Una pregunta que planteo a menudo
a las personas a las que acompaño es: «Si existiese una pastilla que eliminase todo
tu sufrimiento, toda la sintomatología que sientes ahora mismo, que hicieses
que no sintieras nada… ¿Te la tomarías? »
He hecho esta pregunta muchísimas
veces y después de un breve silencio, la mayoría niega con la cabeza: No. No se
la tomarían. Cuando les pregunto por qué, después de un momento de reflexión,
responde algo así: “Si no notase nada, me sentiría como una piedra”, No sé cómo
expresarlo, pero sentir ese dolor me hace ver que soy humano”, o “Si no
sintiese añoranza y tristeza sería como si no la quisiera, como si no me
importase su muerte”. “Aunque me duele mucho, me siento conectada con ella. Es
como si a través del dolor pudiese seguir siendo su padre”.
Existe un pequeño porcentaje que
afirma que sí tomaría esa pastilla. Suelen tratarse de personas que han perdido
a un ser querido muy recientemente, que se encuentran en estado de shock o que
acumulan una serie de pérdidas no elaboradas y a las que el sufrimiento ya les
resulta del todo insoportable.
Pero la mayor parte de las personas en duelo perciben
que en la aceptación del dolor hay algo importante. Que vivir las emociones de la
pérdida tiene un sentido, aunque no encuentren las palabras para descubrirlo.
La sintomatología es normal, natural y humana, y además parece mostrarnos algo
que tiene un valor.
El féretro estaba situado en el centro de la iglesia,
delante del altar. En la bancada de la derecha podía verse a toda la constelación
familiar. Los deudos del difunto, de apenas 19 años, se habían personado en
toda su extensión y amplitud para dar el último adiós. Los padres no podían
encontrar consuelo ni ánimo en nada ni en nadie. Los abuelos seguían hundidos, consternados
y sin poder levantar cabeza. Los hermanos y tíos mostraban semblantes
igualmente afectados.
No obstante, lo que nadie entendía era la desconsolada figura
un chico desconocido. Situado delante de la deshabitada bancada opuesta, el
forastero estaba situado de pie, solo. Tras haber constatado la identidad del
muerto quedó junto al ataúd. Allí, aquel joven anónimo lloraba con una congoja y
consternación desmedidas. Una aflicción que no correspondía a la de una simple
amigo. Es posible que algún familiar avispado pudiera entender la naturaleza del
vínculo que había unido a ambos chicos, pero nadie se acercó a preguntarle.
Ningún familiar mostró más interés por él que el de una extrañada, y quizá
suspicaz, curiosidad. El finado ya se lo había avisado, y por eso él mismo era
consciente de que la familia de su difunto amante no le aceptaría. De manera
que, tras su hora más larga, la más agria de toda su vida, el chico se marchó. Cabizbajo
y agotado, abandonó aquella iglesia con su aflicción, sin que nadie le
ofreciera un mínimo de calor, sin el reconocimiento de su dolor, y sintiéndose (no
sin razón) la persona más sola del universo.
Este sería un ejemplo del tipo de
pérdidas que, personalmente, más me conmueven. Técnicamente se denominan pérdidas
desautorizadas, y las sufren aquellas personas que experimentan una privación
pero que no puede ser reconocida públicamente o expresada libremente a los
demás. Dentro de esta condición entrarían tipos tan variados como las relaciones
sentimentales no reconocidas (muerte de un amante, relaciones
homosexuales,...), pérdidas no reconocidas (aborto, esterilidad, abusos,...) o
pérdidas censuradas (VIH, suicidio, sobredosis,...), entre otras.
Yendo un paso más allá, incluiría
en esta categoría también aquellas pérdidas que no es que sean censuradas o no
reconocidas, sino que además la persona puede no ser consciente del todo de la
pérdida como tal. Si algún tipo de
perdida despierta mi mayor indulgencia es esta, la pérdida de lo que nunca
se tuvo.
Una lectura superficial puede indicarnos que esto es absurdo, que no
tiene mucho sentido. Pero es importante arañar en la superficie del concepto y
profundizar un poco. Algo que no ha sido nunca real y palpable no se puede
perder. De acuerdo, no se puede perder como tal, pero desde el momento en que
tal objeto/sujeto se asienta en nuestro conocimiento, en nuestra conciencia,
comienza a convertirse en un anhelo y va adquiriendo poco a poco en nuestra
mente la condición, al menos, de factible. Lo empezamos a categorizar,
entonces, como un objetivo practicable, tan legítimo y viable como llegar a la
meta de una maratón, obtener un ascenso laboral en nuestra empresa o tener un
hijo/a.
Todo el mundo puede entender el sentimiento de dolor que nos embarga
al perder tu casa o ver fallecer a tu padre. Pero es mucho más difícil que
alguien entienda el dolor que anida en
la persona que nunca desarrolló la vocación que poseía, que nunca tuvo el hijo
que anhelaba o que no pudo intimar con la persona que amaba… Todo está en la
cabeza del damnificado/a, y dependiendo del afán, la necesidad, la convicción
con que la haya instalado y construido en su mente dicha aspiración, tanto más desgarrador será contemplar que es
irrealizable.
En el momento
en que abrigamos la posibilidad de disfrutarlo empezamos a establecer vínculos
afectivos con ese objeto/sujeto ilusionante. Cuanto más hayamos fantaseado con
esa posibilidad, más real se nos aparecerá en nuestra mente. Aquí es donde
podemos empezar a despegar los pies del suelo sin darnos cuenta y dejar de ser
realistas. Todo el mundo sabe que no hay más ciego que el no quiere ver. De la
misma manera, no hay quien erradique del pensamiento individual algo en lo que
cree firmemente, aunque esté equivocado. El anhelo puede ser tan significativo
o trascendental para la persona que no se permita constatar su imposibilidad en
el mundo exterior, el real.
Es posible que no se pueda perder lo que no se ha tenido, pero sí que
duele perder lo que se ha sentido (fuera real o imaginario).
Sea de una u otra manera, una vez sobrevenida y reconocida la pérdida,
hemos de buscar la forma de afrontarla. Y esto es algo a lo que no nos enseñan
en ningún lado. Todos somos náufragos en estos momentos. Nos encontramos con
una mano delante y otra detrás frente al desastre. Cierto que es imposible
volver atrás, ni tenemos la posibilidad de desembarazarnos ese pesado fardo. Irremediablemente
hemos de cargar con ese plúmbeo dolor. Pero, eso sí, tenemos la posibilidad de
intentar aligerarlo de lastre (en la medida de nuestras posibilidades) y tratar
de llevarlo de la manera menos fatigosa posible.
Dentro de una pérdida, las circunstancias que la conforman
pueden hacerla más o menos difícil de afrontar. Quizá los más obvios sean los factores internos (intrapsiquicos)
y se refieren a la vulnerabilidad, la fragilidad o fortaleza emocional de la
persona afectada a la hora de enfrentar el suceso. Igual de indiscutibles son las variables externas, o
circunstancias en que se dio el mismo (pérdidas inesperadas, truculentas,
múltiples, violentas, etc…). Pero hay que señalar un factor que tiene
relevancia particular en la mala hora: el apoyo
externo que encontremos, el contacto humano de que dispongamos durante la
experiencia traumática.
Este punto me parece
particularmente interesante, porque la falta de apoyo social es considerada un
predictor relevante en el duelo patológico. Está demostrado que la disponibilidad de personas cercanas, de la red
social del sujeto, para ofrecerle un espacio de expresión del dolor es un
factor protector de primer orden. Contar con apoyo efectivo y confianza con los
allegados es un punto crucial para que el trauma se minimice y permitir el
desahogo, de manera que se pueda elaborar el duelo (que no es otra cosa que la
integración de la pérdida en nuestra vida). La falta de comprensión del entorno
y la incapacidad de responder al sufrimiento del doliente son percibidas por este
como una pérdida añadida a su ya difícil situación.
Tanto las perdidas desautorizadas como las de aquello que nunca se
tuvo, en muchas ocasiones, son invisibles para los demás. Son duelos de los
que, por ende, es difícil hablar, compartir ese penar con otras personas. Si el/la
afligido/a, por pudor, por introversión, por temor a sentirse rechazado, por ser
tomado por un tarado,… no vomita su padecimiento, no puede compartir esa
pérdida con otros, con allegados confiables, habrá de vivir el proceso doloroso
en soledad. Y hacerlo en soledad implica muchos más perjuicios de los que a
priori parece: Significa estar obligado a hacer el duelo sin el soporte social que
permita amortiguar esa embestida emocional, sin el reconocimiento de los demás que
preserva la dignidad de la persona, y sin poder exigir la legitimidad de que
los demás respeten su dolor.
La afirmación de Richard Erskine al respecto me
parece tan indiscutible como demoledora: “No es el trauma lo que destruye la
psique humana, sino la ausencia de una relación emocional durante el tiempo en
que se da el trauma o inmediatamente después”.