Esta
frase, que vagamente recuerdo haberle escuchado a alguna señora mayor sentada
al fresco una calurosa tarde frente a la playa, puede parecer simple
y trivial. Aunque sea una verdad de perogrullo, y en mi opinión, una expresión del saber popular, también intuyo que no pasará a la historia de frases reveladoras que han inspirado a la
humanidad, pero eso no significa que sea inútil ni ni innecesaria.
¿No
les llama la atención la cantidad de tiempo mental que le dedicamos
a las situaciones estresantes, en contraposición con el poco que le dedicamos a las
opuestas, a las gratificantes o placenteras?
Me
explico. Cuando nos vemos sobrepasados por una adversidad o
frustración, cuando nos encontramos preocupados, ese problema se nos
instala en la mente y empieza a colonizar nuestra consciencia.
Empezamos a darle vueltas en nuestra cabeza, como si dispusiera de un
equipo autógeno que le suministrara energía constantemente, y no
hacemos más que remover y remover dicha preocupación, igual el cemento dentro de una hormigonera. Centramos y
concentramos nuestra atención en él, a veces por delante de lo que
está sucediendo a nuestro alrededor, provocando el efecto de
hacernos sentir más desgraciados cuanto más lo barruntamos.
No
sucede lo mismo con los momentos felices, cuando nos hallamos viviendo un
momento grato y dichoso. No digo que no estemos disfrutando el
momento, que lo estamos haciéndolo (o eso deberíamos), si no que en
muchas ocasiones no somos plenamente conscientes de cuánto lo estamos gozando. Lo vivimos y experimentamos, pero... ¿quién se
detiene en mitad de la alegría y se dedica a pensar, precisamente, en
lo alegre que está? Igual no es una regla universal, pero es frecuente que tras vivir una situación placentera, esta quede atrás. Transcurrido el
momento, se aloja ya en el pasado; en ocasiones, incluso relegada al
olvido en cuanto ha finalizado.
Este
es el motivo por el que me digo la comentada frasecita o la suelto, en
un impass, cuando estoy rodeado de personas: "¡Hay que ver que
bien que estamos!, o ¡Hay que ver que bien se está cuando se está
bien!
Alguno
de los presentes puede pensar que se trata de una mera ocurrencia,
sin más. Otro, igual la olvida tan pronto como la ha escuchado.
Pero en ocasiones, hay quien reconoce la relevancia de lo que
estoy expresando: Estamos compartiendo un momento grato, que además
es único (no se volverá a repetir de manera idéntica), y que
encima, es temporal (pasajero; se terminará). Todos lo estamos
pasando bien, pero eso no significa que todos seamos conscientes de
lo bien que lo estamos pasando.
Ser
consciente del momento es resaltarlo, en mayúsculas, con negrita y subrayado, lo que permite aumentar su
disfrute. Como dirían en argot técnico, se optimiza el
resultado. Además de esto, supone un ejercicio más que recomendable el aprender a
identificar y destacar los momentos felices. Por paradójico que
suene, no todo el mundo que los vive tiene la capacidad de disfrutarlos, por mucha conciencia que le eche.
Comer
no es saborear. Bueno, no es sinónimo exacto de saborear. Si nos dan a probar un
manjar exquisito y nuestra atención está dividida en otras tareas
(charla con alguien, viendo la televisión o simplemente pensando en
otra cosa...) no lo apreciaremos tanto como cuando nos concentramos
plenamente en su sabor. Cuando lo atendemos con plenitud no lo estamos
comiendo, ingiriendo ni tragando. Lo estamos saboreando, lo estamos
degustando.
Les
hablaría de mindfullnes o atención plena si no fuera porque la propuesta no
cumple el requisito de no juzgar. Muy al contrario, mi idea es
precisamente esta. La de juzgar el momento, evaluarlo y recalcar su valor.
Si me detengo a pensarlo, en
realidad, lo que estaba practicando aquella anciana al disfrutar de aquella
deliciosa tarde de playa era el saboreo (savouring) que propone la
psicología positiva, antes de que se inventara el concepto. Mi mente infantil no podía sino quedarse en la simplicidad de la fachada, ignorando lo sustancial. Pero aquella mujer lo hacía, sin
saberlo... pero sabiéndolo.