Supongo que somos la última generación a la
que nos educaron tratando de guiarnos por el "buen camino".
Digo esto por que, además de memorizara los ríos y cordilleras del país, saber identificar el complemento directo del predicado en una
frase y aprender recursos tan prácticos para la vida moderna como
hacer raíces cuadradas o conocer la función de las bisectrices, se
suponía que la educación también debía dirigirse a insuflar una
actitud en los alumnos, de infundir una predisposición ante la vida,
de inspirar unas virtudes o valores personales.
El valor del esfuerzo, la importancia de la
cooperación y la amistad, la necesidad de dialogar, la relevancia de
la bondad, la práctica del perdón, el respeto al prójimo...
Recuerdo estas, entre otras, como las más relevantes y necesarias
cualidades de una persona digna. Hago un repaso de ellas, y se me
antoja que la honestidad es la que más injustamente está siendo
tratada. Es posible que no le hayan cascado o haya sido tan vapuleada
públicamente como a los buenos modales o a la humildad, pero sigo
viéndola postrada en un rincón, languideciendo, en riesgo de morir
por inanición.
No se lo creerán, pero hubo un tiempo en que
una persona podía empezar de aprendiz en una empresa local y tras
una vida trabajando, jubilarse en la misma. Alguien podía
encontrarse una cartera y devolverla, íntegra, en el primer cuartel
de la policía o guardia civil. Una persona podía comprarse una casa
y ser capaz de haberla pagado antes de jubilarse. También era
posible, incluso frecuente, que las personas se dedicaran
sencillamente a vivir la vida, sin más aspiraciones, pero
disfrutándola. En esos tiempos, la honestidad era una virtud capital
y ejercerla, el ser honesto, era gratificante de por sí. La gente se
afanaba por serlo por el simple hecho de que se entendía que era lo
correcto, era lo que nos ayudaba a convivir y hacía la vida más
segura.
De facto, históricamente, la honestidad tenía
sentido como factor clave en la cohesión social, como cualidad que
permitía la confianza en el otro, y por extensión, generaba la
materia prima para que la convivencia armoniosa fuera posible y
existiera un orden social. Las normas, que con el paso de las
generaciones se convirtieron en leyes, arrancaron de ese principio.
Esas mismas normas, escritas o no, que hoy día, vemos ninguneadas y
vulneradas de manera frecuente.
La mentira, la ambición desmedida, el egoísmo
(ahora sí, en su más pura faceta ególatra),... están a la orden
del día. Pongan su televisor a la hora del telediario, cojan un periódico
generalista cualquiera y miren la portada, abran internet en su
sección de noticias,... "Deseamos lo que vemos, Clarice",
decía Hannibal Lecter a su discípula ("El silencio de los
corderos"), y de ahí arranca mi temor. Si no existen
muestras explícitas de honestidad en las atalayas públicas, ni en
los mass media, ni en las omnipresentes redes sociales... Si no se
dignifica este valor ni se muestra el mérito de esta cualidad en
ningún foro público, ¿cómo va a llamar la atención de las mentes
en crecimiento?
Sigmund
Freud tiene una frase que
me viene como anillo al
dedo:
«Durante toda mi vida me he empeñado en ser honrado y en cumplir
con mis obligaciones. No sé por qué lo he hecho». Si
se me permite la irreverencia, podría contestarle a esa pregunta:
Por que es útil, aunque
quizá no tenga la utilidad pragmática que se estila.
Ser honesto sirve
para no perder el norte y conseguir centrarnos en la realidad. Para
afianzar nuestra fialutía, sembrando la confianza necesaria para
promover relaciones sociales competentes que permitan el brote de
relaciones humanas gratificantes. Ser honesto sirve, como siempre ha
dicho mi padre, para poder dormir con la conciencia tranquila. Aún a
riesgo de ponerme intenso, les diría que, en última instancia, la
honestidad nos ofrece ese margen que necesitamos no perder la esperanza en la especie humana.