Si miras al
universo lo más cerca y lo más dentro que puedes mirarlo, que es en ti mismo;
si sientes y no ya sólo contemplas las cosas todas en tu conciencia, donde
todas ellas han dejado su dolorosa huella, llegarás al hondón del tedio de la
existencia, al pozo de vanidad de vanidades. Y así es como llegarás a
compadecerlo todo, al amor universal.
Para amarlo
todo, para compadecerlo todo, humano y extrahumano, viviente y no viviente, es menester
que lo sientas todo dentro de ti mismo, que lo personalices todo. Porque el
amor personaliza todo cuanto ama, todo cuanto compadece. Sólo compadecemos, es
decir, amamos, lo que nos es semejante y en cuanto nos lo es y tanto más cuanto
más se nos asemeja, y así crece nuestra compasión, y con ella nuestro amor a las
cosas a medida que descubrimos las semejanzas que con nosotros tienen. O más
bien es el amor mismo, que de suyo tiende a crecer, el que nos revela las
semejanzas esas. Si llego a compadecer y amar a la pobre estrella que
desaparecerá del cielo un día, es porque el amor, la compasión, me hace sentir
en ella una conciencia, más o menos oscura, que la hace sufrir por no ser más
que estrella y por tener que dejarlo de ser un día. Pues toda conciencia lo es
de muerte y de dolor.
Conciencia,
conscientia,
es conocimiento participado,
es consentimiento,
y con-sentir es com-padecer.
El amor personaliza cuanto ama. Sólo cabe
enamorarse de una idea personalizándola. Y cuando el amor es tan grande y tan
vivo y tan fuerte y desbordante que lo ama todo, entonces lo personaliza todo y
descubre que el total Todo, que el Universo, es Persona también, que tiene una
Conciencia, Conciencia que a su vez sufre, compadece y ama, es decir, es
conciencia (…). Personalizamos al Todo para salvarnos de la nada, y el único
misterio verdaderamente misterioso es el misterio del dolor.
El dolor es
el camino de la conciencia y es por él como los seres vivos llegan a tener
conciencia de sí. Porque tener conciencia de sí mismo, tener personalidad, es
saberse y sentirse distinto de los demás, y a sentir esta distinción
sólo se llega por el choque, por el dolor más o menos grande, por la sensación
del propio límite. La conciencia de sí mismo no es sino la conciencia de la
propia limitación.
Me siento yo
mismo al sentirme que no soy los demás; saber y sentir hasta dónde soy, es
saber dónde acabo de ser, y desde dónde no soy. ¿Y cómo saber que se existe no
sufriendo poco o mucho? ¿Cómo volver sobre así, lograr conciencia refleja, no
siendo por el dolor? Cuando se goza olvídase uno de sí mismo, de que existe,
pasa a otro, a lo ajeno, se enajena. Y sólo se ensimisma, se vuelve a sí mismo,
a ser él en el dolor. (…)
Podemos abarcarlo
todo o casi todo con el conocimiento y el deseo, nada o casi nada con la voluntad.
Y no es la felicidad contemplación, ¡no! si esa contemplación significa
impotencia. Y de este choque entre nuestro conocer y nuestro poder surge la
compasión.
Compadecemos
a lo semejante a nosotros, y tanto más lo compadecemos cuanto más y mejor
sentimos su semejanza con nosotros. Y si esta semejanza podemos decir que
provoca nuestra compasión, cabe sostener también que nuestro repuesto de
compasión, pronto a derramarse sobre todo, es lo que nos hace descubrir la
semejanza de las cosas con nosotros, el lazo común que nos une con ellas en el
dolor.
Nuestra
propia lucha por cobrar, conservar y acrecentar la propia conciencia, nos hace
descubrir en los forcejeos y movimientos y revoluciones de las cosas todas una
lucha por cobrar, conservar o acrecentar conciencia, a la que todo tiende. Bajo
los actos de mis más próximos semejantes, los demás hombres, siento -o
consiento más bien- un estado de conciencia como es el mío bajo mis propios
actos. Al oírle un grito de dolor a mi hermano, mi propio dolor se despierta y
grita en el fondo de mi conciencia. Y de la misma manera siento el dolor de los
animales y el de un árbol al que le arrancan una rama, sobre todo cuando tengo
viva la fantasía, que es la facultad de intuimiento, de visión interior.
Descendiendo
desde nosotros mismos, desde la propia conciencia humana, que es lo único que
sentimos por dentro y en que el sentirse se identifica con el ser, suponemos
que tienen alguna conciencia, más o menos oscura todos los vivientes y las rocas
mismas, que también viven. Y la evolución de los seres orgánicos no es sino una
lucha por la plenitud de conciencia a través del dolor, una constante
aspiración a ser otros sin dejar de ser lo que son, a romper sus límites
limitándose.
Y este
proceso de personalización o de subjetivación de todo lo externo, fenoménico u
objetivo, constituye el proceso mismo vital de la filosofía en la lucha de la
vida contra la razón y de esta contra aquella.
“Del sentimiento trágico de la vida” (1912)
Miguel de Unamuno
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