La
idea de enriquecer las gratificaciones se reduce, nada más y nada
menos, a aquella pregunta: «¿Qué es la buena vida?».
Uno
de mis profesores, Julian Jaynes, tenía por
mascota en su laboratorio a un lagarto exótico del Amazonas. Las
primeras semanas después de adquirirlo, ]ulian era incapaz de hacer
que comiera. Lo intentó todo, pero el reptil se estaba muriendo de
hambre delante de sus narices. Le ofreció lechuga, y mango y luego
carne de cerdo picada. Cazó moscas y otros insectos vivos y se los
ofreció; y también comida china. Incluso le preparó zumos de
frutas. Pero el lagarto no quería comer nada y estaba cayendo en el
letargo.
Un
día Julian le dio un bocadillo de jamón, pero el reptil siguió sin
mostrar interés alguno. Al continuar con sus actividades cotidianas,
]ulian se dedicó a leer el New York Times. Después de hojear la
primera sección, arrojó el periódico sobre el bocadillo de jamón.
El lagarto centró su atención en esta configuración, se desplazó
sigilosamente por el suelo, saltó sobre el periódico, lo destrozó
y luego se zampó el bocadillo.
El
animal necesitaba acechar y triturar antes de comer. La conducta de
los lagartos ha evolucionado de forma que primero acechan a su presa,
luego se lanzan sobre ella, la destrozan y finalmente la devoran. La
capacidad de cazar es, pues, una virtud de los lagartos. La puesta en
práctica de esta fortaleza era tan esencial para la vida del lagarto
que era imposible despertar su apetito en ausencia de dicha conducta.
Para el animal del ejemplo no existía ninguna fórmula rápida para
alcanzar la felicidad.
Los
seres humanos son inmensamente más complejos que los lagartos del
Amazonas, pero toda nuestra complejidad reside en un cerebro
emocional que ha sido modelado durante cientos de millones de años
por la selección natural. Nuestros placeres y los apetitos a los que
aquéllos atienden están ligados evolutivamente a un repertorio de
conductas, mucho más complejas y flexibles que acechar, saltar sobre
la presa y hacerla trizas. Pero el hecho de omitir dichas acciones
tiene un precio nada desdeñable.
Es
demencial la idea de que es posible confiar en fórmulas rápidas
para obtener gratificación y evitar el ejercicio de las fortalezas y
virtudes personales. Esta idea no sólo produce lagartos que mueren
de hambre, sino legiones de personas deprimidas en un entorno de
riqueza, que mueren de hambre en sentido espiritual.
Estas
personas se preguntan: «¿Cómo puedo ser feliz?». Y esta es una
pregunta errónea, porque si no se realiza una diferenciación entre
placer y gratificación, provoca con demasiada facilidad la
dependencia respecto de fórmulas rápidas y conduce a una vida que
consiste en experimentar el máximo de placeres fáciles posible.
No
estoy en contra de los placeres; de hecho he dedicado todo el
capítulo a aconsejar cómo incrementarlos, junto con la espléndida
variedad de emociones positivas. Sin embargo, cuando se dedica una
vida entera solo a la búsqueda de emociones positivas, la
autenticidad y el significado brillan por su ausencia.
"La auténtica felicidad" (2003)
Martin E.P. Seligman
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