El féretro estaba situado en el centro de la iglesia,
delante del altar. En la bancada de la derecha podía verse a toda la constelación
familiar. Los deudos del difunto, de apenas 19 años, se habían personado en
toda su extensión y amplitud para dar el último adiós. Los padres no podían
encontrar consuelo ni ánimo en nada ni en nadie. Los abuelos seguían hundidos, consternados
y sin poder levantar cabeza. Los hermanos y tíos mostraban semblantes
igualmente afectados.
No obstante, lo que nadie entendía era la desconsolada figura un chico desconocido. Situado delante de la deshabitada bancada opuesta, el forastero estaba situado de pie, solo. Tras haber constatado la identidad del muerto quedó junto al ataúd. Allí, aquel joven anónimo lloraba con una congoja y consternación desmedidas. Una aflicción que no correspondía a la de una simple amigo. Es posible que algún familiar avispado pudiera entender la naturaleza del vínculo que había unido a ambos chicos, pero nadie se acercó a preguntarle. Ningún familiar mostró más interés por él que el de una extrañada, y quizá suspicaz, curiosidad. El finado ya se lo había avisado, y por eso él mismo era consciente de que la familia de su difunto amante no le aceptaría. De manera que, tras su hora más larga, la más agria de toda su vida, el chico se marchó. Cabizbajo y agotado, abandonó aquella iglesia con su aflicción, sin que nadie le ofreciera un mínimo de calor, sin el reconocimiento de su dolor, y sintiéndose (no sin razón) la persona más sola del universo.
No obstante, lo que nadie entendía era la desconsolada figura un chico desconocido. Situado delante de la deshabitada bancada opuesta, el forastero estaba situado de pie, solo. Tras haber constatado la identidad del muerto quedó junto al ataúd. Allí, aquel joven anónimo lloraba con una congoja y consternación desmedidas. Una aflicción que no correspondía a la de una simple amigo. Es posible que algún familiar avispado pudiera entender la naturaleza del vínculo que había unido a ambos chicos, pero nadie se acercó a preguntarle. Ningún familiar mostró más interés por él que el de una extrañada, y quizá suspicaz, curiosidad. El finado ya se lo había avisado, y por eso él mismo era consciente de que la familia de su difunto amante no le aceptaría. De manera que, tras su hora más larga, la más agria de toda su vida, el chico se marchó. Cabizbajo y agotado, abandonó aquella iglesia con su aflicción, sin que nadie le ofreciera un mínimo de calor, sin el reconocimiento de su dolor, y sintiéndose (no sin razón) la persona más sola del universo.
Este sería un ejemplo del tipo de
pérdidas que, personalmente, más me conmueven. Técnicamente se denominan pérdidas
desautorizadas, y las sufren aquellas personas que experimentan una privación
pero que no puede ser reconocida públicamente o expresada libremente a los
demás. Dentro de esta condición entrarían tipos tan variados como las relaciones
sentimentales no reconocidas (muerte de un amante, relaciones
homosexuales,...), pérdidas no reconocidas (aborto, esterilidad, abusos,...) o
pérdidas censuradas (VIH, suicidio, sobredosis,...), entre otras.
Yendo un paso más allá, incluiría en esta categoría también aquellas pérdidas que no es que sean censuradas o no reconocidas, sino que además la persona puede no ser consciente del todo de la pérdida como tal. Si algún tipo de perdida despierta mi mayor indulgencia es esta, la pérdida de lo que nunca se tuvo.
Una lectura superficial puede indicarnos que esto es absurdo, que no tiene mucho sentido. Pero es importante arañar en la superficie del concepto y profundizar un poco. Algo que no ha sido nunca real y palpable no se puede perder. De acuerdo, no se puede perder como tal, pero desde el momento en que tal objeto/sujeto se asienta en nuestro conocimiento, en nuestra conciencia, comienza a convertirse en un anhelo y va adquiriendo poco a poco en nuestra mente la condición, al menos, de factible. Lo empezamos a categorizar, entonces, como un objetivo practicable, tan legítimo y viable como llegar a la meta de una maratón, obtener un ascenso laboral en nuestra empresa o tener un hijo/a.
Todo el mundo puede entender el sentimiento de dolor que nos embarga al perder tu casa o ver fallecer a tu padre. Pero es mucho más difícil que alguien entienda el dolor que anida en la persona que nunca desarrolló la vocación que poseía, que nunca tuvo el hijo que anhelaba o que no pudo intimar con la persona que amaba… Todo está en la cabeza del damnificado/a, y dependiendo del afán, la necesidad, la convicción con que la haya instalado y construido en su mente dicha aspiración, tanto más desgarrador será contemplar que es irrealizable.
En el momento en que abrigamos la posibilidad de disfrutarlo empezamos a establecer vínculos afectivos con ese objeto/sujeto ilusionante. Cuanto más hayamos fantaseado con esa posibilidad, más real se nos aparecerá en nuestra mente. Aquí es donde podemos empezar a despegar los pies del suelo sin darnos cuenta y dejar de ser realistas. Todo el mundo sabe que no hay más ciego que el no quiere ver. De la misma manera, no hay quien erradique del pensamiento individual algo en lo que cree firmemente, aunque esté equivocado. El anhelo puede ser tan significativo o trascendental para la persona que no se permita constatar su imposibilidad en el mundo exterior, el real.
Es posible que no se pueda perder lo que no se ha tenido, pero sí que duele perder lo que se ha sentido (fuera real o imaginario).
Sea de una u otra manera, una vez sobrevenida y reconocida la pérdida,
hemos de buscar la forma de afrontarla. Y esto es algo a lo que no nos enseñan
en ningún lado. Todos somos náufragos en estos momentos. Nos encontramos con
una mano delante y otra detrás frente al desastre. Cierto que es imposible
volver atrás, ni tenemos la posibilidad de desembarazarnos ese pesado fardo. Irremediablemente
hemos de cargar con ese plúmbeo dolor. Pero, eso sí, tenemos la posibilidad de
intentar aligerarlo de lastre (en la medida de nuestras posibilidades) y tratar
de llevarlo de la manera menos fatigosa posible.
Dentro de una pérdida, las circunstancias que la conforman pueden hacerla más o menos difícil de afrontar. Quizá los más obvios sean los factores internos (intrapsiquicos) y se refieren a la vulnerabilidad, la fragilidad o fortaleza emocional de la persona afectada a la hora de enfrentar el suceso. Igual de indiscutibles son las variables externas, o circunstancias en que se dio el mismo (pérdidas inesperadas, truculentas, múltiples, violentas, etc…). Pero hay que señalar un factor que tiene relevancia particular en la mala hora: el apoyo externo que encontremos, el contacto humano de que dispongamos durante la experiencia traumática.
Este punto me parece particularmente interesante, porque la falta de apoyo social es considerada un predictor relevante en el duelo patológico. Está demostrado que la disponibilidad de personas cercanas, de la red social del sujeto, para ofrecerle un espacio de expresión del dolor es un factor protector de primer orden. Contar con apoyo efectivo y confianza con los allegados es un punto crucial para que el trauma se minimice y permitir el desahogo, de manera que se pueda elaborar el duelo (que no es otra cosa que la integración de la pérdida en nuestra vida). La falta de comprensión del entorno y la incapacidad de responder al sufrimiento del doliente son percibidas por este como una pérdida añadida a su ya difícil situación.
Tanto las perdidas desautorizadas como las de aquello que nunca se
tuvo, en muchas ocasiones, son invisibles para los demás. Son duelos de los
que, por ende, es difícil hablar, compartir ese penar con otras personas. Si el/la
afligido/a, por pudor, por introversión, por temor a sentirse rechazado, por ser
tomado por un tarado,… no vomita su padecimiento, no puede compartir esa
pérdida con otros, con allegados confiables, habrá de vivir el proceso doloroso
en soledad. Y hacerlo en soledad implica muchos más perjuicios de los que a
priori parece: Significa estar obligado a hacer el duelo sin el soporte social que
permita amortiguar esa embestida emocional, sin el reconocimiento de los demás que
preserva la dignidad de la persona, y sin poder exigir la legitimidad de que
los demás respeten su dolor.
La afirmación de Richard Erskine al respecto me parece tan indiscutible como demoledora: “No es el trauma lo que destruye la psique humana, sino la ausencia de una relación emocional durante el tiempo en que se da el trauma o inmediatamente después”.
La afirmación de Richard Erskine al respecto me parece tan indiscutible como demoledora: “No es el trauma lo que destruye la psique humana, sino la ausencia de una relación emocional durante el tiempo en que se da el trauma o inmediatamente después”.
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