El perdón, el acto de perdonar, supone un
cambio de conducta respecto a un daño sufrido. Pero antes que eso, el
perdón es un cambio de actitud.
El perdón genuino requiere modificar
nuestra actitud, lo que implica, a su vez, un cambio en la emociones
y sentimientos hacia la ofensa y/o el ofensor. Esta transformación
nos permite recuperar el equilibrio emocional, evitar cargar con el
lastre del rencor, el odio o resentimiento, facilitando así el
cierre de ese capítulo de nuestra vida.
Todos habremos experimentado el impulso de
responder a una ofensa, la urgencia del desquite. Parece ser lo más
natural, desde la perspectiva fisiológica, y también lo más fácil.
La reacción visceral ante el agravio suele ser la de actuar contra
aquello que nos ha frustrado. Pero la persona incapaz de
perdonar tiene dos dolores de cabeza: barruntar cómo devolver el
golpe y el desgaste de albergar todas esas emociones nocivas. No
perdonar genera un estado emocional que desgasta por partida doble.
Aquí, es la víctima quien se daña a sí misma, al perpetuar la
ofensa viva en su conciencia. Odiar a alguien es como atacarle con
una brasa ardiente: la primera persona que se quema somos nosotros
mismos.
Pero si somos capaces de tomar conciencia de
las emociones que nos invaden y tratamos de domeñarlas, se nos abre
una puerta: la alternativa del perdón. Una opción no siempre
fácil, que requiere sensatez y entereza, y para la que igual no
podremos estar preparados hasta que pase un tiempo. Pero es una
alternativa que ofrece contraprestaciones nada despreciables. Por un
lado, el perdón conlleva una serie de beneficios balsámicos para
nuestra salud y para nuestra conciencia (desde luego, lo que nos
evita es que nos envenenemos emocionalmente). Por otra parte, nos
fortalece como personas al obligarnos a superarnos, a trascendernos: nos permite crecer como personas. Y nos ayuda, finalmente, a relacionarnos mejor con los demás.
La empatía se convierte,
entonces, en una cualidad primordial. Es la herramienta más valiosa
que tenemos para poder perdonar efectivamente. La capacidad para
ponernos en el lugar de al otra persona, para entender porqué pudo
actuar como lo hizo, qué conflictos y sentimientos pudieron existir
a la base, valorar que la acción del ofensor fue humana (perjudicial
para nosotros, pero humana), y que, por tanto, otra persona,
cualquier persona, incluso yo mismo, podría haber actuado de manera
semejante, etc. nos permite entender, comprender.
Y desentrañar las motivaciones de la ofensa
así como tratar de comprender la situación lesiva con la mayor
lucidez posible nos ayuda: facilita que podamos asimilarlo. Hasta que
no somos capaces de entender lo sucedido, asimilar el agravio y
después aceptarlo, ¿cómo realizar una acto de perdón genuino?.
No obstante, y a pesar de lo dicho, hay que
tener siempre presente que el acto de perdonar es una decisión personal. Una
decisión ética, pero por encima de otra cosa, un acto de soberanía
individual.
Aún reconociendo todos los beneficios que
tiene el perdón, puedo entender la opción contraria. Tras haber
llevado a cabo ese ejercicio de empatía y comprensión, puedo
entender que una víctima no quiera perdonar. Pero es ella, y solo ella, quien tiene la prerrogativa para decidir si la ofensa y/o el
ofensor merecen su perdón. Es su derecho decidir dejar ir (o no) aquello que le daña.
Quiero decir que, quizá, lo más relevante del
acto de perdonar, o no hacerlo, es que se trate de un ejercicio
pleno del libre albedrío. Que se trate de un acto de reflexión
y voluntad consciente, asumiendo, lógicamente, las consecuencias que
conlleve esa decisión.
No me siento autorizado para juzgar o valorar
daños y perjuicios por lo que yo no he pasado, alguno de los cuales
me parecen atroces. Pero si me siento legitimado par respetar la
decisión que, al respecto, tome la persona damnificada.