación quedó para la posteridad?

Pueden comentar su opinión. Les aseguro que me interesa.


martes, 15 de octubre de 2013

Punto de no retorno (I)

Todos hemos sido críos. Supongo que casi todos hemos sido indolentes, inseguros, inquietos... Yo, desde luego, sí. Y hemos ido transitando por distintas etapas de la vida. También por esa tan incierta que denominamos “Edad del pavo”.

Aquel día tocaba dentista. Huelga decir la tirria (compartida por todos mis coetáneos) que le profesaba a este especialista médico. Tengan en cuenta que en aquella época, cuando yo era un crío, no existían los avances tecnológicos que hay ahora. Los odontólogos no disponían de un spray que se aplicara en la encía para que la inyección anestésica fuera indolora. De hecho, ni siquiera la anestesia era tal, porque en más de una ocasión sentí en mis propias carnes, mejor dicho, en mis propias piezas dentales, la temida punzada. Ese momento en que el profesional está trasteando en tu cavidad bucal, exactamente perforando, y tú, se supone que anestesiado, estás notando que lo está haciendo. Percibes además que está excavando, que cada vez profundiza más. Algo que no es exactamente el dolor te dice que está taladrando sobre fibra sensible, que en cualquier momento puede suceder que… zasca! Calambrazo! Ves la estrellas; todas las estrellas, vía láctea y galaxias adyacentes incluidas. Ha tocado un nervio. Un nervio despistado, que no se ha enterado de que debería estar atontado, como lo están todos sus colegas. El especialito de la camada, el rebelde, el outsider. Gritas, lloras, y si no te zarandeas es porque ¿y si hay otro nervio disidente al lado? Y el tipo, que ni siquiera te pide perdón, continua aplicando martirio hasta que termina.

Eso sí, no alcanzo a comprender como aún no han logrado inventar una herramienta más discreta, quiero decir menos ruidosa, que sustituya a esa que suena como una taladradora eléctrica. Si han inventado un avión silencioso e indetectable, esto no debería ser tan difícil. Vamos, solo es una opinión. 

Pues, retomando el hilo conductor, vuelvo al dentista. Allí que me encontraba, en la sala de espera, junto a mi madre. Apenas otro paciente en la habitación, sentado en los asientos ubicados frente a nosotros. Recuerdo que el hecho de entrar en la consulta era ya intimidante. Aquel olor tan característico a hospital era un puñetazo para tu pituitaria, brusco y a traición, que echaba abajo todas tus defensas como el tsunami de Japón anegó todo lo que encontró a su paso. Las consecuencias de este impacto se dejaban sentir de forma inmediata en tu organismo. Notabas como tu cuerpo iba sufriendo cambios, se te iba acongojando, echándose para atrás.

El rato largo de espera solo era la confirmación de que, efectivamente, estabas a punto de entrar en una especie de sala de tortura medieval con hilo musical, en un Abu Ghraib con aspecto de consulta médica. Los gritos del paciente martirizado en aquel momento era fiel testimonio de tan fundados temores. Los distintos ruidos de las maquinitas infernales que manejaba el diestro eran una evidencia más de lo que te esperaba. Mi madre, impasible y seria, solo señalaba que me portara bien cuando estuviera dentro. Supongo que le era imposible ponerse en el lugar de aquel crío de 10 años. Lamentablemente, su discurso tenía el mismo efecto tranquilizador que el de un verdugo tratando de convencer al reo de “esto no va a ser nada”.

“Ya eres un hombrecito, así que compórtate como las personas adultas”. Ya estamos con lo de siempre. Sí, si uno trataba de estar a la altura de las circunstancias, pero es que…

“Todos los niños vienen al dentista y se portan bien”. Eso sí que no colaba. Pensaría mi madre que las visitas médicas los niños las mantenemos en secreto, como el que guardaban los inquilinos del edificio de “Delicatessen” o el Área 51 del ejército norteamericano.  

“No me vayas otra vez a poner en evidencia”. Qué podía importarme a mí su escarnio cuando era mi integridad física la que iba a ser impunemente masacrada. Y para más inri, con su consentimiento.

La boca se me iba secando poco a poco. Alteraciones gastrointestinales de distinto tipo e intensidad comenzaban a hacer su aparición. Y la respiración. Sobretodo la respiración!. Puedo recordar perfectamente aquella respiración. Inhalación por inhalación, exhalación tras exhalación. Como la de Darth Vader con vegetaciones, como la de los astronautas de las pelis cuando están en el exterior de la nave. Profunda, intensa, aterrada.

Se abre la puerta y aparece la señorita de la bata blanca (auxiliar de enfermería, hoy día). Vemos salir al paciente, que cabizbajo, pensativo y meditabundo, vuelve a recobrar su libertad. No se digna a dirigirnos la mirada, compungido como Tito y Piraña cuando murió Chanquete, solo tiene su atención centrada en la puerta de salida. Y abandona la consulta vapuleado, como Rocky Balboa; peor, como el policía que tortura el Sr. Rubio en “Reservoir Dogs”. 

Mis pupilas están dilatadas, mi corazón bombea como un mecanismo pasado de rosca, el control de esfínteres está a punto de ceder a la presión interior, y la respiración continúa igual de profunda, pero ahora se acelera.



No ha abandonado la arena de la palestra el último púgil, cuando se escuchan las sobrecogedoras palabras:

“El siguiente”

Juego con la posibilidad de que ese sea el tipo de enfrente, pero la sombra de mi madre a mi derecha levantándose de su asiento me indica que el desgraciado soy yo. Me coge de la mano y la acompaño rezagado. Intento comportarme de una manera mínimamente digna, pero las piernas casi no me responden, aparte de que, bastante tengo ya tratando de impedir que mi fisiología se descomponga. 

Cuando entramos en la sala el corazón salta y brinca dentro de mi pecho como un pez recién sacado del agua. La visión del sillón de tortura y todo su instrumental causa estragos en mi interior. Miro al odontólogo y ahora creo que le encuentro un lejano parecido con Michael Madsen (Sr. Rubio), solo que en bajito y con bata.

Me saluda, me pregunta como estoy, y me sigue dando charla en un vano intento por tranquilizarme. Yo ya he entrado en modo piloto automático: solo puedo atender al sillón y las armas de aquel sádico. 

Me siento. La auxiliar me prepara. Mi madre permanece en la sala junto a mí. Todos se cierran en derredor mía, como en un corrillo. El dentista me ordena abrir la boca. Comienza a tocar dientecitos y empieza con los primeros ejercicios de calentamiento: esos golpecitos en los dientes con algo metálico, que duelen moderadamente pero no dejan de ser un preludio del padecimiento que se avecina. Él facultativo sigue observando, o eso creo, porque yo ya tengo los ojos cerrados y bien apretados. Pasan los segundos, se alargan como si fueran minutos. Solo estoy a la espera de la sentencia que dicte el juez. Boca seca, mandíbula casi desencajada, cuerpo rígido, manos prensando, estrujando, los brazos del sillón,… “Aquí tenemos un problemilla”. Uf! Mal vamos. El veredicto es inminente.

“Esta muela va a haber que sacarla”.

Se ha dictado sentencia. Los asistentes coordinan un sutil movimiento envolvente en torno a mí. Permanezco inmóvil, petrificado. Mi cuerpo se prepara para la acometida. Antes de darme cuenta me ha está inyectando la anestesia. Ha sido un pinchazo intenso, hiriente, como si estuviera atravesándome la encía con un punzón del 9. Se me escapa un alarido seco y algunas lágrimas asoman por la junta de mis párpados. Pero continuo quieto, aferrado a los brazos del sillón, porque es lo único que puedo hacer.

Un momento: ¿Lo único que puedo hacer?

Abro los ojos y observo que el odontólogo se ha vuelto para empuñar su nueva arma de martirio. En ese momento mi madre está conversando con la auxiliar de algún tema banal. Y entonces lo veo claro. ¡Ahora o nunca! Suelto los brazos del sillón, me incorporo y con un ágil salto (como el que solo puede dar un niño despavorido de 10 años) me escapo del sillón. Auxiliar, médico y madre asisten incrédulos a la escena. Para cuando reaccionan ya he alcanzado la puerta. No tiene cerrojo y afortunadamente todavía no se habían inventado los cierres integrados en el pomo. Lo agarro con fuerza, como Escarlata O’Hara apretaba aquel puñado de tierra al final de “Lo que el viento se llevó”. Lo giro y abro la puerta, solo centímetros antes de que mi madre logre alcanzarme. Y corro. Huyo. Huyo. Huyo. Con la anestesia haciendo efecto, sin encajar aún bien la mandíbula, con los ojos húmedos, pero liberado.

Atravieso la sala de espera como una exhalación. El cierre de la puerta de salida no debería ser un obstáculo serio, puesto que ya fue minuciosamente estudiado por este reo. Mi madre me persigue, la auxiliar detrás de ella, el médico tras la auxiliar. Lo estoy consiguiendo. No puedo imaginarme la cara de sorpresa del paciente que aún estaba en la sala de espera ante tal espectáculo. Eso es escapismo y no lo que hacían Houdini ni Copperfield.

Abro la puerta de salida y justo tras cruzar su umbral, noto el zarpazo de mi madre que me peina el cogote, que me roza el cuello de la camisa. ¡Pero no me alcanza! Y corro, corro como si me persiguieran Jack Nicholson en “El resplandor” y Hannibal Lecter cabreados, como Forrest Gump compitiendo contra los protagonistas de “Carros de fuego”.

Escucho a lo lejos al doctor decirle a mi madre “Mercedes, por Dios, otra vez lo ha vuelto a hacer. Otra vez se ha escapado”.

Estoy libre. Aquella era la última oportunidad que tenía mi madre. Ahora, pasillo adelante, soy como Alonso con el bólido de Vettel. Imbatible. Imparable.


Pero...

De pronto, abro los ojos. El foco de luz del sillón sigue deslumbrándome. Despierto de mi ensoñación. Siento las lágrimas secándose alrededor de mis ojos. Noto las manos de mi madre agarrándome el brazo. Las de la enfermera, por detrás, sujetándome por los hombros. Sigo sentado en el sillón, aferrado al brazo del sofá, sabiéndome inmovilizado para intentar escapar. Y en ese momento, dentro de mi cabeza, sucede algo insólito.

Empiezo a pensar en las anteriores veces que logré evadirme, y me pregunto por el sentido que tiene hacerlo. Es más, me inquirí a mí mismo (en silencio, lógicamente), me dije algo así como “Pero tío, tú que eres ¿Un hombre o un melindres? ¿Un tío o una sabandija? Afortunadamente no me respondí lo que se hubiera dicho Felipe, el amigo de Mafalda. No, muy al contrario, seguí avanzando en ese discurso. Continué pensando que alguna vez tendría que afrontar aquella situación, aquel mal necesario, dado que las características de mi dentición apuntaban a que aquella no sería mi última visita. Y lo más importante. Me lo fui creyendo.

Me parece que no disponía en mi memoria de ningún antecedente de aquel comportamiento. Pero estaba ocurriendo. Allí estaba, cautivo y desarmado, pero hilando un discurso que sería transcendental en mi vida (aunque no tuviera ni idea en aquel momento).

Y lo hice. Decidí no huir. Decidí asumir lo que tocara estoicamente (tampoco tenía ni idea de quienes eran los estoicos en aquel momento). Me convencí de que era necesario afrontar aquel daño.

Y dolió. Dolió como tantas otras veces. Pero lo soporté. Lo encajé. Y duró mucho rato, demasiado… como siempre. Pero ya no había marcha atrás. Ya estaba decidido. Y lo había decidido yo.

Al terminar la faena, recibí las felicitaciones del diestro y resto de la cuadrilla por mi buen comportamiento. Al salir a la calle notaba la cara como si me la hubieran apaleado una pandilla de skinheads cabreados, pero había algo dentro que había cambiado. Sentía una extraña sensación, positiva, que tardaría años en poder identificar. Quizá la palabra que mejor pueda definirla sea una que leía en las novelas infantiles y tebeos de la época: ufano. Me sentía ufano, con una extraña sensación de  satisfacción, la satisfacción del deber cumplido o algo parecido.

En el fondo, lo que había logrado era ser capaz de doblegar mis instintos más básicos. Aunque suene a final épico de película americana, acababa de nacer mi voluntad. 
           
No, no se trataba de que a partir de aquel momento pudiera decidir fríamente en cualquier situación ni que siempre lograra que mi voluntad prevaleciera por encima de emociones más básicas. Pero aquel día me demostré fehacientemente algo que antes no sabía: que era capaz de hacerlo.





“A partir de cierto punto en adelante no hay regreso. Es el punto que hay que alcanzar”
                                                                                                                                                            Franz Kafka                                                                  

lunes, 14 de octubre de 2013

Cita: Conflicto

La mayoría de la gente huye del conflicto, cuando, para mí, muchas cosas buenas surgen del conflicto
                                                                                                  "Antes del amanecer"