Estos días se han cumplido dos años de la muerte en accidente de tráfico de mi hijo Pablo junto con otras dos personas, los tres pasajeros de un vehículo utilitario. Como Marta (véase el artículo "Víctimas invisibles del drama del asfalto", Tendencias, 17/04/2017), ninguno de ellos tuvo culpa en el siniestro, en el que la negligencia ajena fue la causa clara.
Conmovido, leo el testimonio de sus padres, y la pregunta inevitable que se plantea: "¿Cabe en la cabeza, en estos casos, el perdón?". Pablo tenía 27 años. Su muerte repentina y trágica sumergió en el dolor a toda la familia y amistades. Pero también observé como el dolor atrapó a quienes sobrevivieron y sus familias, además del sentimiento de culpa que invadió a los implicados.
Durante este tiempo he ido haciendo un proceso. De los primeros momentos, en que la perplejidad, la rabia y la frustración llenaban mi estado de ánimo, fui pasando a tener una mirada más amplia. Si en un caso concreto la conducta de una persona se demuestra delictiva, se sancionará de acuerdo con el marco legal. Pero, igualmente, la misma persona merece siempre la oportunidad de volver a empezar, por gorda que la haya hecho.
Pau no volverá. Pero, justamente, la clave para que mi ánimo vuelva, se serene y salga del infierno del resentimiento y la tristeza, viene de poder perdonar. Desearlo racionalmente nacía de mi voluntad; pero llevarlo a cabo surgió un día, repentinamente, de un estado de clarividencia interior. El perdón se había convertido para mí una necesidad vital.
Perdonar me ha permitido abrazar sinceramente el conductor del coche, a quien, con lágrimas en los ojos, dije: "Me alegro que estés vivo. A ti la vida te da otra oportunidad. ¡Aprovéchala! Me tienes a tu lado para lo que necesites "
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