El prisionero que perdía la fe en el
futuro —en su futuro— estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro
perdía, asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se convertía
en el sujeto del aniquilamiento físico y mental. Por regla general, éste se
producía de pronto, en forma de crisis, cuyos síntomas eran familiares al
recluso con experiencia en el campo. Todos temíamos este momento no ya por
nosotros, lo que no hubiera tenido importancia, sino por nuestros amigos. Solía
comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse y a lavarse o a
salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni los golpes, ni las amenazas
surtían ningún efecto. Se limitaba a quedarse allí, sin apenas moverse. Si la
crisis desembocaba en enfermedad, se oponía a que lo llevaran a la enfermería o
hacer cualquier cosa por ayudarse. Sencillamente se entregaba. Y allí se
quedaba tendido sobre sus propios excrementos sin importarle nada.
Una vez presencié una dramática
demostración del estrecho nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y su
consiguiente final. F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista
bastante famoso, me confió un día: "Me gustaría contarle algo, doctor. He
tenido un sueño extraño. Una voz me decía que deseara lo que quisiera, que lo único
que tenía que hacer era decir lo que quería saber y todas mis preguntas
tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le pregunté? Que me gustaría conocer
cuándo terminaría para mí la guerra. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para
mí! Quería saber cuándo seríamos liberados nosotros, nuestro campo, y cuándo
tocarían a su fin nuestros sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo usted ese
sueño?", le pregunté. "En febrero de 1945", contestó. Por
entonces estábamos a principios de marzo. "¿Y qué le contestó la
voz?" Furtivamente me susurró: "El treinta de marzo." Cuando F.
me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante de esperanza y convencido de
que la voz de su sueño no se equivocaba. Pero al acercarse el día señalado, las
noticias sobre la evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no hacían
suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha prometida. El 29 de
marzo y de repente F. cayó enfermo con una fiebre muy alta. El día 30 de marzo,
el día que la profecía le había dicho que la guerra y el sufrimiento
terminarían para él, cayó en un estado de delirio y perdió la conciencia. El
día 31 de marzo falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.
Los que conocen la estrecha relación
que existe entre el estado de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas,
o la falta de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse inmune, saben
también que si repentinamente pierde la esperanza y el valor, ello puede
ocasionarle la muerte. La causa última de la muerte de mi amigo fue que la
esperada liberación no se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto,
su cuerpo perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el
futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa de la
enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron finalmente realidad.
Las observaciones sobre
este caso y la conclusión que de ellas puede extraerse concuerdan con algo
sobre lo que el médico jefe del campo me llamó la atención: la tasa de
mortandad semanal en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las
Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la explicación de este
aumento no estaba en el empeoramiento de nuestras condiciones de trabajo, ni en
una disminución de la ración alimenticia, ni en un cambio climatológico, ni en
el brote de nuevas epidemias.
Se trataba simplemente de que la mayoría de los
prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para Navidad les
liberarían. Según se iba acercando la fecha sin que se produjera ninguna
noticia alentadora, los prisioneros perdieron su valor y les venció el
desaliento.
Como ya dijimos antes, cualquier intento de restablecer la
fortaleza interna del recluso bajo las condiciones de un campo de concentración
pasa antes que nada por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras
de Nietzsche: "Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar
cualquier cómo" pudieran ser la motivación que guía todas las acciones
psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los prisioneros. Siempre que
se presentaba la oportunidad, era preciso inculcarles un porque —una meta— de
su vivir, a fin de endurecerles para soportar el terrible cómo de su
existencia. Desgraciado de aquel que no viera ningún sentido en su vida,
ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna finalidad en
vivirla.
Ese, estaba perdido.
"El hombre en busca de sentido" (1946)
Viktor Frankl
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